Ensayos I. Lydia Davis
de John Clare, Laura Riding y otros).
El criterio de Ashbery ha sido no apartarse del original; su traducción es meticulosamente fiel y al mismo tiempo flexible en su creatividad: sigue la línea de la oración, mantiene el orden de las ideas y las imágenes, e incluso reproduce la puntuación excéntrica o inconsistente. Se aleja de la traducción más próxima solo cuando hace falta, y hay lugar de sobra dentro de esta estrecha cercanía para dar en inglés con opciones léxicas más vibrantes y menos obvias. Uno de los encantos de la traducción, por ejemplo, es el vocabulario anglosajón conciso, un poco arcaico que despliega en ocasiones: “hued” [“tinte”] para teinte y “clad” [“ataviado”] para revêtus, “chattels” [“enseres”] para possessions; o el uso de un inglés más particular o más rico para un francés más general o más insípido: “posh” [“acomodado”] por riches, “hum of summer” [“zumbido del verano”] por rumeurs de l’été, “trembling” [“tembloroso”] por mouvante.
Incluso en un problema simple se revela su gran pericia en el manejo del inglés. En una sección de “Infancia”, aparece el siguiente retrato de la supuesta tranquilidad: “I rest my elbows on the table, the lamp lights up these newspapers that I’m a fool for rereading, these books of no interest” [“Apoyo los codos en la mesa, la lámpara ilumina los periódicos que soy un tonto en releer, estos libros sin interés”]. Por más sorprendente que parezca, las dos palabras sans intérêt (“sin interés”) se prestan a muchas soluciones, como se puede ver en una muestra rápida de traducciones previas. Sin embargo, las otras opciones son menos rítmicas que la francesa (“uninteresting”, “empty of interest” [“poco interesantes”, “desprovistos de interés”]) o pierden la sutileza del francés: “mediocre”, “boring”, “idiotic” [“mediocres”, “aburridos”, “idiotas”]. La decisión de Ashbery, “books of no interest”, es descriptiva y desdeñosa, como en francés; satisfactoria en el ritmo; y está ubicada, como en el original, al final de la oración.
Se necesita un tipo de sensibilidad lingüística para no alejarse del original y hacerlo con gracia, y otro para aportar cierta creatividad a las elecciones sin ser infiel. El ingenio de Ashbery se destaca en muchos momentos del libro, y un ejemplo particularmente hermoso ocurre en este mismo poema: traduce Qu’on me loue enfin ce tombeau, blanchi à la chaux por “Let someone finally rent me this tomb, whited with quicklime” [“Que me alquilen por fin esta tumba, blanqueada con cal”]. Aquí, el “whited with quicklime” [“blanqueada con cal”] (en lugar de “whitewashed” [“encalados”], la elección de todas las otras traducciones que encontré) explota a la vez las posibilidades de la asonancia e introduce el eco de los“whited sepulchre” [“sepulcros blanqueados”] del rey Jacobo sin traicionar el sentido del original.
Las traducciones de algunos de los poemas de este libro han aparecido antes en revistas literarias, una tras otra en los últimos dos años más o menos; es evidente que se hicieron a lo largo del tiempo, de mucho tiempo, como deben hacerse las traducciones, en particular las de poesía, y en particular las de esta poesía, dada su síntesis extrema, sus cambios de tono y estilo, su poder liberador en la historia del género. Tenemos la suerte de que John Ashbery haya dirigido su atención a un texto que conoce tan bien y lo haya hecho con semejante dedicación y capacidad creativa.
2011
EL JOVEN PYNCHON
Los libros de Thomas Pynchon que me vienen a la mente hoy son los menores, los primeros: La subasta del lote 49 y Un lento aprendizaje, la colección de cuentos que escribió cuando era muy joven, cuatro de ellos cuando todavía estaba en la universidad. Tengo curiosidad por ver cómo escribía, en particular en sus inicios, imbuido de raíz en las influencias y con esa sensación embriagadora de dominar la lengua que experimenta un universitario inteligente. Todos esos cuentos se publicaron en revistas (uno en The Kenyon Review y otro en The Saturday Evening Post), y sin duda era un escritor muy bueno para su edad. Las historias están bien organizadas; los personajes están presentes, aunque no del todo acabados ni muy empáticos; los detalles son creíbles; y el vocabulario rico, variado y bien utilizado. En su mayoría, los personajes son hombres y niños, con apariciones ocasionales de personajes secundarios femeninos como “estudiantes”, madres, “chicas” y “preciosuras de pelo castaño”. Las situaciones de varios de los cuentos se basan en la vida en el ejército y la armada, mientras que el último trata sobre una banda de chicos que hacen bromas en la escuela. El lenguaje tiene cierta crudeza informal: “de cuarta”, etc. También aparecen los tics de un escritor joven, como el uso excesivo de verbos explicativos en los diálogos (cosa que también se traslada a La subasta: “recordó Edipa”, “dijo Di Presso, mirándolo de reojo”, “concedió Di Presso”, “explicó Metzger”), y hay adjetivaciones y descripciones muy logradas (“Hablaba con un acento preciso y seco de Beacon Hill”), nombres extravagantes y diálogos sintéticos (“Se acercó a donde comía Picnic y le dijo: ‘Adivina qué’. ‘Me imaginaba’, dijo Picnic”).
Lo interesante es la compleja posición del autor/narrador respecto del libro, los personajes, la lengua y el lector en esta etapa de la carrera de Pynchon. En ambos libros, opera del modo tradicional: el autor adopta la máscara del narrador (en tercera persona omnisciente) para relatar con un tono y un léxico determinados los sucesos que les ocurren a una serie de personajes. En los cuentos, el autor/narrador permanece, ante todo, en segundo plano: su singularidad estilística pasa más desapercibida y sigue viva la ilusión de que se trata de una realidad familiar aunque alternativa. En cambio, en La subasta del lote 49 aparece más en primer plano, y somos conscientes todo el tiempo del narrador perspicaz y, a través o detrás de él, del autor lúdico, en parte debido a la diestra combinación de palabras muy cultas (“pasillo anular”, “pasillos radiales”, “mohín”) con referencias de la cultura pop (Road Runner), y en especial por los ingeniosos juegos de palabras que inventa al ponerles nombre a los personajes: entendemos que no se espera que le creamos a una mujer llamada Edipa Maas ni a un hombre llamado Stanley Koteks, y dejamos de prestarle atención a la historia para detenernos en el artificio y artífice. Lo que comparten los dos libros es la sensación de que el autor controla muy de cerca a los personajes, la lengua, el libro y probablemente también al lector. A veces, logra el control mediante su dominio de un estilo de prosa o gracias a alguna idea seductora (“Chirriantes, resonantes o como huellas de rayas oscuras hechas por zapatillas y grabadas sobre una delgada capa de humedad, los pasos de la Junta se adentraron en la casa del rey Yrjö, pasaron ante unos espejos trumeau que les devolvían sus imágenes oscuras y desdibujadas, como si se guardaran una parte a modo de costo de entrada”): he aquí el control por persuasión. A veces, por otro lado, el joven autor desborda la elocuencia y termina apelando al exceso de elocuencia, hasta desplegar un poder sobre la mismísima lengua que quizás roza el control por coerción.
Elegí leer las historias antes que la introducción del propio Pynchon (más allá de las primeras oraciones, que explican cuántos años tienen los cuentos: ya más de veinte cuando se recopilaron, y de esa publicación hace otros veinte, por lo que estamos hablando de textos de mucho tiempo atrás). La introducción es bastante extensa y podría condicionar nuestra reacción a los cuentos si la leemos primero, como tal vez sea la intención. De hecho, como hay una introducción tan larga, en este libro el autor se presenta explícitamente en primer plano e implícitamente en segundo plano, tras la máscara del narrador. Frente a la pregunta por el predominio de los personajes masculinos en las historias, donde hay hombres de acciones contundentes y mujeres en su mayoría decorativas o útiles para los hombres (la estudiante que sirve comida, la bailarina de ballet con los dedos de los pies congelados), algo que tiende a excluir o intimidar incluso al público femenino más comprensivo, el propio Pynchon se explica en parte al enumerar algunas de sus influencias de esa época, marcadamente masculinas: Eliot, Hemingway, Kerouac, Saul Bellow, Herbert Gold, Philip Roth, Norman Mailer.
Si buscamos algo más que mera capacidad o incluso pericia en estas historias tempranas, si buscamos la experiencia reciente o la imagen trascendente que promete el futuro del joven escritor, se nos recompensa muy seguido, como con esta imagen de la última historia de la colección: “La integración