El liceo en tiempos turbulentos. Cristian Bellei
Particularmente los jóvenes de liceos municipales acusan discriminación y estigmatización por parte de sus profesores vinculadas a una visión estereotipada que asocia nivel sociocultural, rendimiento y comportamiento (Muñoz, 2007; González y Rojas, 2009). Así, los jóvenes consideran que no son tratados de forma igualitaria, ya que los docentes tienden a favorecer a los estudiantes de mejor rendimiento, en desmedro de aquellos que han presentado problemas conductuales o académicos (Tijmes, 2012). Adicionalmente, los jóvenes acusan falta de preocupación por las demandas de los estudiantes que han sido tachados de problemáticos (Muñoz, et al., 2014).
En suma, desde la perspectiva de los jóvenes, el espacio escolar estaría marcado por vastos conflictos derivados de la falta de diálogo y entendimiento entre estudiantes y adultos, y la escasa apertura de la institución escolar a las diferentes expresiones juveniles. No obstante, el conflicto dentro de los liceos tendería a ser minimizado o invisibilizado por los adultos, pues, por un lado, los docentes se focalizan en los conflictos entre alumnos y, por otro, es reprimido con restricciones, normativas y disciplina que reflejan indiferencia hacia la postura de los estudiantes. Según Villalta et al. (2007), esto se explica porque los docentes sienten una sobrecarga de tareas. Más aun, en los casos en que el conflicto es asumido, se lo trata sin considerar los problemas de fondo, que tienen relación con las necesidades de los sujetos inmersos en relaciones de poder dentro de un contexto institucional (González y Rojas, 2009).
Finalmente, la evidencia muestra la relevancia de la violencia en los liceos. Según Berger et al. (2011), la violencia escolar es dinámica e involucra a todos los actores del establecimiento; así, los comportamientos agresivos no se circunscriben al grupo juvenil, también se observan entre adultos y estudiantes (Ramos y Redondo, 2004; Tijmes, 2012), aunque ésta es menos común. Entre pares, lo más frecuente es el ataque verbal: burlarse, molestar y hacer bromas (Ramos y Redondo, 2004; Tijmes, 2012; Villalta et al., 2012); en tanto, desde los adultos a los jóvenes las agresiones más comunes serían la imposición de autoridad, gritos y ridiculización (Ramos y Redondo, 2004). En términos de distribución, la violencia sería mayor en los cursos menores (Contador, 2001; García y Madriaza, 2005; Muñoz, 2007; Tijmes, 2012), en los liceos municipales (Guerra et al., 2012; Tijmes, 2012) y entre los hombres (Guerra et al., 2012), aunque entre las mujeres habría mayor violencia verbal, rechazos y amenazas (Berger et al., 2011). Según los jóvenes, los adultos naturalizan la violencia y el uso de medios coercitivos, punitivos y agresivos como manera de disciplinar y poner límites (Muñoz, 2007; Berger et al., 2011), y ante situaciones de agresión entre pares, muestran desinterés, no intervienen o lo hacen de forma pasiva (Villalta et al., 2007; Muñoz et al., 2007).
De acuerdo a esta línea de investigación, las bromas, burlas, hostigamiento y algunas formas de violencia física tienen un fuerte componente simbólico y social entre los jóvenes (Zarzuri y Ganter, 2002), emergiendo como una estrategia de conocimiento, ordenamiento y jerarquización del espacio social, y construcción de identidades (García y Madriaza, 2004; Berger, 2011); en otros casos, los jóvenes interpretan la violencia como forma de catarsis o desahogo frente a problemas personales, reacción a sentirse marginados, rebeldía y desafío hacia los profesores o autoridades; respuesta a la presión que sienten por los estudios; y mecanismo de entretención frente al aburrimiento que producen largas y rutinarias jornadas escolares (García y Madriaza, 2005; Berger, et al., 2011; Muñoz et al., 2007).
Participación estudiantil en el espacio liceano
La participación estudiantil en el contexto escolar se ha comprendido y canalizado fundamentalmente a través de marcos normativos que promueven organizaciones internas y regulan su capacidad de acción e intervención. En este contexto, los centros de alumnos y luego los consejos escolares son hoy en día las dos instancias formales de participación estudiantil que tienen lugar en los establecimientos de educación media.
Los centros de alumnos responden a una lógica de democracia representativa donde la participación es delegada a un cierto número de miembros elegidos. Según algunos autores su definición legal encierra al menos tres elementos críticos para la participación efectiva y autónoma de los estudiantes: 1) la participación del conjunto de estudiantes se reduce al voto para la elección de representantes; 2) el reglamento interno del centro de estudiantes no es aprobado de manera autónoma por el alumnado sino que es resuelto en una comisión donde además participan el director, un profesor designado por el consejo de profesores, el presidente de CCPP y un orientador; 3) el centro de alumnos debe contar con un asesor cuya función es orientar las actividades del centro, que es propuesto por los estudiantes pero elegido finalmente por el director (Pérez, 2007; Inzunza, 2009).
Estudios de fines de la década de los noventa y principios de los dos mil daban cuenta que los estudiantes tenían poco interés en participar de los centros de alumnos, pues los consideraban organizaciones intervenidas por los adultos y con escaso poder de participación efectiva (Edwards et al., 1995; Cerda et al., 2000). Una década después, nuevos estudios reafirman tales hallazgos: los estudiantes no perciben el centro de alumnos como un espacio de representación efectiva o una forma adecuada para la participación (Aparicio, 2013), cuestionan el real alcance de la participación y representatividad, y perciben que aun desde la figura de representante estudiantil, las autoridades no los escuchan, no les brindan espacio para tratar los temas que a ellos les interesa y no los convocan a ser parte de reuniones resolutivas (González y Medina, 2011; Aparicio, 2013). Según Villalobos (2014), en la práctica cotidiana, las instancias participativas y resolutivas para la toma de decisiones en los liceos que involucren estudiantes siguen siendo muy reducidas.
La principal crítica en torno a la participación de los centros de alumnos es que esta se vería reducida a la organización de actividades recreacionales y celebratorias (como el día del alumno o del profesor), a la recolección de fondos para la mejora de las condiciones del establecimiento y, en los mejores casos, a la proposición de talleres para desarrollar en horas de libre disposición o extracurriculares (Cerda et al., 2000; Pérez, 2007; González y Medina, 2011; Aparicio, 2013). En los liceos de sectores populares, la participación de los centros de estudiantes estaría aún más circunscrita a la recaudación de fondos que permitan ayudar a solventar problemas de la misma comunidad, como enfermedades o cesantía de alguno de sus miembros, mientras que en el otro polo, en los liceos emblemáticos la participación se ligaría a un carácter político e ideológico, donde la finalidad es la mejora de las condiciones estudiantiles y una reivindicación social que trasciende el liceo y se enmarca en la demanda del movimiento nacional (González y Medina, 2011).
Por otro lado, los jóvenes dan cuenta de la existencia de severas limitaciones para la participación de los centros de alumnos en el quehacer de los liceos. Entre ellas se cuenta la intervención de profesores asesores y directivos en el diseño y planificación de sus actividades (Aparicio, 2013) y en ciertos casos la intervención de profesores asesores en la toma de decisiones de los estudiantes (Cerda et al., 2001), una actitud de vigilancia y control sobre las actividades que realizan (Cerda et al., 2000; Pérez, 2007; González y Medina, 2011); falta de espacios y tiempos para realizar reuniones del centro o asambleas de todos los cursos (González y Medina, 2011) y restricciones para el uso del liceo en actividades de los jóvenes (Cerda et al., 2001).
Otra limitación de los centros de alumnos tiene relación con la imagen que los adultos tienen de los dirigentes estudiantiles. Estos tienden a ser infantilizados a partir de su condición juvenil, comúnmente asociada a la inmadurez, irresponsabilidad y ausencia de discernimiento (Cerda et al., 2000). De este modo, los adultos consideran que los jóvenes no tienen las capacidades para participar en sus centros (Aparicio, 2013) o bien que tienen una cierta incapacidad para asumir su propia organización, y lograr niveles de participación y gestión óptimos (Inzunza, 2009). En este contexto, algunos directivos y profesores entenderían que el rol de los adultos es señalarles a los estudiantes el camino correcto y mantener un cierto control sobre las organizaciones estudiantiles (Cerda et al., 2001). Además, los liceos parecen esperar dirigentes que respondan a diversos criterios de excelencia académica y personal, es decir buenos alumnos (Cerda et al., 2000; González y Medina, 2011). Sin embargo, la contradicción esencial se revela en la marginación de las expresiones juveniles; la escuela se define como un