Una relación especial. Douglas Kennedy

Una relación especial - Douglas  Kennedy


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Henry...

      —Bardett. Se puso enfermo. Una úlcera. Y me hicieron venir desde Tokio hace unos diez días.

      —Yo trabajé en Tokio. Hace cuatro años.

      —Bueno, es evidente que te sigo por todo el mundo.

      Se oyó un ruido de pasos cerca. Nos pusimos alerta. Tony cogió el rifle que había dejado apoyado en la roca. Luego oímos los pasos aproximarse. Nos levantamos y vimos a una mujer somalí que venía corriendo por el camino, con un niño en brazos. La mujer no podía tener más de veinte años y el bebé no más de dos meses. La madre estaba esquelética y el niño inquietantemente inmóvil. En cuanto nos vio, ella se puso a gritar en una lengua que ninguno de los dos comprendió, gesticulando como una loca y señalando el arma en manos de Tony. Él la entendió inmediatamente y tiró el arma a las aguas turbulentas del río, añadiéndola a los restos que flotaban corriente abajo. El gesto sorprendió a la mujer. Pero cuando se volvía hacia mí y empezaba a suplicar de nuevo, le fallaron las piernas. Entre Tony y yo la agarramos y la sostuvimos de pie. Miré al niño sin vida que seguía apretando en sus brazos. Miré al inglés. Él asintió en dirección al helicóptero de la Cruz Roja. Rodeamos su escuálida cintura entre los dos e iniciamos el lento trayecto de vuelta al claro donde habíamos aterrizado.

      Cuando llegamos, fue un alivio comprobar que había varios Jeep del ejército somalí cerca del helicóptero y que los saqueadores estaban bajo control. Acompañamos a la mujer al pasar junto a los soldados y nos dirigimos en línea recta al helicóptero de la Cruz Roja. Dos miembros del grupo seguían descargando suministros.

      —¿Quién es médico aquí? —pregunté.

      Uno de los hombres me miró, vio a la mujer y al bebé y se puso en marcha, mientras su colega nos pedía educadamente que nos largáramos.

      —Ya no pueden hacer nada.

      Y resultó que tampoco había ninguna posibilidad de que nos dejaran volver hacia el pueblo inundado, porque el ejército somalí lo había bloqueado. Cuando localicé al jefe de médicos de la Cruz Roja y le hablé de los habitantes refugiados en una colina a unos dos kilómetros de allí, dijo, con un marcado acento suizo:

      —Ya lo sabemos. Les mandaremos el helicóptero en cuanto el ejército nos dé permiso.

      —Déjenos ir con ustedes —dije.

      —No puede ser. El ejército solo permite que vayan tres miembros del equipo en su vuelo.

      —Dígales que formamos parte del equipo —dijo Tony.

      —Tenemos que mandar al personal médico.

      —Mande a dos —dijo Tony— y deje que uno de nosotros...

      Pero nos interrumpió la llegada de un oficial del ejército. Dio una palmada a Tony en el hombro.

      —Usted... documentación.

      Luego me tocó a mí.

      —Usted también.

      Le entregamos nuestros respectivos pasaportes.

      —Papeles de la Cruz Roja —pidió.

      Cuando Tony empezó a inventarse una historia rocambolesca para justificar que nos los habíamos dejado en casa, el oficial levantó los ojos al cielo y pronunció la palabra maldita:

      —Periodistas.

      Luego se volvió hacia los soldados y dijo:

      —Metedlos en el próximo helicóptero a Mogadiscio.

      Volvimos a la capital prácticamente bajo custodia. Cuando aterrizamos en un aeródromo militar, en las afueras de la ciudad, casi esperaba que nos retuvieran bajo arresto. Pero en lugar de eso, uno de los soldados del avión me preguntó si tenía dólares americanos.

      —Podría ser —contesté. Y luego, por probar, le pregunté si, por diez dólares, nos podía buscar un vehículo para llegar al Central Hotel.

      —Si me da veinte, le busco un coche.

      Llegó a ordenar a un Jeep que nos llevara. Por el camino, Tony y yo hablamos por primera vez desde que nos habían puesto bajo custodia.

      —No hay mucho que escribir, ¿verdad? —dije.

      —Seguro que los dos nos inventaremos algo.

      Encontramos dos habitaciones en la misma planta, y quedamos en vernos en cuanto hubiéramos mandado nuestros artículos. Un par de horas más tarde, poco después de que enviara por correo electrónico no más de setecientas palabras sobre el caos general del valle del río Juba, el espectáculo de los cadáveres flotando en el río, el caos de las infraestructuras, y la experiencia de ser atacada por las fuerzas rebeldes en un helicóptero de la Cruz Roja, alguien llamó a la puerta.

      Era Tony, con una botella de whisky y dos vasos en la mano.

      —Esto promete —dije—. Pasa.

      No se fue hasta las siete de la mañana siguiente, cuando nos marchamos para no perder el primer avión de vuelta a El Cairo. Desde el momento en que lo vi en el helicóptero, supe que inevitablemente acabaríamos en la cama si se presentaba la oportunidad. Porque así era como funcionaba aquel juego. Los corresponsales en el extranjero pocas veces tenían cónyuges o «parejas estables», y la mayoría de las personas que conocías por tu trabajo no solían ser de la clase con la que te apetecería compartir la cama ni diez minutos, y mucho menos una noche.

      Pero cuando me desperté junto a Tony, me asaltó una idea: «Vive en el mismo sitio que yo». Lo cual me condujo a algo que para mí era un pensamiento insólito: «Tengo ganas de volver a verlo. De hecho, me encantaría volver a verlo esta misma noche».

      2

      Nunca me he considerado una sentimental. Al contrario, siempre me he reconocido una cierta tendencia a cortar por lo sano cuando se trata de amoríos: algo que me echó en cara mi único prometido hace unos siete años, cuando rompí con él. Se llamaba Richard Pettiford y era un abogado de Boston: listo, culto y emprendedor. Y me gustaba de verdad. El problema era que también me gustaba mi trabajo.

      —Siempre estás huyendo —se quejó, cuando le expliqué que me habían dado la corresponsalía del Post en Tokio.

      —Es un ascenso profesional importante —dije.

      —Eso dijiste cuando te fuiste a Washington.

      —Aquello fue solo un destino de seis meses, y nos veíamos todos los fines de semana.

      —Pero también era una fuga.

      —Era una gran oportunidad. Como ir a Tokio.

      —Yo también soy una gran oportunidad.

      —Tienes razón —admití—. Lo eres. Pero yo también. Ven a Tokio conmigo.

      —Si me voy no me harán socio —dijo.

      —Y si me quedo, no seré una buena esposa.

      —Si me quisieras de verdad, te quedarías.

      Me reí y dije:

      —Entonces supongo que no te quiero.

      Lo cual acabó con una relación de dos años en el acto, porque cuando admites algo así, no hay marcha atrás. Aunque me entristeció profundamente que no «hubiéramos salido adelante» (para tomar prestada una expresión que Richard utilizaba demasiado a menudo), también sabía que no podía ejercer el papel de ama de casa que él me ofrecía. De todos modos, de haber aceptado aquel papel, mi pasaporte ahora solo contendría unos cuantos sellos de las Bermudas y otros centros de vacaciones, en lugar de las veinte páginas repletas de visados que había acumulado con los años. Y sin duda no habría acabado sentada en un avión de Addis Abeba a El Cairo, complacida en entonarme con un inglés encantador y cínico con el que solo había pasado una noche.

      —¿De verdad que nunca has estado casada? —preguntó Tony cuando apagaron las


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