Una relación especial. Douglas Kennedy
en El Cairo supieran que éramos pareja. No porque nos molestara el cotilleo, sino más bien porque creíamos que no era asunto suyo. Así que, en público, seguíamos comportándonos como si solo fuéramos colegas profesionales.
O, al menos, es lo que yo creía, hasta que Wilson, el corresponsal fofo del Daily Telegraph, dejó claro lo contrario. Me había llamado a la oficina para invitarme a almorzar, con la excusa de que ya era hora de que nos sentáramos a charlar un rato. Lo dijo con su estilo algo pomposo, como si fuera una invitación real, o como si me estuviera haciendo un favor invitándome a la cafetería del Hotel Semiramis. Resultó que utilizó el almuerzo para sonsacarme información sobre una serie de ministros del gobierno egipcio y para obtener el mayor número de contactos locales posibles. Cuando de repente sacó a colación a Tony, me pilló por sorpresa, considerando el cuidado que habíamos tenido en mantenernos apartados del ojo público. Aquello era completamente ingenuo, si se tiene en cuenta que en una ciudad como El Cairo, los periodistas saben hasta lo que comen sus colegas para desayunar. Aun así no estaba preparada para oírle preguntar:
—¿Cómo está el señor Hobbs estos días?
Intenté no parecer aturdida por la pregunta.
—Supongo que está estupendamente.
Wilson, notando mi reticencia, sonrió.
—¿Lo supones?
—No puedo responder por su felicidad.
Otra de sus untuosas sonrisas.
—Ya.
—Pero si tanto te interesa —dije— deberías llamarlo a la oficina.
Ignoró ese comentario y añadió:
—Es un personaje interesante, Hobbs.
—¿En qué sentido?
—Bueno, es famoso por su legendaria imprudencia, y por su incapacidad para tener contentos a los jefes.
—No lo sabía.
—En Londres es públicamente conocido que Hobbs es más bien un desastre para el juego político en la oficina. Es una mina ambulante, pero es un gran periodista y por eso se le ha tolerado tanto tiempo.
Me miró, esperando una respuesta. No dije nada. Él volvió a sonreír, tras decidir que mi silencio era una prueba más de mi incomodidad (y tenía razón). Luego añadió:
—Y estoy seguro de que eres consciente de que, respecto a los vínculos emocionales, siempre ha sido un poco... bueno, ¿cómo podría decirlo discretamente? Una especie de toro rabioso, supongo. Pasa de una mujer a otra como...
—¿Este comentario tiene algún propósito? —pregunté como si nada.
Esa vez fue él quien se sobresaltó, aunque lo demostró de una forma casi teatral.
—Era solo por entablar conversación —dijo, simulando asombro—. Y evidentemente quería cotillear. Tal vez el rumor más insistente sobre el señor Anthony Hobbs es que finalmente una mujer le rompió el corazón. Ya lo sé, es un viejo cotilleo, pero...
Se calló, dejando la historia colgada a propósito. Como una tonta, pregunté:
—¿Quién era la mujer?
Fue entonces cuando Wilson me habló de Elaine Plunkett. Escuché con inquieto interés y con creciente disgusto. Wilson habló en voz baja y conspiradora, a pesar de que su tono superficial era ligero y frívolo. Eso era algo que yo había empezado a notar en un cierto tipo de ingleses, especialmente cuando hablaban con un estadounidense (o, aún peor, con una estadounidense). Nos consideraban tan formales, tan lentos pero aplicados en todos nuestros proyectos, que intentaban alterar nuestra seriedad con una ironía ligera como una pluma, como si nada de lo que dijeran revistiera importancia..., aunque todo cuanto dijeran fuera decisivo.
Sin duda, ese era el estilo de Wilson, y encerraba una vena de secreta malicia. Aun así escuché atentamente todo lo que me dijo. Porque hablaba de Tony, de quien yo estaba enamorada.
En ese momento, por cortesía de Wilson, me enteraba de que otra mujer, una periodista irlandesa que trabajaba en Washington llamada Elaine Plunkett, le había roto el corazón a Tony. Sin embargo, no dejé que eso me angustiara, no quería hacer el papel de la idiota celosa y atormentarme con la idea de que la tal Plunkett pudiera ser la única que lo hubiera conquistado... o algo peor, el amor de su vida. Lo que sentía era una profunda repulsión por el juego de Wilson, y decidí que se merecía una bofetada. Fuerte. Pero esperé el momento adecuado en su monólogo para atacar.
—... por supuesto, después de que Hobbs se echara a llorar frente a nuestro hombre en Washington... ¿Conoces a Christopher Perkins? Enormemente indiscreto... Bueno, Hobbs lloriqueó un poco un día que salió a emborracharse con Perkins. En veinticuatro horas, la historia corría por todo Londres. Nadie podía creerlo, el duro Hobbs destrozado por una periodis...
—¿Como yo, quieres decir?
Wilson rio de forma fatua, pero no respondió.
—¿Qué? Anda, contesta la pregunta —dije, con voz fuerte e irónica.
—¿Qué pregunta? —preguntó Wilson.
—¿Soy como esa Elaine Plunkett?
—¿Cómo voy a saberlo? No llegué a conocerla.
—Sí, pero yo soy periodista, como ella. Y también salgo con Tony Hobbs, como ella.
Un largo silencio. Wilson intentó no inmutarse. No lo logró.
—No lo sabía... —dijo.
—Mentiroso —dije, riendo.
La palabra le golpeó como una bofetada en la cara.
—¿Qué has dicho?
Le dediqué una enorme sonrisa, y dije:
—Te he llamado mentiroso. Que es lo que eres.
—La verdad, pienso...
—¿Qué? ¿Que puedes jugar a un jueguecito malicioso como ese conmigo, y salirte con la tuya?
Agitó el trasero en la silla y apretó un pañuelo que tenía en la mano.
—De verdad que no pretendía ofenderte.
—Sí lo pretendías.
Empezó a buscar al camarero con los ojos.
—Tengo que irme.
Me incliné hacia él, hasta tener la cara a un centímetro de la suya. Y manteniendo mi tono jovial y desapegado, le dije:
—¿Sabes qué te digo? Eres como todos los bravucones que he conocido. Te vas con el rabo entre las piernas en cuanto te plantan cara.
Se levantó y se marchó sin disculparse. Los ingleses nunca se disculpan.
—Estoy seguro de que los americanos tampoco se deshacen en excusas —dijo Tony cuando se lo comenté.
—Están más educados en ese sentido que vosotros.
—Eso es porque los educan en la culpabilidad latente típica de los puritanos y la idea de que todo tiene un precio.
—Mientras que los ingleses...
—Creemos que podemos salir impunes de todo, quizá.
Estuve tentada de contarle mi conversación con Wilson. Pero decidí que nada bueno podía salir de que él supiera que yo estaba al tanto de Elaine Plunkett. Por el contrario, temía que se sintiera vulnerable... o, aún peor, avergonzado (el estado emocional más temido por los ingleses). En cualquier caso, no quería decirle que después de oír la historia de Elaine Plunkett lo amaba aún más. Porque había descubierto que era tan sensible como cualquiera de nosotros. Y eso me gustaba. Su fragilidad era curiosamente reconfortante: un recordatorio de que también él podría resultar herido.
Dos semanas después, se me presentó la oportunidad de