Una relación especial. Douglas Kennedy

Una relación especial - Douglas  Kennedy


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      —Nada grave, es mi almuerzo anual con el editor —dijo como si nada—. ¿Qué tal un par de días en el Savoy?

      No necesitó convencerme. Solo había estado en Londres una vez. Fue en los ochenta, antes de mis destinos en el extranjero, en uno de esos viajes locos de dos semanas por varias capitales europeas que incluían cuatro días en Londres. Pero me gustó lo que vi. La verdad es que solo vi unos cuantos monumentos y museos, un par de obras de teatro interesantes, y un atisbo de la clase de vida residencial lujosa que vivían los que se podían permitir una casa en Chelsea. En resumen, mi visión de Londres era parcial, por decir algo.

      Por otro lado, una habitación en el Savoy tampoco te da precisamente una visión deprimida y sucia de Londres. Por el contrario, me impresionó la suite que nos dieron con vistas al Támesis, y la botella de champán que nos esperaba en un cubo con hielo.

      —¿Siempre trata así el Chronicle a sus corresponsales en el extranjero? —pregunté.

      —Qué va —dijo—. Pero el director del hotel es un viejo amigo. Nos conocimos cuando él dirigía el Intercontinental en Tokio, y por eso me hospeda cuando estoy en la ciudad.

      —Vaya, qué alivio —dije.

      —¿Qué?

      —Que no hayas vulnerado una de las normas básicas del periodismo: no pagar nada con tu dinero.

      Se rio y me tiró encima de la cama. Me sirvió una copa de champán.

      —No puedo —dije—. Estoy tomando antibióticos.

      —¿Desde cuándo?

      —Desde ayer, cuando fui al médico de la embajada porque tengo la garganta irritada.

      —¿Tienes la garganta irritada?

      Abrí mucho la boca.

      —Mira.

      —No, gracias —dijo—. ¿Por eso no has bebido en el avión?

      —No se pueden mezclar el alcohol y los antibióticos.

      —Deberías habérmelo dicho.

      —¿Por qué? Solo es una garganta irritada.

      —¡Mira que eres dura!

      —Así soy yo.

      —Pues estoy muy decepcionado. ¿Con quién voy a beber los próximos días?

      De hecho, aquella era una pregunta más bien retórica, porque Tony tuvo mucha gente con la que beber los siguientes tres días que pasamos en Londres. Había quedado para salir cada noche con varios amigos y colegas periodistas. Sin excepciones, me gustaron todos sus compinches. Estaba Kate Medford, una antigua colega del Chronicle que entonces presentaba las noticias de última hora de la tarde en Radio 4 de la BBC, y que nos invitó a cenar (con su marido oncólogo, Richard) en su casa de un frondoso barrio, Chiswick. Hubo una noche muy regada con alcohol (al menos para Tony) con un periodista llamado Dermot Fahy, que trabajaba en el Independent y era un gran conversador. También era un calavera redomado que se pasó toda la noche sonriéndome impúdicamente, para gran diversión de Tony (como me diría más tarde, «Dermot lo hace con todas las mujeres», a lo que tuve que contestarle «vaya, muchas gracias»). También me presentó a un ex-periodista del Telegraph llamado Robert Mathews que había ganado bastante dinero con su primer thriller tipo Robert Ludlum. Insistió en invitarnos a una cena absurdamente cara en el Ivy, pidió botellas de vino de sesenta libras y bebió en exceso, y pronto nos obsequió con anécdotas oscuramente graciosas sobre su reciente divorcio, historias que contó con estilo brillante, expresión impasible y autoironía, disimulando un dolor íntimo enorme.

      Todos los amigos de Tony eran conversadores de primera fila que disfrutaban trasnochando y bebiendo tres vasos de vino de más, y (eso me impresionó tremendamente) sin hablar nunca en serio de sí mismos. A pesar de que hacía un año que Tony no los veía, el trabajo solo se mencionó de pasada («¿Todavía no te ha disparado nadie de la Yihad Islámica, Tony?», y cosas así) y nunca en profundidad. Si salían a colación temas personales, como el divorcio de Robert, se le daba un cierto toque sardónico. Incluso cuando Tony se informó con tacto sobre la hija adolescente de Kate (quien resultó estar manteniendo una relación casi fatal con la anorexia), ella dijo:

      —Bueno, es como lo que dijo Rossini de las óperas de Wagner: hay algunos cuartos de hora espléndidos.

      Y así se saldó el tema.

      Lo más intrigante de aquel estilo de discurso era la forma en que todos diseminaban la información suficiente para que los demás estuvieran al tanto del estado de las vidas respectivas, pero, inexorablemente, cada vez que la charla se desviaba hacia lo personal, era reconducida con rapidez hacia temas menos individuales. Enseguida percibí que hablar mucho rato de algo privado en una reunión de más de dos personas era algo que sencillamente no se hacía... sobre todo delante de una extraña como yo. Sin embargo, me gustaba bastante esa clase de conversación, y el hecho de que tomar el pelo se considerara un empeño meritorio. Siempre que se mencionaba algún suceso grave del día, lo matizaba una vena de acritud y de absurdo. Nadie se apuntaba al apasionamiento que tan a menudo caracterizaba el debate en una cena de estadounidenses. Por otro lado, como me dijo Tony en una ocasión, la gran diferencia entre yanquis y británicos era que los estadounidenses creían que la vida era seria, pero había esperanza, mientras que los ingleses creían que la vida no tenía esperanza, pero no era seria.

      Tres días de sobremesas en Londres me convencieron de esta verdad, como me convencieron también de que podía quedar bien entre aquellas chanzas. Tony me estaba presentando a sus amigos y parecía encantado de que me integrara con tanta facilidad. Yo estaba igual de encantada de que me exhibiera. Y yo también quería exhibir a Tony, pero mi única amiga en Londres, Margaret Campbell, estaba fuera de la ciudad aquellos días. Mientras Tony comía con su editor, yo me fui en metro a Hampstead, paseé por las callejuelas residenciales de lujo, y me pasé una hora merodeando por el parque, pensando todo el rato para mis adentros: «Qué bonito es esto». Puede que tuviera que ver un poco con el hecho de que, después de la locura urbanística de El Cairo, Londres de entrada parecía un parangón de orden y limpieza. Sin duda, después de un día, también percibí la basura en las calles, las pintadas, la población sin techo que dormía al raso, y el tráfico incesante. Pero aquellas miserias urbanas solo me parecían atributos esenciales de la vida metropolitana.

      También influía el pequeño detalle de que estaba en Londres con Tony, y eso hacía que la ciudad me pareciera aún mejor. El mismo Tony lo admitió, y me dijo que por primera vez en años se sentía a gusto en Londres.

      No habló mucho del almuerzo con su editor, solo me dijo que había ido bien. Pero dos días después me dio detalles de la reunión. Hacía una hora que habíamos despegado hacia El Cairo cuando se volvió hacia mí y dijo:

      —Tengo que hablar contigo de algo.

      —Parece serio —dije, dejando la novela que estaba leyendo.

      —No es serio. Solo interesante.

      —¿Eso quiere decir...?

      —No quise hablar de ello mientras estábamos en Londres, porque no quería pasarme los dos últimos días discutiendo.

      —¿Discutiendo sobre qué exactamente?

      —Discutiendo que, durante el almuerzo con el editor, me ofreció un nuevo trabajo.

      —¿Qué nuevo trabajo?

      —Jefe de redacción de la sección de Internacional del periódico.

      Tardé un momento en asumirlo.

      —Felicidades —dije—. ¿Has aceptado?

      —Por supuesto que no. Porque...

      —¿Qué?

      —En fin... porque quería hablar contigo primero.

      —¿Porque representa el traslado a Londres?

      —Por


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