Una relación especial. Douglas Kennedy
informada.
Había oído esa frase docenas de veces en los últimos diez días. El juego de la caza de la casa era tierra incógnita para mí. Pero Margaret resultó ser una guía astuta. Por las mañanas, después de dejar a los niños en la escuela, me llevaba con el coche por distintos barrios. Tenía olfato para las zonas que se estaban rehabilitando, y las que era mejor evitar. Debimos de ver al menos veinte propiedades en aquella primera semana y seguimos siendo la plaga de todos los agentes inmobiliarios que encontramos. «Las horribles estadounidenses» nos llamábamos a nosotras mismas..., siempre educadas, pero haciendo demasiadas preguntas, hablando directamente de los defectos que veíamos, cuestionando de forma sistemática el precio exigido y (en el caso de Margaret) con más conocimiento del complejo laberinto de la propiedad londinense de lo que se esperaba de una yanqui. Debido a la necesidad de encontrar algo antes de que yo empezara a trabajar, la búsqueda se convirtió en una lucha contra el tiempo. Por eso apliqué las habituales habilidades de una periodista metida en harina, con lo que quiero decir que conseguí saberlo todo del tema (si bien de forma totalmente superficial) en el plazo más breve posible. Cuando Margaret volvía a casa con los niños por la tarde, yo me metía en el metro para buscar en otra zona. Repasaba la proximidad a hospitales, escuelas, parques y todas esas «necesidades maternas» (como las llamaba Margaret sarcásticamente) que ahora debía tener en cuenta.
—Esta no es mi idea de cómo pasar un buen rato —dije a Sandy por teléfono pocos días después de empezar la búsqueda—. Sobre todo porque la ciudad es increíblemente grande. Aquí no existe nada parecido a un paseo por la ciudad. Todo es una expedición, y no me acordé de meter el salacot en la mochila.
—Con eso destacarías entre la multitud.
—No creo. Esto es el crisol de los crisoles, lo cual significa que aquí nadie destaca. No es como Boston.
—Mira la chica de la gran ciudad. Seguro que en Boston la gente es más simpática.
—Por supuesto, porque es pequeño. En Londres no hace falta ser simpático.
—¿Porque es grande?
—Sí, y porque es Londres.
Eso era lo más intrigante de Londres: su frialdad. Tal vez tenía que ver con el temperamento reticente de los nativos.
Tal vez era que la ciudad era demasiado enorme, heterogénea y contradictoria. No sé por qué razón, pero durante mis primeras semanas en Londres, a menudo pensé: esta ciudad es como una de esas largas novelas victorianas, en las que se mezclan continuamente las vidas de ricos y pobres, y donde la narración siempre se extiende tanto que nunca llegas a entender totalmente la trama.
—Es más o menos así —dijo Margaret cuando le expresé mi teoría unos días después—. Aquí nadie es muy importante. Porque Londres achica incluso los egos más grandes. Pone a todo el mundo en su sitio. Sobre todo porque los ingleses desprecian el engreimiento.
Aquella era otra de las contradicciones curiosas de la vida londinense: era fácil confundir el desapego inglés con arrogancia. Cada vez que abría un periódico y leía un relato sensacional sobre una pequeña celebridad envuelta en algún escándalo de cocaína y fianzas, me quedaba claro que aquella era una sociedad que trataba con mucha dureza a cualquiera que cometiera el pecado de la presunción. No obstante, al mismo tiempo, muchos de los agentes inmobiliarios con los que traté se comportaban con una pomposidad que contradecía sus orígenes, generalmente de clase media, sobre todo cuando ponías en duda los absurdos precios que pedían por propiedades de escaso valor.
—Es precio de mercado, señora —era la respuesta desdeñosa habitual, con cierto énfasis altanero en la palabra «señora», para hacerme sentir un respeto más bien condescendiente.
—«Respeto condescendiente» —dijo Margaret, repitiendo mi frase en voz alta mientras nos dirigíamos hacia el sur—. Me gusta, aunque sea un perfecto oxímoron. De todos modos, hasta que vine a vivir a Londres, era incapaz de discernir dos emociones contradictorias agazapadas detrás de una frase aparentemente inocente. Los ingleses son únicos cuando se trata de decir una cosa y querer decir lo...
No llegó a terminar la frase, porque una camioneta blanca que salió de la nada estuvo a punto de chocar contra nosotras. La camioneta paró con un chirrido de frenos. El chófer —un tipo de unos veinte años con el pelo casi rapado y mala dentadura— se acercó a nosotras en tromba. Irradiaba agresividad.
—¿Qué cojones cree que hace? —dijo.
Margaret no se mostró en absoluto afectada por su beligerancia, y menos aún por su lenguaje.
—A mí no me hable así —dijo, con una voz fría y perfectamente controlada.
—Hablo como me da la gana, puta.
—Gilipollas —le dijo ella devolviéndosela, y arrancó el coche, dejando al tipo en medio de la calle, gesticulando furiosamente.
—Encantador —dije.
—Era un ejemplo de una especie inferior llamada hombre de la camioneta blanca —dijo—. Es indígena de Londres, y se muere por una pelea. Sobre todo si tú conduces un buen coche.
—Tu sangre fría es impresionante.
—Otro consejo para poder vivir en esta ciudad: no intentes adaptarte y no intentes apaciguar a nadie.
—Lo recordaré —dije, y luego añadí—: Pero no creo que ese idiota estuviera diciendo una cosa y queriendo decir otra.
Cruzamos el Putney Bridge y giramos en Lower Richmond Road, en dirección a Sefton Street, nuestra primera escala en aquella maratón en busca de casa. Había recibido una llamada del agente inmobiliario que nos había enseñado la primera casa, informándome que tenía otra similar en venta.
—No está precisamente bien decorada —admitió por teléfono.
—¿Con eso quiere decir anticuada? —pregunté.
Se aclaró la garganta.
—Un poco anticuada, sí. Pero han modernizado bastante la estructura. Y aunque piden cuatrocientas treinta y cinco mil, estoy seguro de que considerarán una oferta.
No había duda de que el agente inmobiliario decía la verdad acerca del mal estado de la decoración. Y la casa era claramente pequeña, tenía dos habitaciones diminutas en la planta baja, pero se había construido una extensión para la cocina detrás, y aunque todos los armarios e instalaciones eran viejos, estaba segura de que podría instalarse una cocina prefabricada, por ejemplo de IKEA, sin excesivos gastos. Los dos dormitorios de arriba estaban empapelados con papel de funeraria y en el suelo había una moqueta rosa igual de ofensiva. Pero el agente inmobiliario me aseguró que había un suelo de madera decente debajo de aquel barniz de poliéster (un aspecto que un especialista confirmó una semana después) y que el papel pintado podía arrancarse y se podían enyesar las paredes. El baño era de un rosa salmón espeluznante. Pero al menos la calefacción central era nueva. Lo mismo que la instalación eléctrica. También había bastante espacio en el desván para un estudio. Me di cuenta de que, una vez arrancados los horrores decorativos, podía convertirse en un lugar acogedor y diáfano. Por primera vez en mi vida de transeúnte, tuve un pensamiento sorprendentemente doméstico: aquello podía ser un hogar.
Margaret y yo no dijimos nada mientras veíamos la casa. Una vez fuera, se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Qué?
—Mal vestida pero con buena osamenta —dije—. Tiene muy buenas posibilidades.
—Lo mismo pienso yo. Y si piden cuatrocientas treinta y cinco...
—Ofreceré trescientas ochenta y cinco... si Tony me da el visto bueno.
Aquella noche pasé casi media hora hablando con Sandy por teléfono explicándole entusiasmada las posibilidades de la casa y lo bonitos que eran los alrededores, especialmente el sendero que bordeaba el Támesis, que estaba justo al final de la calle donde estaba la casa.
—Por Dios