Una relación especial. Douglas Kennedy
con todos los planes de decoración que tienes en mente.
—Te lo estás pasando bomba, ¿verdad?
—No lo dudes. No esperaba oírte hablar nunca como una suscriptora de Casa y Jardín.
—No creas, yo también me sorprendo. Tampoco pensé que leería los consejos sobre niños del doctor Spock como si fueran la Biblia.
—¿Has llegado al capítulo en que explica cómo huir del país durante un cólico?
—Sí, lo de los pasaportes falsos es estupendo.
—Espera a experimentar tu primera noche en vela...
—Creo que voy a colgar.
—Felicidades por la casa.
—Bueno, todavía no es nuestra. Y Tony aún tiene que verla.
—Ya se la venderás.
—Puedes estar segura. Porque vuelvo a trabajar dentro de unas semanas, y no puedo permitirme seguir buscando casa mucho tiempo más.
Sin embargo, Tony estaba tan inmerso en su vida en el Chronicle que no pudo acercarse a Sefton Street hasta cinco días después. Era una mañana de sábado y llegamos en metro, cruzamos el Putney Bridge y luego giramos a la derecha en Lower Richmond Road. En lugar de seguir directamente por la calle, lo llevé por el sendero que bordeaba el Támesis en su curso hacia el este. Fue la primera visión de la zona de Tony, y me di cuenta de que le gustó inmediatamente la idea de que hubiera un paseo junto al río casi a la puerta de casa. Luego lo paseé por la extensión verde y hermosa de Putney Common, situada justo detrás de nuestra futura calle. Hasta llegaron a parecerle bien las tiendas y los bares de lujo que salpicaban Lower Richmond Road. Pero cuando entramos en Sefton Street, vi que tomaba nota del número considerable de Jeep y Land Rover aparcados, señal de que era una de las últimas zonas en ser descubiertas y empezaban a poblarla las clases profesionales, que veían aquellas bonitas casas como un lugar donde empezar la familia, en espera de un futuro traslado (como me había informado Margaret) a una residencia más espaciosa cuando llegara el segundo hijo y el empleo mejor remunerado.
Mientras paseábamos por el barrio, al lado de una procesión incesante de cochecitos y grandes Volvo con sillitas de niño, empezamos a lanzarnos miradas de incredulidad, como preguntándonos: «¿Cómo demonios hemos acabado jugando a este juego?».
—Esto es el puto valle del pañal —comentó finalmente Tony con una risa mordaz—. Y con familias jóvenes. Pareceremos del geriátrico cuando nos mudemos.
—Habla por ti —dije, dándole un codazo.
Cuando llegamos a la casa, nos encontramos con el agente y recorrimos las habitaciones; lo observé para intentar evaluar su reacción.
—Es exactamente igual a la casa donde crecí —dijo finalmente, pero añadió—: Seguro que podremos mejorarlo.
Me lancé a un monólogo de diseñadora de revista, en el que le esbocé ampliamente las posibilidades que tenía la casa en cuanto nos hubiéramos deshecho de la cursilería de posguerra.
Fue la reforma del desván lo que le convenció. Sobre todo después de que le dijera que seguramente podía cobrar un fondo que tenía en Estados Unidos de 7.000 libras que serviría para pagar el estudio que tanto deseaba, y en el cual podía escribir los libros que esperaba que lo liberasen del periódico que le había cortado las alas.
O, al menos, eso es lo que creí que Tony pensaba después de nuestras dos primeras semanas en Londres. Puede que fuera el impacto de tener un trabajo de despacho después de veinte años de trabajo de campo. Quizá se tratase del descubrimiento de que la vida del periódico en Wapping era un campo de minas de política interna. O tal vez fuera su reticente admisión de que ser el jefe de redacción de la sección de Internacional era, a lo sumo, «un ejercicio de escalada burocrática». No sé por qué motivo, pero tuve la clara sensación de que Tony no se estaba adaptando a la nueva vida de oficinista en la que se había visto inmerso. Siempre que yo sacaba el tema, él insistía en que estaba bien, que solo tenía muchas cosas en la cabeza, y tenía que encontrar su lugar en unas circunstancias tan diferentes. O se reía de nuestra vida casera recién estrenada. Como cuando fuimos a un bar después de ver la casa y dijo:
—Mira, si todo esto resulta económicamente apabullante, o nos sentimos demasiado entrampados por el pago mensual, lo mandamos todo a la mierda, la vendemos, y buscamos trabajo en algún sitio barato y bonito, como el The Kathmandu Chronicle.
—Totalmente de acuerdo —dije, riendo.
Aquella noche, por fin logré presentar a mi marido a mi única amiga en Londres, porque Margaret nos invitó a cenar. La cosa empezó bien, con mucha conversación banal sobre nuestra futura casa y cómo nos íbamos adaptando a Londres. Al principio Tony desplegó todos sus encantos, a pesar de que bebió cantidades enormes de vino con una ansiedad deliberada que no le había visto nunca. Pero, aunque estaba un poco preocupada por aquella demostración de aguante alcohólico, al principio no parecía interferir en su estilo ameno, especialmente cuando se puso a contar anécdotas de sus experiencias bajo el fuego en todo tipo de conflictos del Tercer Mundo. Y también nos entretuvo a todos con sus comentarios sarcásticos y maliciosos sobre la esencia inglesa. De hecho, ya se había ganado a Margaret cuando la conversación se desvió hacia la política y, sin más, se lanzó a una filípica antiamericana que puso a Alexander a la defensiva, y acabó poniéndonos de mal humor a todos. Cuando volvíamos a casa, me miró y dijo:
—Creo que ha ido horriblemente bien, ¿no?
—¿Por qué demonios lo has hecho? —le pregunté.
Silencio. Seguido de un par de lánguidos encogimientos de hombros y de veinte minutos adicionales de mutismo mientras el taxi nos llevaba a Wapping. Seguido de más silencio mientras nos acostábamos. Seguido por un desayuno en la cama, cortesía de Tony, a la mañana siguiente, y un beso en la frente.
—Le he escrito una tarjeta de agradecimiento a Margaret —dijo—. La he dejado en la mesa de la cocina; la mandas si te parece, ¿vale?
Y se fue a la oficina.
Al segundo intento, logré descifrar la caligrafía ilegible de Tony.
Querida Margaret:
Me encantó conoceros. La cena fue espléndida, como la conversación. Y dile a tu marido que lo pasé muy bien con nuestro intercambio de puntos de vista sobre política. Espero que no fuera demasiado acalorado para nadie. Alego in vino estúpidas. Pero ¿qué sería la vida sin una disensión animada?
Espero devolveros pronto vuestra hospitalidad.
Con afecto...
Naturalmente, la mandó. Naturalmente, Margaret me llamó al día siguiente cuando le llegó y dijo:
—¿Puedo hablar claro?
—Adelante.
—Bueno, en mi opinión, esta nota da un nuevo significado a la expresión «un hijo de puta encantador». Pero seguro que he hablado de más.
No me molesté. Porque Margaret había expresado claramente otra verdad sobre Tony: tenía un lado arisco, que normalmente mantenía oculto, pero que podía aparecer de forma repentina e inesperada, para volver a desaparecer enseguida. Podía ser un comentario espontáneo y furioso sobre un colega del periódico, o un silencio largo y exasperado si yo hablaba demasiado rato sobre la necesidad de encontrar una casa. Luego, pocos minutos después, se comportaba como si nada hubiera ocurrido.
—Oye, que todo el mundo tiene días de mal humor —dijo Sandy cuando le conté lo de los períodos oscuros ocasionales de mi marido—. Si consideramos los cambios a los que los dos habéis tenido que adaptaros...
—Tienes razón, tienes razón —dije.
—No es como si hubieras descubierto que es bipolar.
—Claro que no.
—Y no