Una relación especial. Douglas Kennedy
se acabó.
Cuando Tony llegó al fin a casa aquella noche, pasadas las diez, le dije:
—No sabía que hubieras almorzado con Kate Medford la semana pasada.
Se sirvió un vodka y dijo:
—Sí, almorcé con Kate la semana pasada.
—Pero ¿por qué no me lo dijiste?
—¿Tengo que contarte esas cosas? —dijo apaciblemente.
—Es que si sabías que pensaba llamarla para proponerle salir los cuatro...
—¿Qué?
—Que cuando te lo mencioné hace unos días, te comportaste como si no supieras nada de ella desde que llegamos a Londres.
—¿Ah, sí? —comentó, en un tono todavía moderado. Después de una brevísima pausa, sonrió y preguntó—: ¿Qué ha dicho Kate de tu propuesta de una velada teatral?
—Ha sugerido comer un domingo;—dije, con una voz neutra y una sonrisa fija.
—¿Ah, sí? Qué bien —dijo.
Unos días después, fui al teatro... con Margaret. Vimos una reposición de Rosmersbolm de Ibsen muy bien interpretada, muy bien dirigida y muy larga en el National Theatre. Era la última función, y el final de un día que había empezado con la llegada de los yeseros a las ocho, y había acabado conmigo mandando dos artículos y cruzando el río con el tiempo justo antes de que subieran el telón. La producción había recibido muy buenas críticas, motivo por el cual la había elegido. Pero veinte minutos después de empezar, fui consciente de que era responsable de que Margaret y yo nos hubiéramos embarcado en un largo viaje de tres horas por una intensa penumbra escandinava. En el intervalo, Margaret me miró y dijo:
—Esto sí que revive a un muerto.
A continuación, en la mitad del segundo acto, me quedé dormida, y me desperté con un sobresalto cuando estallaron los aplausos al final.
—¿Cómo ha acabado? —pregunté a Margaret mientras salíamos del teatro.
—El marido y la mujer se han suicidado saltando de un puente.
—¿De verdad? —dije, sinceramente estupefacta—. ¿Por qué?
—Mujer, tú verás, invierno en Noruega, nada mejor que hacer...
—Suerte que no he traído a Tony. Habría pedido el divorcio aquí mismo.
—¿No es un fan de Ibsen, tu marido?
—No quiere tener nada que ver con la cultura. Lo cual, por experiencia, sé que es un rasgo hipócrita típico de periodista. Propuse que fuéramos al teatro con una pareja de amigos suyos...
Le conté mi conversación con Tony y mi posterior llamada a Kate Medford.
—Te aseguro que no volverá a llamarte al menos en cuatro meses —aseguró Margaret, cuando terminé de contarle mi historia—. Un día, sin más, recibirás una llamada suya. Estará la mar de simpática, te dirá lo «terriblemente atareada» que ha estado, y que le encantaría veros a ti, a Tony y al bebé, y si estáis libres el domingo para almorzar dentro de seis semanas. Y tú pensarás: «¿Es así cómo funciona esto aquí?» y «¿Lo está haciendo porque se siente obligada?». Y la respuesta a las dos preguntas es un gran y rotundo «sí». Porque hasta tus mejores amigos aquí son, hasta un cierto punto, reservados. No porque no tengan ganas de verte, sino porque creen que no deben molestar, y también porque creen que tú probablemente no tienes ganas de que te agobien. Y no sirve de nada intentar convencerlos de lo contrario porque nunca se pierde ese toque de reticencia. Porque aquí las cosas son así. Los ingleses necesitan uno o dos años para aclimatarse a la presencia de cualquiera antes de aceptarlos como amigos. Cuando son amigos, son amigos, pero siguen manteniendo la distancia. En este país les enseñan a todos a actuar así desde pequeños.
—Ninguno de mis vecinos se ha tomado la molestia de presentarse.
—No lo hacen nunca.
—Y las personas son tan bruscas en las tiendas...
Margaret sonrió de oreja a oreja.
—Ya lo has notado, ¿eh?
Por supuesto que sí, sobre todo por el tipo del quiosco de mi barrio. Se llamaba señor Noor, y siempre tenía un mal día. En todas las semanas que llevaba comprándole el periódico por las mañanas, nunca se había dignado a dirigirme (tampoco a los demás clientes) una triste sonrisa. En varias ocasiones había intentado obligarlo a sonreír, o al menos trabar una conversación básica, pero civilizada, con él. Pero se negaba obstinadamente a moverse de su posición de creciente misantropía. Y la periodista que hay en mí siempre se preguntaba cuál sería la causa de su antipatía. ¿Una infancia brutal en Lahore? ¿Un padre que le pegaba absurdamente por la más mínima infracción? ¿O sería la sensación de desplazamiento que provocaba ser arrancado de Pakistán y aterrizar en la gélida humedad de Londres a mediados de los setenta, donde descubrió que era un «paki», un inmigrante, un extraño permanente en una sociedad que despreciaba su presencia?
Cuando comenté mi versión de aquel escenario con Karim, el chico que llevaba la tienda de la esquina junto al quiosco del señor Noor, se moría de risa.
—Ese no ha estado en su vida en Pakistán —dijo Karim—. Y no crea que es algo que ha hecho usted el motivo de que la trate así. Se comporta de ese modo con todos. Y no tiene nada que ver con nada. Es un estúpido miserable, y ya está.
Al contrario que el señor Noor, Karim siempre parecía tener un buen día. Hasta los días más deprimentes, cuando hacía una semana que llovía sin parar, la temperatura estaba justo por encima de la congelación y todos dudaban de que el sol volviera a salir jamás, Karim se las arreglaba para poner buena cara al mal tiempo. A lo mejor tenía algo que ver con el hecho de que él y su hermano mayor, Faisal, ya fueran prósperos hombres de negocios, con dos tiendas muy productivas en aquel rincón del sur de Londres, y un montón de planes de expansión en la cabeza. Y me preguntaba si aquel optimismo y afabilidad innata procedían de que, a pesar de ser inglés de nacimiento, tenía unas aspiraciones y una confianza en sí mismo curiosamente americanas.
La mañana después de la noche ibseniana con Margaret, no me hacía falta nada de la tienda de Karim, así que mi primer contacto del día con el prójimo fue con el señor Noor de las narices. Como siempre, estaba hecho unas pascuas. Me acerqué al mostrador con un Chronicle y un Independent en la mano y dije:
—¿Cómo está, señor Noor?
Evitó mirarme y contestó:
—Una libra diez.
No le di el dinero. En lugar de eso lo miré directamente a los ojos y repetí la pregunta:
—¿Cómo está, señor Noor?
—Una libra diez —repitió, irritado.
Seguí sonriendo, decidida a sacarle una respuesta.
—¿Todo bien, señor Noor?
Se limitó a alargar la mano para recoger el dinero. Repetí la pregunta.
—¿Todo bien, señor Noor?
Suspiró ruidosamente.
—Estoy bien.
Le dediqué una magnífica sonrisa.
—No sabe cuánto me alegro.
Le di el dinero y lo saludé con la cabeza. Detrás de mí había una mujer de cuarenta y tantos años, esperando para pagar el Guardian que tenía en la mano. En cuanto salí, se puso a mi lado.
—Bien hecho —dijo—. Se lo estaba buscando desde hace años.
Me alargó la mano.
—Julia Frank. Vive en el 27, ¿verdad?
—Exacto —dije, y me presenté.
—Pues