Una relación especial. Douglas Kennedy

Una relación especial - Douglas  Kennedy


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el baño. Solté un grito de pura frustración y dolor mientras esperaba que se llenara la bañera. Después de escaldarme por tercera vez, finalmente llamé a Tony al periódico y le dije:

      —Creo que estoy en apuros.

      —Voy enseguida.

      Una hora después estaba en casa. Me encontró temblando en la bañera, a pesar de que el agua estaba todavía casi hirviendo. Me vistió. Me metió en el coche y fue directamente por el Wandsworth Bridge, después Fulham Road arriba y aparcó frente al Mattingly Hospital. Entramos enseguida en urgencias, y cuando Tony vio que la sala de espera estaba abarrotada, fue a hablar con la enfermera del servicio de urgencias e insistió en que me vieran en seguida a causa de mi embarazo.

      —Me temo que tendrá que esperar, como todo el mundo.

      Tony intentó protestar, pero la enfermera no se lo permitió.

      —Siéntese, por favor. No puede saltarse la cola a menos que...

      En aquel preciso momento, le proporcioné el «a menos que», porque el prurito constante se transformó en una grave convulsión. Sin saber qué me pasaba, caí hacia adelante y perdí el conocimiento.

      Cuando me desperté, estaba echada en una cama de hierro de hospital, con varios tubos intravenosos que salían de mis brazos. Me sentía completamente grogui, como si saliera de un sueño narcótico profundo. Por un momento, me pregunté: «¿Dónde estoy?», hasta que pude enfocar un poco los ojos y vi que estaba en una gran sala, con una docena de mujeres más, rodeada de tubos, máquinas de respiración asistida, monitores fetales y otra parafernalia médica. Logré concentrarme en el reloj situado en el fondo de la sala: las 3:13 de la tarde. Una luz grisácea se filtraba a través de las cortinas transparentes. ¿Las 3:13 de la tarde? Tony y yo habíamos llegado al hospital sobre las ocho de la noche. Era posible que hubiera estado inconsciente... ¿cuánto?... ¿diecisiete horas?

      Hice un esfuerzo para pulsar el timbre situado junto a mi cama. Al hacerlo, parpadeé involuntariamente un momento y me asaltó una intensa oleada de dolor en la parte superior de la cara. También tomé conciencia de que tenía la nariz vendada y sentía la zona alrededor de los ojos dolorida. Volví a pulsar el timbre. Finalmente se presentó una enfermera afrocaribeña menuda. Cuando amusgué los ojos para leer su identificación —«Howe»—, sentí que la cara se me hacía añicos otra vez.

      —Bienvenida —dijo con una sonrisa amable.

      —¿Qué ha pasado?

      La enfermera cogió mi historial del pie de la cama y leyó las notas.

      —Parece que se desmayó en recepción. Tuvo suerte de que no se rompiera la nariz. Y no ha perdido ningún diente.

      —¿Cómo está el bebé?

      Un largo y angustioso silencio mientras la enfermera Howe repasaba las notas.

      —No se preocupe. El bebé está bien. Pero usted sí que tendrá que cuidarse.

      —¿En qué sentido?

      —El señor Hughes, el especialista, pasará a verla esta noche.

      —¿Voy a perder el bebé?

      Volvió a mirar mi historial, y dijo:

      —Sufre un trastorno de tensión excesivamente alta. Podría ser preeclampsia, pero no lo sabremos hasta que hagamos unos análisis de sangre y orina.

      —¿Puede poner en peligro el embarazo?

      —Puede, pero intentaremos controlarlo. Y en gran parte dependerá de usted. Más vale que se prepare para llevar una vida muy tranquila las próximas semanas.

      Fantástico. Lo que me faltaba por oír. De repente una oleada de fatiga se abatió sobre mí. Tal vez se debía a los sedantes que me habían dado. Quizás era una reacción a las diecisiete horas de inconsciencia. O puede que fuera una combinación de las dos cosas, junto con mi tensión sanguínea alta recién estrenada. En todo caso, me sentía totalmente desprovista de energía. Tan agotada y desvitalizada que no tenía suficiente energía ni para sentarme. Porque tenía una necesidad urgente de orinar. Pero antes de que pudiera expresar esa necesidad, antes de que pudiera pedirla cuña o ayuda para llegar al baño más cercano, la parte inferior de mi cuerpo se vio repentinamente envuelta en un charco cálido de líquido.

      —Oh, mierda... —exclamé en una voz baja y desesperada.

      —No pasa nada —dijo la enfermera Howe.

      Cogió una radio y pidió ayuda. Enseguida llegaron dos corpulentos auxiliares junco a mi cama. Uno de ellos tenía la cabeza afeitada y un pendiente en una oreja; el otro era un sij delgado y musculoso.

      —Lo siento, lo siento —logré murmurar cuando los dos auxiliares me incorporaron.

      —No tiene por qué preocuparse, encanto —dijo el de la cabeza rapada—. Es lo más natural del mundo.

      —No me había pasado nunca —dije mientras me levantaban del colchón empapado y me ponían en una silla de ruedas. Tenía el camisón de hospital pegado al cuerpo.

      —¿En serio, la primera vez? —preguntó el cabeza rapada—. Pues que buena vida. Porque, por ejemplo, mi compañero no para de mearse encima, ¿verdad?

      —No haga caso a mi colega —dijo el sij—. Le encanta decir tonterías.

      —¿Colega yo? —exclamó el cabeza rapada—. ¿No éramos compañeros?

      —Cuando me acusas de mearme encima, no —dijo el sij, empujando mi silla.

      El cabeza rapada caminaba a su lado sin dejar de lanzar pullas.

      —El problema de los sijs es que no tenéis sentido del humor.

      —Yo no paro de reír, cuando algo me hace gracia. Pero no cuando un tontaina...

      —¿Me estás llamando tontaina?

      —No, estoy hablando de los tontainas en general. Así que no lo tomes como algo personal.

      —Oyes, si estás hablando en general...

      —«Oye», si estás hablando en general... —corrigió el sij.

      —¿Sabe quién se cree que es mi amigo... perdón, mi colega? —preguntó el cabeza rapada—. Se cree que es el profesor Higgins.

      —¿Por qué los ingleses no pueden enseñar a sus hijos a hablar bien? —comentó el sij.

      —Cállate.

      Era como oír a una pareja anciana teniendo un altercado inofensivo que duraba desde hacía veinte años. Pero también me daba cuenta de que lo hacían por mí, para distraerme de mi humillación, y para que dejara de sentirme como una niña mala que se había mojado y ahora se sentía indefensa.

      Cuando llegamos al baño, los dos auxiliares me levantaron de la silla de ruedas, me sostuvieron de pie frente al lavabo y esperaron a que se presentara la enfermera. Cuando llegó, los dos hombres se marcharon. La enfermera era una mujer grande y alegre de unos cincuenta años, con un acento que delataba sus orígenes de Yorkshire. Con delicadeza me quitó la camisa empapada por encima de la cabeza.

      —En seguida estará limpia —dijo, mientras preparaba una bañera de agua templada.

      Había un espejo sobre el lavabo. Me miré y me quedé helada. La mujer que me miraba parecía una víctima de malos tratos. La nariz, totalmente vendada, se había hinchado dos veces más de su tamaño y se había vuelto de un color ligeramente morado. Los dos ojos estaban amoratados y la zona alrededor de los párpados también estaba amarillenta y tumefacta.

      —Los golpes en la nariz siempre parecen peor de lo que son —dijo ella, dándose cuenta inmediatamente de mi angustia—. Y siempre se curan muy deprisa. Espere tres o cuatro días y volverá a ser tan guapa como siempre.

      Tuve que reírme, no solo porque nunca me he considerado guapa, sino porque en aquel momento podrían haberme exhibido


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