Una relación especial. Douglas Kennedy

Una relación especial - Douglas  Kennedy


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      —Tony, ya está pagado. ¿Por qué armas tanto escándalo?

      Silencio. Yo sabía por qué: el orgullo de Tony. Aunque él no estuviera dispuesto a admitirlo. Solo dijo:

      —Ojalá me lo hubieras consultado antes.

      —Oye, no me has llamado en todo el día, y hasta que no me trasladaron aquí tenía que levantarme para hacer una llamada. Resulta que me han ordenado que no me mueva para nada.

      —¿Cómo te encuentras?

      —Ya casi no me pica. Y haber salido de aquella asquerosa sala también ha sido un alivio.

      Una pausa. Tony evitó mi mirada.

      —¿Por cuánto tiempo ha pagado Margaret la habitación?

      —Tres semanas.

      —Bien, yo pagaré todo lo que pase de eso.

      —Bien —dije bajito, reprimiendo la tentación de añadir: «Lo que tú quieras, Tony». En cambio señalé la bolsa de Marks & Spencer que llevaba en la mano y pregunté—: ¿Eso es mi cena?

      Tony se quedó una hora aquella noche, lo suficiente para verme engullir el bocadillo y la ensalada que me había traído. También me informó de que había llamado a A. D. Hamilton del Post para explicarle que habían tenido que ingresarme de urgencia la noche anterior.

      —Seguro que estaba desconsolado —dije.

      —Bueno, no se puede decir que demostrara una enorme angustia.

      —¿No le dijiste nada de que estaría sin trabajar las próximas semanas? —pregunté.

      —No soy tan tonto.

      —Tendré que llamar a mi editor yo misma.

      —Deja pasar un par de días hasta que te encuentres mejor. Estás muy alterada.

      —Es verdad. Estoy muy nerviosa. Y ahora mismo lo que me gustaría sería dormir las próximas tres semanas, despertarme y descubrir que ya no estoy embarazada.

      —Todo se arreglará —dijo.

      —Claro, cuando ya no parezca una mujer maltratada.

      —Nadie se iba a creer lo de la «mujer maltratada».

      —¿Y eso por qué?

      —Porque eres más grande que yo.

      Hice un esfuerzo por reírme, reconociendo la habilidad de mi marido para desviar el tema con una salida humorística siempre que nos acercábamos a un terreno de potencial discusión, o cuando presentía que me estaba angustiando demasiado por algo. Pero aunque estaba realmente ansiosa, también estaba demasiado cansada para empezar una letanía de todo lo que me angustiaba: desde mi estado físico, al miedo que tenía de perder al bebé, a cómo reaccionaría el Post ante la ampliación de mi baja médica, por no hablar de detalles domésticos triviales como el estado de nuestra casa a medio reformar. Me invadió el agotamiento y le dije a Tony que tenía que dormir. Me dio un beso superficial en la frente y me dijo que pasaría a verme antes de ir a trabajar.

      —Trae todos los libros que puedas —dije—. Estas semanas se me van a hacer muy largas.

      Luego me quedé frita durante diez horas y me desperté después del amanecer con esa mezcla de exultación amodorrada y pura sorpresa de haber dormido tanto. Me levanté. Fui al baño de la habitación. Me miré la cara magullada en el espejo. Sentí algo parecido a la desesperación. Oriné. Los picores empezaron de nuevo. Volví a la cama y llamé a la enfermera. Llegó, me ayudo a levantarme el camisón y me aplicó loción de calamina. Me tomé dos tabletas de Pintón, y pregunté a la enfermera si sería posible tomar una taza de té y un par de tostadas.

      —Enseguida —dijo, y se marchó.

      Mientras esperaba que llegara el desayuno, miré por la ventana. No llovía, pero a las 6:03 de la mañana todavía era noche cerrada. Sin querer me puse a pensar que, por mucho que lo intentes, nunca llegas a controlar la trayectoria de tu vida. Podemos engañamos creyendo que somos los capitanes, que marcamos el rumbo de nuestro destino, pero lo azaroso de los acontecimientos inexorablemente nos coloca en lugares y situaciones donde no esperábamos encontrarnos.

      Como entonces.

      Tony se presentó a las nueve, con los periódicos de la mañana, tres libros y mi ordenador portátil. Solo pudo quedarse veinte minutos, porque tenía prisa por llegar al periódico. De todos modos se mostró atento, aunque tuviera prisa por irse, y por suerte no mencionó nuestro pequeño desacuerdo de la noche anterior acerca de la habitación privada. Se sentó al borde de la cama y me cogió la mano. Me hizo las preguntas que esperaba sobre cómo me encontraba. Parecía contento de verme. Cuando le imploré que no dejara de estar encima de los albañiles y los decoradores (lo último que quería era volver a una casa en obras con un bebé en brazos), me prometió que se aseguraría de que todos seguían trabajando.

      Cuando se marchó, sentí una punzada de celos. Se dirigía al mundo cotidiano, mientras que a mí me estaba vetado hacer nada productivo. Reposo absoluto. Ningún tipo de actividad física. Nada estresante que me elevara la tensión sanguínea a niveles estratosféricos. Por primera vez en mi vida adulta estaba confinada en un sitio cerrado. Y ya estaba muerta de aburrimiento.

      Sin embargo, me quedaba una gestión laboral crucial por resolver. Un poco más tarde, escribí un correo electrónico a Thomas Richardson, el editor del Post, explicándole mi estado de salud, y que estaría fuera de circulación hasta la llegada del bebé. Le aseguré que todo se debía a circunstancias fuera de mi control, que volvería a trabajar en cuanto terminara mi baja de maternidad, y que después de pasarme toda mi vida profesional persiguiendo reportajes, no me estaba tomando muy bien el encierro en una habitación de hospital.

      Repasé el texto varias veces, para asegurarme de que había encontrado el tono acertado, y que quedaba claro que deseaba volver a trabajar lo antes posible. Incluí también el número de teléfono del hospital por si quería hablar conmigo. Después de mandarlo, le escribí también un breve mensaje a Sandy, explicándole que la ley de Murphy se había cumplido en mi embarazo, y detallándole los hilarantes acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas. Le daba también el número del Mattingly. «Se agradecen las llamadas —escribí—, sobre todo porque me han condenado a tres semanas de cama».

      Pulsé «enviar». Tres horas después sonó el teléfono, era mi hermana.

      —Por el amor de Dios —exclamó Sandy—, tú sí sabes cómo complicarte la vida.

      —Te juro que no lo he hecho a propósito.

      —Hasta has perdido tu famoso sentido del humor.

      —No sé cómo ha podido pasar.

      —No quiero que hagas tonterías. La preeclampsia no es cosa de broma.

      —Es solo un principio de preeclampsia.

      —Sigue siendo peligroso. O sea que no juegues a la supermujer por primera vez en tu vida, y haz caso de lo que te diga tu médico. ¿Cómo se lo ha tomado Tony?

      —No del todo mal.

      —¿Detecto una nota de inseguridad en tu voz?

      —Puede. Pero claro, está muy ocupado.

      —¿Eso quiere decir...?

      —Nada, nada. Seguramente estoy demasiado sensible con todo esto.

      —Intenta tomártelo con calma, ¿vale?

      —No puedo hacer otra cosa.

      Por la tarde, recibí una llamada de la secretaria de Thomas Richardson. Me explicó que estaría unos días en Nueva York, pero que le había leído mi mensaje y me mandaba sus deseos de mejoría, además de decirme que no me preocupara por nada más que por recuperar la salud. Cuando le pregunté si podría hablar personalmente con el señor Richardson cuando regresara, se calló un momento y dijo:

      —Seguro


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