Una relación especial. Douglas Kennedy
decir ¿por qué no habló claro y dijo: «Sé que piensa despedirla»?
—Sí, algo así.
—Porque probablemente no piensa despedirte.
—Pero fue la manera en que dijo: «Seguro que la llamará». Lo dijo de una forma que sonaba amenazadora.
—¿No te ha dicho también que Richardson quería que supieras que no debes preocuparte por nada?
—Sí, pero...
—Pues tiene razón. No deberías pensar en eso. Porque no te hará ningún bien, y además porque, aunque tenga que pasar algo malo, ahora no puedes hacer nada por evitarlo.
Era la pura verdad. No podía hacer absolutamente nada, excepto estar en la cama y esperar a que llegara el niño. Era una sensación de lo más curiosa y absurda: estar apartada y obligada a no hacer nada. Me había pasado mi vida laboral con todas las horas del día llenas, sin permitirme largos períodos de ocio, y menos aún un par de semanas de inactividad total. Siempre tenía que estar activa, siempre había algo que terminar; mi adicción al trabajo respondía al miedo a quedarme atrás, a perder impulso. Ese deseo de mantenerme en movimiento no estaba enraizado en una necesidad psicológica de «esquivar una reflexión personal» o «huir de mi yo verdadero». Me gustaba estar ocupada. Me crecía con los objetivos, teniendo un propósito para el día.
En ese momento, de repente, el tiempo se había dilatado. Sin las exigencias profesionales y domésticas, los días en el hospital parecían demasiado largos. No había horas de entrega, ni citas a las que acudir. Sin embargo, la primera semana se fundió con la siguiente. Tenía un montón de libros para leer. Podía ponerme al día de cuatro meses de números atrasados del New Yorker. Me volví adicta a Radio 3 y Radio 4, y escuchaba ávidamente programas que hablaban de oscuros temas de jardinería, o presentaban un ingenioso e informado debate sobre cualquier versión de la Sinfonía n.° 11 de Shostakovich. Sandy me llamaba a diario. Margaret, Dios la bendiga, logró venir a visitarme al hospital cuatro veces a la semana. Y Tony venía a verme todas las noches. Su llegada después del trabajo era uno de los momentos álgidos de mi día más bien prosaico en el hospital. Siempre intentaba quedarse una hora, pero a menudo tenía que volver corriendo a la oficina o había quedado para alguna cena profesional. Si no estaba preocupado por algo, se mostraba divertido y razonablemente afectuoso. Yo sabía que soportaba mucha presión en el periódico. Y sabía que el trayecto de Wapping a Fulham se comía una hora de su tiempo. Y aunque él no lo expresara, percibía que en el fondo se preguntaba en qué lío se había metido. Cómo podía ser que, en menos de un año, su vida antes independiente de corresponsal en el extranjero se hubiera transformado en una vida repleta de la misma clase de inquietudes cotidianas y domésticas que caracterizaban las vidas de casi todo el mundo. Él lo había querido. Fue él quien que me dio los argumentos convincentes para que fuera a Londres a vivir con él. Y después de mis dudas iniciales, yo había secundado fervorosamente aquellos argumentos. Porque lo deseaba.
Pero en ese momento...
En ese momento seguía deseándolo. Pero también deseaba percibir el compromiso de mi marido. Sin embargo, siempre que le preguntaba si le preocupaba algo, hacía lo que había hecho siempre: tranquilizarme diciendo «todo va bien». Y cambiaba de tema.
De todos modos, cuando estaba en forma, Tony era una estupenda compañía. Hasta que no había más remedio que hablar de algo doméstico y serio. Como mi situación en el Boston Post.
Unos diez días después de mandar aquel primer correo a Thomas Richardson, empecé a ponerme nerviosa porque aún no me había llamado, a pesar de que Margaret y Sandy me aseguraban que seguramente no quería molestarme durante mi convalecencia.
—¿Por qué no te concentras en ponerte bien? —decía Sandy.
—Pero es que ya me siento mejor —decía yo, y era verdad.
El prurito había desaparecido del todo, y estaba recuperando mi equilibrio (sin ayuda del Valium). Aún mejor, los betabloqueantes estaban haciendo su trabajo, y mi tensión sanguínea había disminuido hasta el punto de que, al final de la segunda semana, estaba solo ligeramente por encima del nivel normal. Aquello complació enormemente a Hughes. Cuando me vio en una de sus rondas bisemanales, y echó un vistazo al nivel de tensión en mi historial, me dijo que veía que estaba haciendo «progresos espléndidos».
—Es evidente que ha hecho un esfuerzo por mejorar —comentó.
—Creo que se le llama testarudez americana —dije, un comentario que le hizo esbozar una tímida sonrisa.
—En todo caso, su recuperación es impresionante.
—¿Cree que el embarazo ya no corre peligro?
—No he dicho eso. Usted sigue siendo una persona propensa a la hipertensión. Por eso deberemos estar alerta, especialmente porque ya falta poco para el parto. Y debemos evitar cualquier clase de tensión.
—Hago lo que puedo.
Y dos días después me llamó Richardson.
—Estamos todos muy preocupados por ti —dijo, empezando con su habitual palmadita paternalista.
—Si todo va bien, volveré a trabajar dentro de seis meses como mucho, y esto incluye los tres meses de baja maternal.
Se produjo un silencio en la línea y supe que estaba sentenciada.
—Me temo que nos hemos visto obligados a efectuar cambios en nuestras oficinas en el extranjero; el departamento de finanzas nos aprieta para que hagamos recortes. Por eso hemos decidido mantener un solo corresponsal en la oficina de Londres. Y como tu salud te aparta del mundo laboral...
—Pero ya le he dicho que volveré dentro de seis meses.
—A. D. es el más antiguo en la oficina. Además, es el que está trabajando en este momento.
Estaba absolutamente segura de que A. D. había estado conspirando contra mí desde el día que me había puesto enferma.
—¿Significa eso que me despide, señor Richardson? —pregunté.
—Sally, por favor. Somos el Post, no una multinacional despiadada. Nos ocupamos de nuestra gente. Te pagaremos el sueldo íntegro los próximos tres meses. Luego, si quieres volver a trabajar, te buscaremos un puesto.
—¿En Londres?
Otra tensa pausa transatlántica.
—Como te he dicho, dejaremos solo a un corresponsal en Londres.
—Lo que significa que si quiero un trabajo tengo que volver a Boston.
—Exacto.
—Pero ya sabe que ahora mismo me es imposible. Hace muy poco que me he casado y voy a tener un niño...
—Sally, comprendo tu situación. Pero tú tienes que entender la mía. Tú decidiste instalarte en Londres y nos adaptamos a tu decisión. Ahora necesitas una baja larga por razones de salud y no solo estamos dispuestos a pagarte tres meses enteros, sino que te garantizamos un puesto cuando puedas volver a incorporarte. Si el empleo no es en Londres... en fin, qué puedo decirte: las circunstancias cambian.
Terminé la llamada educadamente, le di las gracias por los tres meses de sueldo, y le dije que pensaría en su oferta, a pesar de que los dos sabíamos que no había ninguna posibilidad de que la aceptara. Lo cual quería decir que el que había sido mi jefe durante dieciséis años me había dejado marchar.
A Tony le agradó saber que, al menos, le ayudaría a pagar la hipoteca durante los tres próximos meses. Pero yo me angustiaba en silencio pensando en cómo haríamos frente a todos los pagos con un solo sueldo cuando el Post dejara de pagarme.
—Ya nos arreglaremos —fue su poco consoladora respuesta.
Margaret también me dijo que dejara de angustiarme por el dinero.
—Con todos los periódicos que hay en esta ciudad, seguro que