Una relación especial. Douglas Kennedy

Una relación especial - Douglas  Kennedy


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y es estupenda en todo. Ahora busca más trabajo. Así que...

      —Dame su teléfono y ya hablaré con Tony. Tendré que hacer números.

      —Déjame que la pague.

      —Ni hablar. Después de lo de la habitación privada me haces sentir como un caso de beneficencia.

      —Es que me chiflan las buenas causas.

      —No puedo aceptarlo.

      —Pues tendrás que hacerlo. Porque es mi regalo de despedida. Seis meses de Cha, dos veces a la semana. Y no puedes negarte.

      —¿Seis meses? Te has vuelto loca.

      —No, solo soy rica —dijo riendo.

      —Qué vergüenza.

      —No seas tonta.

      —Tengo que consultárselo a Tony.

      —No tiene por qué saber que es un regalo.

      —Prefiero ser sincera con él. Sobre todo con cosas como esta. No es que le entusiasmara enterarse de que habías pagado la habitación.

      —Según mi experiencia, «ser sincera» no es siempre la estrategia conyugal más sensata, sobre todo cuando el ego masculino está en juego.

      —Acepte o no el regalo, has sido la mejor amiga que se puede imaginar. Ojalá no te fueras.

      —Es el problema de tener un esposo ejecutivo. Los que te pagan los millones también dictan cómo será tu vida. Se le llama un trato faustiano, creo.

      —Eres la única amiga que tengo aquí.

      —Te he dicho mil veces que eso cambiará... algún día. Además, siempre estaré al otro lado de la línea si necesitas gritarle a alguien. Aunque, teniendo en cuenta que soy yo la que me voy a hundir en helado de vainilla en el condado de Westchester, serás tú la que recibirás llamadas histéricas.

      Se marchó dos días después. Aquella noche, finalmente, me armé de valor para informar a Tony del regalo de despedida de Margarent.

      —No hablarás en serio —exclamó con irritación.

      —Ya te he dicho que fue idea de ella.

      —Ojalá pudiera creérmelo.

      —¿De verdad crees que haría algo tan rastrero como pedirle que me pagara seis meses una asistenta?

      —Es demasiada coincidencia, sobre todo después de...

      —Muy bien, muy bien, pagó la maldita habitación. Y no puedes soportar la idea de que alguien me haga la vida un poco más agradable.

      —No se trata de eso y lo sabes.

      —Entonces ¿de qué se trata, Tony?

      —De que podemos pagarnos la asistenta nosotros mismos.

      —¿Crees que Margaret no lo sabe? Ha sido solo un regalo. Es verdad que es un regalo demasiado generoso, y por eso le dije que no lo aceptaría hasta que hablara contigo. Porque sospechaba que reaccionarías exactamente así.

      Silencio. Esquivó mi mirada furiosa.

      —¿Cómo se llama la asistenta? —preguntó.

      Le pasé el papel donde Margaret había apuntado el nombre de Cha y su teléfono.

      —La llamaré para que empiece la semana que viene. Pagando nosotros.

      No dije nada. Finalmente él añadió:

      —El editor quiere que vaya a La Haya mañana. Un viaje rápido de una noche para un artículo sobre el tribunal de crímenes de guerra. Sé que sales de cuentas un día de estos. Pero es solo La Haya. Puedo volver en una hora, si me necesitas.

      —Claro —dije, desanimada—. Ve.

      —Gracias.

      Luego cambió de tema, y me contó una historia bastante divertida sobre un colega del periódico a quien había pillado manoseando los gastos. Luché contra la tentación de demostrar que me hacía gracia, porque todavía estaba furiosa por nuestra conversación y no quería que, de nuevo. Tony saliera con su truco de «ablandarme con humor». Como no reaccioné ante su anécdota, dijo:

      —¿A qué viene la cara de enfado?

      —Tony, ¿qué te esperabas?

      —No te entiendo...

      —Venga, la pelea que acabamos de tener.

      —Eso no ha sido una pelea. Solo un intercambio de opiniones. Además ya es agua pasada.

      —No puedo recuperarme así como así.

      Se inclinó y me besó.

      —Te llamaré mañana desde La Haya. Y recuerda que llevo el móvil por si...

      Cuando se marchó, debí de pasarme casi una hora recordando nuestra discusión, analizando el argumento, palabra por palabra. Como los críticos literarios posmodernos, intentaba analizar todas las implicaciones metatextuales de nuestra pelea y me preguntaba cuál sería su significado último. Sin duda, en cierto modo, la discusión se había producido por culpa de la vanidad de Tony. Pero lo que no podía quitarme de la cabeza era la idea implícita evidente de que me había casado con alguien con quien no compartía una forma de lenguaje. Es cierto que los dos hablábamos inglés. Pero aquello no era un caso de simples diferencias lingüísticas angloamericanas. Aquello era algo más profundo, más inquietante, la sensación de que nunca encontraríamos un terreno de entendimiento emocional; que siempre seríamos extraños, que estábamos juntos por circunstancias fortuitas.

      —¿Quién conoce a alguien? —me dijo Sandy en una de sus llamadas vespertinas. Cuando admití que Tony me parecía cada día más difícil de entender, dijo—: Mírame a mí. Siempre creí que Dean era un chico bueno y estable, aunque un poco aburrido. Pero aceptaba su forma de ser porque pensaba: «Al menos podré contar siempre con él. Siempre estará a mi lado». Y cuando lo conocí, eso era precisamente lo que me gustaba de él. ¿Qué pasó? Después de diez años de formalidad y tres hijos, decide que no puede soportar su tediosa y segura vida burguesa. Conoce a la chica natural de sus sueños, una guarda forestal de Maine, nada menos, y se va a vivir con ella a una cabaña perdida de Baxter State Park. Si llega a ver a los chicos cuatro veces al año, es un acontecimiento. Al menos tú sabes que tratas con un hombre difícil. Para mí es una ventaja. Pero no te digo nada que no sepas.

      Quizá tenía razón. Tal vez solo tenía que dejar que pasara el tiempo, adentrarme en el terreno de la aceptación y otros clichés confiados. Como «ver el lado bueno», «no pensar en los problemas», «poner buena cara al mal tiempo»... todas esas tonterías optimistas.

      Una y otra vez, me repetí aquellos mantras. Una y otra vez intenté poner buena cara. Hasta que la fatiga me obligó a apagar la luz. Mientras caía en un sueño ligero y superficial, me asaltó una idea extraña: «No estoy en ninguna parte».

      Y luego otra: «¿Por qué está todo tan mojado?».

      En aquel momento, recuperé la conciencia. Los primeros segundos pensé distraídamente: «Así que esto es lo que llaman un sueño húmedo». Entonces miré hacia la ventana y vi que había luz. Miré el reloj de la mesita, que marcaba las 6:48. Enseguida la idea anterior volvió a ocuparme el pensamiento: «¿Por qué está todo tan mojado?».

      Me senté, despertándome de golpe. Aparté el edredón a toda prisa. La cama estaba completamente empapada.

      Había roto aguas.

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