Una relación especial. Douglas Kennedy
Luego me dio otro beso de compromiso en la frente.
—Volveré mañana.
—Eso espero.
—Te llamaré a primera hora e intentaré pasar antes de ir a trabajar.
No me telefoneó. Cuando yo llamé a casa a las ocho y media no me contestó nadie. Cuando telefoneé al periódico a las nueve y media, Tony no estaba en su mesa. Y cuando intenté llamarlo al móvil, me saltó el buzón de voz. Así que le dejé un mensaje escueto:
—Estoy aquí sentada, muerta de aburrimiento, y me preguntaba: ¿dónde coño te has metido? ¿Y por qué no coges el teléfono? Por favor llámame enseguida, porque me gustaría conocer el paradero de mi marido.
Unas dos horas después, sonó el teléfono de la mesita. Tony parecía más neutro que Suiza.
—Hola —dijo—. Siento no haber estado localizable antes.
—Te he llamado a casa a las ocho y media y no había nadie.
—¿Qué día es hoy?
—Miércoles.
—¿Y qué hago los miércoles?
No necesité contestar, porque él sabía que yo sabía la respuesta: desayunaba con el editor del periódico. Desayunaba en el Savoy, siempre a las nueve. Lo que significaba que Tony tenía que salir de casa sobre las ocho. «Idiota, idiota, idiota... ¿por qué lo estás liando todo?».
—Lo siento —dije.
—No te preocupes —dijo, en un tono totalmente desapegado, como si le importara un rábano—. ¿Cómo te encuentras?
—Bastante mal todavía. Pero ya no me pica, gracias a la loción de calamina.
—Algo es algo, supongo. ¿Cuáles son las horas de visita?
—Ahora mismo por ejemplo.
—Tengo que comer con el encargado de la sección africana en el Foreign Office, pero lo puedo anular.
Inmediatamente pensé: ¿y por qué no me habló ayer del almuerzo? Quizá porque no quería que yo supiera, entonces, que no podría venir a verme por la mañana. Quizá porque el almuerzo se acordó a última hora, dada la situación en Sierra Leona. O quizá... yo qué sé. Ese era mi mayor problema con Tony: que no sabía nada. Era como si viviera detrás de un velo. ¿O era solo la fatiga provocada por la hipertensión lo que me alteraba, por no hablar de la colestasis, y todo lo que en aquel momento formaba parte de aquel maravilloso embarazo? No tenía intención de volver a alterarme o armar un escándalo porque no viniera a verme inmediatamente. De todos modos no me iba a mover de allí.
—No hace falta —dije—. Nos veremos esta noche.
—¿Estás segura? —preguntó.
—Llamaré a Margaret a ver si puede pasar a verme esta tarde.
—¿Necesitas algo?
—Cómprame algo bueno en Marks & Spencer.
—Intentaré no ir muy tarde.
—Muy bien.
Por supuesto, Margaret estaba en el hospital media hora después de mi llamada. Intentó disimular la impresión cuando me vio, pero no lo logró.
—Solo necesito saber una cosa —dijo.
—No, no me lo hizo Tony.
—No tienes que protegerlo, ya lo sabes.
—No lo protejo, de verdad.
Luego le conté mi encantadora conversación con Hughes y que me había negado a ser nombrada ciudadana de la nación Valium.
—Tienes todo el derecho a negarte a tomarlo si te da aprensión —dijo.
—No veas lo agresiva que me puse con el Valium.
—¿Cómo lo lleva Tony?
—De una forma muy inglesa y muy flemática. Yo empiezo a estar aterrorizada, no solo por la perspectiva de pasar tres semanas atada a esta cama, sino porque estoy convencida de que al periódico no le va a gustar que no pueda trabajar.
—El Post no puede despedirte.
—¿Quieres apostarte algo? Están hasta el cuello económicamente, como todos los periódicos hoy en día. Se rumorea que la dirección está pensando reducir las corresponsalías. Y estoy segura de que, si desaparezco unos meses de vista, me despedirán sin pestañear.
—Al menos tendrán que darte una compensación.
—Estando en Londres, no.
—Sacas conclusiones precipitadas.
—No, soy la yanqui realista de siempre. De la misma forma que sé que, entre la hipoteca y las obras, no nos va a sobrar el dinero.
—Bien, pues déjame hacer algo para que tu vida en el hospital sea más agradable. Deja que te pague una habitación privada para las próximas semanas.
—¿Se puede pasar a una habitación privada?
—Yo lo hice cuando di a luz en un hospital público. Tampoco es tan caro. Son unas cuarenta libras de más por noche.
—Sigue siendo mucho dinero por tres semanas.
—Tú no te preocupes por eso. La cuestión es que necesitas estar lo más tranquila posible ahora mismo y estando en una habitación tú sola lo tendrás mucho más fácil.
—Es verdad, pero ¿y si mi orgullo no me permite aceptar tu caridad?
—No es caridad. Es un regalo. Un regalo antes de despedirme de la ciudad.
Me quedé muda.
—¿Qué estás diciendo? —pregunté.
—Nos trasladan a Nueva York. Alexander se enteró ayer.
—¿Cuándo exactamente? —pregunté.
—Dentro de dos semanas. Ha habido grandes cambios en el bufete y han nombrado socio a Alexander para que dirija el Departamento de Demandas. Y como los niños tienen las vacaciones de mitad de trimestre, aprovechan para mandarnos a todos de vuelta.
Me entró una gran ansiedad. Margaret era mi única amiga en Londres.
—Mierda —dije.
—Eso es lo que pienso yo —dijo—. Porque por mucho que me queje de Londres, sé que voy a echarlo de menos en cuanto esté cómodamente instalada en un barrio residencial y me convierta en un ama de casa total, y empiece a odiar a todos los blancos ricos que conozca en Chappaqua, y me pregunte por qué todos parecen iguales.
—¿Alexander no puede pedir que os quedéis más tiempo?
—Es imposible. El bufete manda y hay que obedecer. Te lo juro, dentro de tres semanas te voy a envidiar. Aunque esta ciudad sea desesperante, siempre resulta atractiva.
Cuando Tony llegó al hospital por la noche, ya me habían trasladado a una bonita habitación privada. Pero cuando mi marido me preguntó a qué se debía la mejora y le conté la generosidad de Margaret, su reacción fue tan brusca como negativa.
—¿Y por qué demonios lo ha hecho?
—Es un regalo que me hace.
—¿Qué has hecho? ¿Hacerte la pobre? —preguntó.
Lo miré atónita.
—Tony, no es necesario...
—¿Lo has hecho o qué?
—¿Realmente crees que haría algo así?
—Es evidente que ha sentido tanta compasión que...
—Ya te he dicho que era un regalo. Una forma muy agradable de ayudarme...
—Que no aceptaremos.
—Pero