Una relación especial. Douglas Kennedy

Una relación especial - Douglas  Kennedy


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así que le dije:

      —Pase a verme algún día.

      Me respondió con una sonrisa simpática, que tanto podía indicar que sí, como ser otro ejemplo de la exasperante reticencía de aquella ciudad. Pero el simple hecho de que se hubiera presentado ella misma (y me hubiera felicitado por mi trato con el señor Buenos Modales) me puso de buen humor para casi todo el día.

      —¿No me digas que una vecina ha hablado contigo? —preguntó Sandy cuando la llamé más tarde—. No entiendo cómo no he visto nada en la CNN.

      —Sí, ha sido un momento memorable. Y encima ha salido el sol.

      —Por Dios, ¿qué más? ¿No irás a decirme que alguien te ha sonreído por la calle?

      —La verdad es que sí. Ha sido en el sendero del río. Un hombre con un perro.

      —¿De qué raza?

      —Un golden retriever.

      —Siempre tienen buenos dueños.

      —Si tú lo dices. Pero no te puedes imaginar lo bonito que es ese sendero junto al río. Y está a tres minutos de mi puerta. Ya sé que es una tontería, pero mientras paseaba junto al Támesis, pensaba: «A lo mejor sí que encuentro mi sitio aquí después de todo».

      Esa noche, le expresé tales sentimientos a Tony después de verle echar un vistazo a los escombros de los albañiles entre los que vivíamos.

      —No te desesperes —dije—, algún día se acabará.

      —No me desespero —respondió, en un tono triste.

      —Será una casa estupenda.

      —Estoy seguro.

      —Ánimo Tony. Todo se arreglará.

      —Todo va bien —dijo, sin el menor entusiasmo.

      —Ojalá pudiera creerte —dije.

      —Lo digo de verdad.

      Después se fue a otra habitación.

      Pero a las cinco de la mañana me desperté y descubrí que algo no iba bien.

      Porque de repente mi cuerpo estaba jugándome alguna mala pasada.

      En el primer momento de desconcierto en que me di cuenta de que algo andaba mal, me asaltó una emoción que no recordaba haber vivido desde hacía años.

      Miedo.

      4

      Fue como si durante la noche me hubiera atacado un batallón de chinches. De repente, sentía todos los rincones de mi piel inflamados por algo que solo podía describir como un escozor virulento, que no se aliviaba por mucho que me rascara.

      —No veo ninguna erupción — dijo Tony cuando me encontró desnuda en el baño, rascándome la piel con las uñas.

      —No me lo estoy inventando —contesté irritada, pensando que me estaba acusando de dejarme llevar por algún estado psicosomático.

      —No digo que te lo inventes. Solo que...

      Me volví y me miré al espejo. Tenía razón. Las únicas marcas que tenía en la piel eran las que me había hecho rascándome frenéticamente.

      Tony me llenó la bañera de agua caliente y me ayudó a meterme. El agua ardiente fue momentáneamente dolorosa, pero cuando me adapté al calor excesivo, me produjo un efecto balsámico. Tony se quedó sentado junto a la bañera, me tomó de la mano y me contó otra de sus divertidas anécdotas de guerra: cómo había cogido piojos mientras informaba de una escaramuza tribal en Eritrea y cómo le había afeitado la cabeza un barbero de la aldea.

      —El tipo me afeitó con la navaja más sucia que te puedas imaginar. Y, encima, no es que tuviera un pulso muy firme, así que cuando terminó, no solo me dejó calvo, sino que parecía que necesitaba puntos. Incluso así, sin un solo pelo en la cabeza, me picaba muchísimo. Entonces el barbero me la envolvió en una toalla ardiendo. Me curó el picor inmediatamente y me hizo varias quemaduras de primer grado.

      Le pasé los dedos por el pelo, encantada de tenerlo sentado a mi lado, cogiéndome la mano, acompañándome en aquel mal trago. Cuando finalmente salí de la bañera una hora después, el prurito había cesado. Tony no podría haberse portado mejor. Me secó con una toalla. Me echó polvos de talco. Me metió en la cama. Me quedé dormida enseguida, y no me desperté hasta mediodía, cuando el escozor empezó de nuevo.

      Al principio pensé que estaba en medio de un sueño hiperactivo, como una de esas pesadillas en que te estás cayendo en un abismo, hasta que tropiezas con la almohada. Pero antes de ser totalmente consciente de estar despierta, ya sabía que otro escuadrón de pestilentes insectos se había instalado bajo mi piel. La intensidad del escozor se había duplicado desde la noche anterior. Sentí pánico en estado puro. Corrí al baño, me quité los pantalones del pijama y la camiseta, y me busqué erupciones u otra clase de inflamación cutánea, sobre todo en el vientre hinchado. Nada. Así que me preparé otro baño caliente y me metí dentro. Como la noche anterior, el agua ardiendo me produjo un efecto calmante, escaldándome la piel hasta dejarme insensible y con ello sofocando el penetrante prurito.

      Pero en cuanto salí del baño una hora más tarde, el picor empezó de nuevo. Yo ya estaba realmente aterrorizada. Me froté con polvos de talco. Solo aumentó mi sensación de malestar. Abrí los grifos para preparar otro baño. Me escaldé otra vez, y el picor volvió a consumirme en cuanto salí de la bañera.

      Me puse un albornoz y llamé a Margaret.

      —Creo que voy a volverme loca —dije, y luego le expliqué la guerra que se había declarado bajo mi piel y que me preocupaba que fuera producto de mi imaginación.

      —Si realmente te escuece tanto, no puede ser psicosomático —dijo Margaret.

      —Pero no se ve nada raro.

      —Puede ser una erupción interna.

      —¿Existe eso?

      —No soy médico, así que no lo puedo saber. Pero yo que tú, dejaría de portarme como una cristiana de la cienciología, y me iría a ver al médico ahora mismo.

      Seguí el consejo de Margaret y llamé a la consulta. Pero mi doctora no tenía un hueco aquella tarde y solo pudo darme una cita con un tal doctor Rodgers: un médico de cuarenta y tantos años más seco que el polvo, con una calva incipiente y un trato escalofriante. Me pidió que me desnudara. Me examinó la piel superficialmente. Me dijo que me vistiera y me dio su diagnóstico: probablemente padecía una reacción alérgica «subclínica» a algo que había comido. Cuando le expliqué que no había comido nada fuera de lo normal los últimos días, dijo:

      —El embarazo hace que el cuerpo reaccione de forma diferente.

      —Pero es que el picor me está volviendo loca.

      —Espere veinticuatro horas más.

      —¿No me puede dar nada para aliviarlo?

      —Como no hay nada visible en la piel, no. Pruebe a tomar aspirina o ibuprofeno, si no puede soportarlo.

      Cuando se lo conté a Margaret media hora más tarde, se puso beligerante.

      —Es típico de los ingleses. Toma dos aspirinas y aprieta los dientes.

      —Mi doctora habitual es bastante mejor.

      —Pues coge el teléfono y pídele cita. Mejor aún, insiste para que te haga una visita domiciliaria. Lo hacen, si te pones dura.

      —A lo mejor tiene razón. A lo mejor es una reacción alérgica...

      —¿Qué te pasa? ¿Solo dos meses en Londres y ya estás adoptando la actitud de «sonríe y aguanta»?

      En cierto modo, Margaret estaba en lo cierto. No quería quejarme, sobre todo porque no era habitual en mí estar enferma y aún menos tener picores extraños. Así que


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