Una relación especial. Douglas Kennedy

Una relación especial - Douglas  Kennedy


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yanquis en toda mi vida. ¿Qué hace viviendo aquí?

      —Mi marido es inglés.

      —Mírala que lista —dijo riéndose.

      Me metió en el agua templada y me pasó la esponja por todas partes, pero me la dio para que me lavara la zona de la ingle. Luego me ayudó a levantarme, me secó y me vistió con un camisón limpio. Durante todo el rato, no dejó de hablar de banalidades. Una forma muy inglesa de superar una situación violenta que me gustó. Porque, a su manera brusca, estaba siendo muy considerada conmigo.

      Cuando me acompañó con la silla de ruedas a mi sala, ya habían cambiado las sábanas empapadas por otras limpias. Me ayudó a meterme en la cama y dijo:

      —No se preocupe por nada, cariño. Todo se arreglará.

      Me rendí a las sábanas frescas y almidonadas, aliviada de volver a estar seca. Apareció la enfermera Howe y me informó de que necesitaba una muestra de orina.

      —Eso ya lo he hecho —dije riéndome.

      Volví a bajar de la cama y fui al baño, donde llené un frasquito con la poca reserva de orina que me quedaba. Luego, cuando volvía a estar en la cama, vino otra enfermera con una gran aguja hipodérmica para extraerme sangre. Volvió la enfermera Howe para decirme que Tony acababa de llamar. Ella le había informado de que el señor Hughes pasaría a las ocho y le había pedido que estuviera presente.

      —Su marido ha dicho que haría lo posible por llegar, y me ha preguntado cómo estaba.

      —No le habrá contado que se me ha escapado...

      —No sea tonta —dijo la enfermera Howe con una risita, y luego me informó de que no me acomodara demasiado, porque el señor Hughes (al que habían avisado de mi estado) había pedido una ecografía fetal antes de su visita. Se me encendieron las luces de alarma en la cabeza.

      —Entonces es que cree que el bebé está sufriendo —dije.

      —Pensar en eso no le hará ningún bien.

      —Tengo que saber si existe el riesgo de que abor...

      —El riesgo existe, si sigue empeñada en angustiarse. La tensión alta no se debe únicamente a factores fisiológicos. También tiene que ver con el estrés. Por eso se cayó anoche.

      —Pero si solo tengo la tensión alta, ¿por qué ha pedido una ecografía?

      —Porque querrá descartar...

      —¿Descartar qué? —pregunté.

      —Es lo normal.

      Eso no me consoló en absoluto. Durante la prueba, me pasé el rato mirando el difuminado perfil del monitor fetal, y preguntando a la técnica (una australiana que no podía tener más de veintitrés años) si veía alguna cosa funesta.

      —No se preocupe —dijo—. Está bien.

      —Pero el bebé...

      —No es necesario que se...

      Pero no oí el final de la frase porque el prurito empezó de nuevo. Solo que esta vez, las zonas más afectadas eran el diafragma y la pelvis, exactamente donde me habían aplicado el gel de la ecografía. Al cabo de un minuto, el picor era insufrible, y tuve que decirle a la chica que necesitaba rascarme la barriga.

      —No se preocupe —dijo, aparcando el aparato que había tenido apoyado en mi estómago.

      Inmediatamente, empecé a rasgarme la piel. La chica me miró estupefacta.

      —Calma, por favor —dijo.

      —No puedo. Me está volviendo loca.

      —Pero va a hacerse daño, y se lo hará al bebé.

      Aparté las manos. El picor se intensificó. Me mordí el labio tan fuerte que estuvo a punto de sangrar. Cerré los ojos con fuerza, pero empezaron a caerme lágrimas. De repente, tenía la cara cubierta de lágrimas. Al cerrar los ojos con fuerza me dolieron todos los músculos de la parte superior de la cara.

      —¿Se encuentra bien? —preguntó la chica.

      —No.

      —Espere un momento —dijo—. Pero, por favor, no vuelva a rascarse el vientre.

      Me pareció que tardaba una hora en volver, aunque cuando miré el reloj comprobé que solo habían pasado cinco minutos. Cuando la chica volvió con la enfermera Howe, me encontró agarrada al borde de la cama, a punto de gritar.

      —Explíqueme lo que le pasa —dijo la enfermera Howe.

      Cuando le expliqué que quería rascarme el vientre hasta arrancarme la piel, o hacer lo que fuera para que parara el picor, me examinó y luego cogió el teléfono y dio unas órdenes. Se inclinó hacia mí y me apretó el brazo.

      —Ahora vienen.

      —¿Qué van a hacer?

      —Darle algo para que cese el picor.

      —Pero ¿y si es mi imaginación? —dije con una voz que se acercaba a la histeria.

      —¿Usted cree que es su imaginación? —preguntó la enfermera Howe.

      —No lo sé.

      —Si se rasca así, no es su imaginación.

      —¿Está segura?

      Sonrió y dijo:

      —No es la primera embarazada que se queja de picores.

      Llegó una auxiliar, con una bandeja de medicamentos. Me limpió el gel de la ecografía. Luego, utilizando lo que parecía un pincel esterilizado, me pintó el vientre con una sustancia rosa y arcillosa, loción de calamina que me alivió instantáneamente el picor. La enfermera Howe me alargó dos comprimidos y un vasito de agua.

      —¿Qué es? —pregunté.

      —Un sedante suave.

      —No necesito un sedante.

      —Yo creo que sí.

      —No quiero estar atontada cuando llegue mi marido.

      —Esto no la dejará atontada, solo la calmará.

      —Ya estoy calmada.

      La enfermera Howe no dijo nada. Se limitó a ponerme los dos comprimidos en la palma de la mano y me ofreció el vaso de agua. De mala gana me tragué las píldoras y dejé que me pusieran en la silla de ruedas y me llevaran otra vez a la habitación.

      Tony llegó antes de las ocho con unos periódicos bajo el brazo y un ramo de flores mustio. Los comprimidos habían hecho efecto y aunque la enfermera Howe no me había mentido con lo de que no me dejarían atontada, no me había dicho que aplacaban cualquier agitación emocional y me harían sentirme apagada y embotada, alicaída... harían sentirme... aunque era perfectamente consciente de que Tony intentaba disimular la angustia que le producía verme en ese estado.

      —¿Tan horrible estoy? —pregunté en voz baja cuando se acercó a la cama.

      —Qué tonterías dices —exclamó, inclinándose para darme un beso en la frente.

      —Deberías haber visto al otro —dije, y me oí reír con una risa cavernosa.

      —Por la forma en que te caíste anoche me esperaba algo peor.

      —Es un consuelo. ¿Por qué no me has llamado?

      —Porque, según la enfermera de turno, no recuperaste la conciencia hasta las tres.

      —Pero después de las tres...

      —Conferencias, entregas, las páginas que tenían que salir. Se llama trabajo.

      —¿Quieres decir como yo? Yo soy trabajo para ti, ¿verdad?

      Tony inspiró con irritación; una forma de hacerme saber que no le gustaba nada el cariz que estaba tomando


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