Una relación especial. Douglas Kennedy

Una relación especial - Douglas  Kennedy


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el cristal del Mercedes, y contemplaba el asfalto mojado, los contenedores de basura llenos a rebosar, los racimos de establecimientos de comida rápida, de vez en cuando una calle en forma de media luna con casas elegantes, un gran retazo de parque verde (Clapham Common, me informó Tony), el laberinto sórdido de calles pobres (Stockwell y Vauxhall) justo antes de los bloques de oficinas, y luego una visión espectacular de las Casas del Parlamento, más bloques de oficinas, más casas de anónimo ladrillo rojo, la sorprendente aparición del Tower Bridge, luego un túnel, y al final... Wapping.

      Un barrio de pisos nuevos, un almacén de vez en cuando, un par de torres de oficinas, y un enorme complejo industrial rechoncho, oculto tras unos muros altos de ladrillo y alambre de espino.

      —¿Qué es eso? —pregunté—. ¿La cárcel de la ciudad?

      Tony rio.

      —Es donde trabajo.

      Medio kilómetro más o menos después del complejo, el chófer paró frente a un edificio moderno de unos ocho pisos. Subimos en ascensor al cuarto piso. El pasillo estaba empapelado con un anémico papel de color crema y el suelo estaba cubierto con una alfombra de color marrón claro. Llegamos ante una puerta de madera chapada. El chófer sacó dos llaves y nos dio una a cada uno.

      —Haz tú los honores —dijo Tony.

      Abrí la puerta y entré en un pequeño piso de una sola habitación. Estaba amueblado al estilo impersonal de un Holiday Inn, y daba a un callejón trasero.

      —Bien —dije, después de mirarlo todo—. Así encontraremos casa más rápidamente.

      Fue Margaret Campbell, mi vieja compañera de universidad, quien aceleró el proceso de búsqueda de casa. Cuando la llamé antes de marcharme de El Cairo y le explique que no solo estaba a punto de mudarme a Londres, sino que me había casado y para rematarlo estaba embarazada, me preguntó:

      —¿Algo más?

      —Por suerte, no.

      —Bueno, me encantará tenerte aquí, créeme, te acabará gustando esta ciudad.

      —¿Lo que significa...?

      —Que necesitarás un tiempo para adaptarte. Pero, oye, ven a almorzar conmigo en cuanto llegues, y te enseñaré cómo funciona todo. Espero que tengas un montón de dinero. Porque este sitio hace que Zúrich parezca barato y alegre.

      Lo cierto es que Margaret no estaba pasando penurias precisamente; ella y su familia vivían en una casa de tres pisos de South Kensington. La llamé a la mañana siguiente de llegar a Londres y, fiel a su palabra, me invitó a su casa aquella tarde. Había engordado un poco desde la última vez que nos habíamos visto y llevaba pañuelos Hermès y conjuntos de chaqueta y jerséis de angora. Había dejado un puesto importante de ejecutiva en el Citibank para asumir el papel de madre ama de casa posfeminista, y había acabado en Londres cuando trasladaron allí a su marido abogado dos años antes. A pesar de aceptar el estilo de vida de mujer corporativa, seguía siendo la buena amiga de lengua afilada que conocí en mis años de universidad.

      —Me parece que esto está fuera de nuestro alcance —dije, echando un vistazo a su casa.

      —Oye, si la empresa no pagara las sesenta mil del alquiler...

      —¿Sesenta mil libras? —dije, apabullada.

      —Es South Kensington. Pero sí, en esta ciudad, un estudio modesto en un barrio de nada te cuesta mil libras al mes de alquiler... lo cual es una indecencia. Es el precio de admisión. Por eso vosotros deberíais pensar en comprar algo.

      En vista de que yo no empezaría a trabajar en el Post hasta un mes después y sus dos hijos pasaban en la escuela todo el día, Margaret decidió acompañarme a buscar casa. Naturalmente, Tony me cedió la tarea encantado. Reaccionó de forma sorprendentemente positiva ante la idea de comprar una casa en la ciudad, en especial porque sus colegas del Chronicle no paraban de decirle que en Londres quien dudaba en el juego inmobiliario estaba perdido. Pero, como descubrí enseguida, incluso la más modesta casita adosada en la última parada del metro tenía un precio exorbitante. A Tony aún le quedaban cien mil libras de la venta de la casa de sus padres en Amersham. Yo tenía otras veinte mil de unos ahorros que había acumulado en los últimos diez años. Y Margaret, que asumió inmediatamente el papel de consejera inmobiliaria, se puso a telefonear y decidió que nuestro destino era un barrio llamado Putney. Mientras me llevaba hacia el sur en su BMW, me puso al día.

      —Mucha oferta, todos los equipamientos familiares que necesitas, junto al río, y la District Line llega hasta Tower Bridge, que es perfecto para la oficina de Tony. Aunque hay zonas de Putney donde necesitas más de un millón y medio para poner un pie en la puerta...

      —¿Un millón y medio? —pregunté.

      —No es un precio desorbitado en esta ciudad.

      —Claro, en Kensington o en Chelsea. Pero ¿en Putney? Es ya un barrio de las afueras, ¿no?

      —De las afueras interiores. Escucha, solo está a nueve o diez kilómetros de Hyde Park... que en esta inmensidad significa una pequeñez. De todos modos, uno y medio es el precio que se pide por una gran casa en West Putney. Donde yo te llevo es al sur de Lower Richmond Road. Callecitas bonitas que llegan hasta el Támesis. Y quizá la casa sea pequeña, solo tiene dos dormitorios, pero hay posibilidad de ampliar.

      —¿Desde cuándo eres agente inmobiliaria? —pregunté riéndome.

      —Desde que me mudé a esta ciudad. Te lo juro, los ingleses puede que sean taciturnos y distantes cuando acabas de conocerlos, pero si logras hacerles hablar de propiedades, no hay quien les haga callar. Sobre todo cuando se trata de los precios de las casas de Londres, que es la mayor obsesión urbana en este momento.

      —¿Tardaste mucho en adaptarte?

      —Lo peor de Londres es que nadie llega a adaptarse de verdad. Y lo mejor de Londres es que nadie llega a adaptarse. Asúmelo y lo pasarás bastante bien. También se tarda un poco en aprender que, incluso si, como a mí, te gusta vivir aquí, es mejor dejar entrever una ligera anglofobia.

      —¿Y eso por qué?

      —Porque los ingleses desconfían de las personas que les muestran aprecio.

      Sin embargo, misteriosamente Margaret no jugó la carta anglofóbica con el más que obsequioso agente inmobiliario que nos enseñó la casa de Sefton Street, en Putney. Cada vez que intentaba disimular algún defecto, como la moqueta de estampado de cachemira, el baño diminuto y el papel pintado imitación madera que evidentemente tapaba infinitas capas de yeso, ella atacaba con un «¿Está bromeando?», comportándose deliberadamente como una estadounidense grosera para descolocarlo. Se salió con la suya.

      —¿De verdad piden cuatrocientas cuarenta mil por esto?

      El agente inmobiliario, con su camisa rosa, traje negro y corbata de grandes almacenes de lujo, sonrió débilmente.

      —Bueno, Putney está muy solicitado.

      —Sí, de acuerdo, pero solo tiene dos habitaciones. Por no hablar del estado de la casa.

      —Admito que la decoración está un poco pasada.

      —¿Pasada? Yo la llamaría arcaica. A ver, ¿aquí murió alguien, verdad?

      El agente inmobiliario volvió a perder la confianza en sí mismo.

      —La vende el nieto de los antiguos ocupantes.

      —¿Qué te decía? —dijo Margaret, mirándome—. Esta casa no se ha tocado desde los sesenta. Y apuesto a que está en el mercado desde hace...

      El agente inmobiliario esquivó la mirada de Margaret.

      —Venga, suéltelo —dijo Margaret.

      —Unas cuanta semanas. Y estoy seguro de que el vendedor está dispuesto a considerar una oferta,

      —Apuesto a que sí —dijo Margaret, luego se volvió hacia mí y susurró—: ¿Qué te parece?


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