Memorias de Cienfuegos. Alberto Vazquez-Figueroa

Memorias de Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa


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como un cerdo y disfrutaba cazando esclavas de las que abusar. Y no es que me esté justificando; no lo necesito, ya que dudo que a los marinos, cartógrafos, exploradores y adelantados que tengan que jugarse la vida adentrándose en los mares, selvas y montañas del Nuevo Mundo les interesen más mis pecados que mis conocimientos.

      –Lo acepto. Prosigamos.

      –Cuando el capitán regresó de una de sus expediciones, un alma caritativa le puso al corriente de lo que acontecía, por lo que aprestó sus armas, llamó a sus perros y subió a los riscos decidido a no regresar sin mi cabeza.

      –Cualquier hombre decente hubiera hecho lo mismo.

      –Era muy valiente, de eso no hay duda, y sus mastines unas auténticas bestias, pero allá arriba no le servían de nada. Maté dos a pedradas, el otro se despeñó solito y al vizconde tuvieron que ir a buscarlo tres días más tarde porque no era hijo ni nieto de «cabreros de barranco», y aunque le sobraban cojones, tenía vértigo.

      El desgarbado alzó la mano:

      –No se puede escribir «cojones» en un documento oficial.

      –Escríbalo, y si un censor se atreve a cambiarlo que lo cambie a su riesgo, porque mis órdenes, de boca del mismísimo emperador, son transcribir lo que nuestro invitado diga, palabra por palabra.

      –¡De acuerdo! «Cojones y tenía vértigo». Podéis continuar.

      –Con frecuencia me he arrepentido de haber llevado a un hombre que únicamente pretendía lavar su honor a una situación tan humillante; intento imaginar lo que debió sentir cuando comprendió que le abandonaba allí y corría a acostarme con su esposa, y por lo tanto entiendo que dedicara el resto de su vida a intentar vengarse. Pero en aquellos momentos yo era muy joven.

      –La juventud suele ser una disculpa en exceso socorrida.

      –Pero tiene un defecto: tan solo se puede recurrir a ella mientras aún se es joven. Y dura poco; tan poco, que a partir de ese día me vi obligado a madurar a toda prisa. Con mi honda y mi pértiga me consideraba el rey de los acantilados saltando de roca en roca y dejando atrás en diez minutos a quienes intentaran atraparme, pero a los tres días los valles, las quebradas, los riscos y los bosques se plagaron de silbidos anunciando que se pagaban diez doblones por mi cabeza.

      –¿Diez doblones?

      –¡Y de oro! Admito que hoy en día puede que los valga, aunque tan solo sea por los recuerdos que guardo en ella, pero por aquel tiempo se me antojó un despilfarro. No obstante, y como se trataba de mi única cabeza, decidí acceder a la petición que me había hecho Ingrid: escapar de la isla, viajar hasta Sevilla y esperarla a la salida de la misa de las ocho a las puertas de la catedral.

      –¿Cuándo?

      –Los domingos. Nos prometimos que acudiríamos a la catedral todos los domingos durante el resto de nuestras vidas, puesto que estábamos decididos a vivirlas juntos. Yo debía irme de la isla esa misma noche y ella me seguiría en cuanto tuviera oportunidad, por lo que bajé a la playa, nadé hasta uno de los barcos que estaban fondeados en la bahía y me escondí en una bodega, de la que por la mañana me sacaron a patadas y me pusieron a fregar cubiertas.

      –¿No os castigaron por ser polizón?

      –Bastante castigo eran las patadas, los coscorrones, el mareo y el vomitar hasta el alma. Era gente muy bruta a la que apenas entendía, y creo que tardaron en darse cuenta de que no pertenecía a su tripulación, ya que se trataba de una flotilla en la que por lo visto cambiaban de barco a los grumetes según la necesitaran en una nave o en otra. A los dos días supe que, a pesar de que Ingrid me había asegurado que todos los barcos que zarpaban de La Gomera acababan en Sevilla, aquellos navegaban en dirección contraria.

      –¿Qué significa exactamente «en dirección contraria»?

      –Que, por lo que siempre me habían dicho, Sevilla quedaba en el punto en que sale el sol, pero nosotros nos dirigíamos hacia donde se pone; es decir, hacia «El Océano Tenebroso» en el que nadie había osado adentrarse. Tardé otros dos días en saber que el almirante de la flota aseguraba que la Tierra no era plana sino redonda, por lo que navegando hacia el oeste acabaríamos en el este.

      –¿Navegando hacia el oeste acabarían en el este? Quiero suponer que para un muchacho de vuestra edad resultaría confuso.

      –¿Confuso dice? ¡Absurdo! No entendía nada de nada, me molían a coces y estaba convencido de haberme subido a un barco de mulas capitaneado por un loco.

      –Si le sirve de consuelo le confesaré que por aquel tiempo eran muchos los que pensaban que Cristóbal Colón estaba loco.

      Capítulo II

      –Cuando sol comenzaba a hundirse en el mar recordé cuántas veces había intentado distinguir el contorno de la isla de San Barandán que, según los lugareños, aparece algunos atardeceres en el horizonte pero que en mi caso siempre resultó empeño inútil, pese a que los más ancianos del lugar juran haberla visto infinidad de veces. A mi modo de ver tan solo se trata de una leyenda puesto que, dado el rumbo que llevábamos, de haber existido tendríamos que haber topado con ella.

      –He oído hablar de esa misteriosa isla y puede que se trate de un espejismo. Los marinos aseguran que, al igual que en el desierto, en los mares en calma suelen darse ese tipo de fenómenos.

      –Doy fe de ello puesto que en ocasiones me ha parecido ver incluso personas y animales, pero en aquellos momentos tampoco me preocupaba San Barandán puesto que apenas tenía tratos más que con los grumetes, y todos estaban convencidos de que pronto caeríamos al insondable precipicio en el que acababa la Tierra.

      –¡Absurdo!

      Cienfuegos observó de medio lado a Fray Anselmo, un joven y regordete dominico que se había sumado al grupo con el aparente fin de que existieran dos copias del manuscrito sin una sola palabra de diferencia que algún día pudiera dar pie a malentendidos.

      Al igual que Fray Gaspar de Vinuesa, hacía gala de una escritura clara y pulcra, aunque en lo que respecta a la higiene personal su pulcritud no estaba a la altura de su letra. Tenía caspa y olía a puchero.

      –Se os antoja absurdo porque habéis crecido sabiendo que la Tierra es redonda, pero os recuerdo que los miembros de vuestra congregación estaban entre los que con mayor fanatismo defendían que acaba en ese abismo que aterrorizaba no solo a los grumetes, sino a incontables miembros de la tripulación. Por las noches algunos lloraban mientras otros maldecían el día en que habían aceptado enrolarse en tan insensata aventura. La mayoría eran andaluces, y sabido es con cuanta intensidad son capaces de maldecir los andaluces.

      –Y los gallegos.

      –Cierto, pero en aquella malhadada aventura gallegos y catalanes había pocos, y en cuanto oscureció se hizo un silencio roto tan solo por el crujir del navío, el rumor del agua al lamer las bordas, el restallar de los foques y los lamentos de gente que lloraba.

      –¿Lloraba, ha dicho?

      –Y a moco tendido. Y si yo no lloré fue porque nadie me había enseñado.

      –A llorar se aprende en el momento de nacer –le hizo notar don Bernardo Olivar.

      –Y con razón, porque pasar del cálido vientre de tu madre a un mundo tan cruel manda cojones.

      Ahora fue el recién llegado Fray Anselmo el que alzó la mano:

      –No se puede escribir «cojones» en un documento oficial.

      –Ya hemos aclarado ese punto –puntualizó el marqués–. O sea que adelante con los cojones, y si nos capan será por haber cumplido fielmente los mandatos de Su Majestad.

      –Me conforta vuestro sentido del humor –le hizo notar Cienfuegos–. Y bien que lo hubiera necesitado en aquellos difíciles momentos, puesto que lejos de mi entorno el brusco cambio me golpeaba con tanta violencia


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