Memorias de Cienfuegos. Alberto Vazquez-Figueroa

Memorias de Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa


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apenas tenía una clara noción de la utilidad de la mayoría de los objetos, y desconocía el suficiente número de palabras como para comunicarme con el resto de la tripulación, me sentía incapaz de captar el auténtico significado de los gestos que conformaban su habitual manera de expresarse. A la luz del día parecían comportarse de modo más o menos razonable, pero en cuanto las tinieblas se apoderaban de la nave, un miedo irrefrenable los transformaba en niños.

      –El diablo reina en la noche.

      –Eso suena a blasfemia, Fray Anselmo, pero por ser la primera no os lo tendré en cuenta… –lo reconvino el Marqués de Peñagrande–. Continuad, por favor.

      –Me acurruqué en el suelo y permanecí así, como alelado, hasta que hizo acto de presencia un hombre que se abría paso por entre los fardos, los toneles o los cuerpos, como si no existiesen o tuviesen órdenes expresas de apartarse. Vestía de oscuro, olía a sotana y había algo en él que imponía respeto y repelía al propio tiempo. Ascendió los tres escalones del castillo de proa, llegó a mi lado, se detuvo a tan corta distancia que me hubiera bastado alargar la mano para rozar sus botas, y buscó apoyo en un obenque para permanecer muy erguido con la vista clavada en la distancia.

      –¿Cómo podíais saber que olía a sotana si hasta ese momento no habíais tenido contacto con ningún religioso?

      –Porque un cabrero que vive de su entorno debe tener olfato de podenco, vista de cernícalo y memoria de rata. Aquel hombre olía como el cura que intentó bautizarme, y aquel tufo a ropa pesada me obligó a pensar que era un hombre autoritario, encerrado en sí mismo y muy diferente al resto de la tripulación.

      –¿Acaso os consideráis tocado por el don de la intuición?

      –La intuición es el último clavo al que puede aferrarse el ignorante que carece de poder, familia o amigos, y vive en un entorno en el que la muerte lo acecha a cada paso. Y no es un don; tan solo un recurso que por desgracia no se aprende a base de palabras sino de golpes.

      –Doy fe de ello… Continuad.

      –El hombre de negro se mantuvo muy quieto durante un período de tiempo que se me antojó desmesurado, musitando en voz baja, tal vez rezando o conjurando a los demonios de las aguas en un intento de calmarlos y evitar que devoraran la nave, como al parecer todos temíamos. Luego alzó lentamente la mano, acarició con un gesto que podría considerarse de amor profundo el foque, y pareció tratar de cerciorarse de que tomaba todo el viento que soplaba sin permitir que se le escapara tan siquiera una brizna y en ese justo momento se escuchó un sollozo y alguien gritó: «¡Este barco se hunde!». No había pasado un segundo cuando desde popa otro le respondió: «¿Y por qué te preocupas tanto…? ¿Acaso es tuyo?». Juraría que el incluso el Almirante se echó a reír.

      –Sería la única vez que lo hizo. Tenía fama de amargado.

      –De avinagrado, sería la palabra correcta. Al despuntar el alba me patearon las piernas con aquella costumbre al parecer inseparable de los hombres de a bordo y me obligaron a dejar reluciente «La Marigalante».

      –¿Quién era «La Marigalante»?

      –¿Y quién iba a ser…? ¡La nave!

      –En ningún lugar figura una cuarta nave con ese nombre –puntualizó don Bernardo Olivar.

      –Es que no había ninguna cuarta nave. Era la primera, la capitana.

      –Se llamaba «Santa María» –le hizo notar, casi reprendiéndole, Fray Gaspar de Vinuesa.

      –¡Y un cuerno!

      –Tampoco creo que se pueda hablar de cuernos en un documento de esta naturaleza.

      –Pues os aseguro que si en lo que tengo que contar no figura la palabra cuerno van a quedar lagunas del tamaño de las de Ruidera. Se llamaba «La Marigalante», pero a Sus Majestades les pareció inapropiado que una expedición a la búsqueda del Cipango estuviera comandada por una nave con tal nombre. ¿Os imagináis…? «La Pinta», «La Niña» y «La Marigalante». Parecería una flotilla de putones destinada a expandir la gonorrea.

      –¡Señor…!

      –¡Perdón! A veces me paso.

      –¡Y tanto!

      –¿Puedo escribir gonorrea?

      –¡Por Dios, don Gaspar! Dadme un respiro.

      Si el Marqués de Peñagrande sospechó desde un primer momento que el encargo que había recibido de labios del emperador no iba a resultar tarea sencilla, jamás llegó a imaginar que pudiera complicarse tanto, dado que el que estaba considerado en aquellos momentos «el hombre más importante del reino» estaba resultando ser el más irritante del imperio.

      –Escribid gonorrea, y que el buen Señor se apiade de nosotros. Y vos continuad, pese a quien pese.

      –Quien se apiadó de mí, me enseñó a contar y las primeras letras fue don Juan De la Cosa.

      –¿El cartógrafo?

      –Exactamente; el primer cartógrafo del Nuevo Mundo, el descubridor, con Alonso de Ojeda, del río Orinoco y Venezuela, el autor del mapa que cuelga en esa pared, y uno de mis buenos amigos a los que devoraron los caníbales.

      Don Bernardo Olivar alzó los brazos entre horrorizado y escandalizado mientras exclamaba:

      –¡Alto, alto, alto…! En ningún documento figura que al insigne Juan De la Cosa se lo comieran los caníbales.

      –Si lo admitieran la mitad de los que pretenden colonizar nuevas tierras se negaría a ir. Una cosa es saber que pueden matarte y otra muy distinta saber que puedes acabar convertido en chuletón.

      –¡Por los clavos de Cristo!

      –Así es, mal que me pese. Juro por Dios que he visto cómo devoraban a uno de mis compañeros mientras aún agonizaba. Y también vi lo poco que dejaron de don Juan, al que el Señor tenga en su gloria.

      Fray Gaspar de Vinuesa experimentó lo que podría considerarse un ataque de ansiedad, dejó la pluma a un lado, abrió el ventanal, aspiró profundo, pero casi de inmediato se encontraba listo para continuar con su tarea.

      –Cuando gustéis.

      –Los más versados en el tema de cuantos iban a bordo, que no eran muchos, aceptaban la medición de la circunferencia de la Tierra que había hecho Eratóstenes, pero otros consideraban más correctas las de Claudio Ptolomeo, que la reducía en un tercio. Colón prefería aferrarse a esta última versión porque de lo contrario se suponía que tendríamos que continuar navegando durante casi un año.

      –Lo que ni la tripulación ni los barcos soportarían…

      –Una mañana distinguimos un inmenso tronco que flotaba a estribor, y cuando nos aproximamos nos asustamos al comprobar que se trataba de los restos del palo mayor de una nave portuguesa cuyo tonelaje debió superar en mucho al de «La Marigalante».

      –¿Sabéis su nombre?

      –No, pero esa noche volvieron a escucharse los sollozos de quienes continuaban convencidos de que el fin de la travesía estaba próximo y habían llegado al punto en que todo barco que se aventurase por el Océano Tenebroso sería arrastrado a los abismos por las inmensas bestias que lo poblaban. Fue la primera vez que escuché «La Canción del Náufrago».

      –¿Qué canción es esa?

      «Marinero no le temas al mar, teme a la roca.

      Marinero no le temas al mar, teme a la roca.

      El mar mece tu cuerpo, la roca lo destroza.

      El mar mece tu cuerpo, la roca lo destroza.

      Mujer, recuérdame en tu corazón y no en la boca.

      Mujer, recuérdame en tu corazón y no en la boca.

      Que quiero descansar en el fondo y no en la costa.

      Que


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