Memorias de Cienfuegos. Alberto Vazquez-Figueroa

Memorias de Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa


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lo hubiera aceptado –señaló Fray Gaspar–. Parece una historia de brujería.

      –La desidia se apoderó de la tripulación, surgían disputas por los más nimios motivos, el contramaestre se vio en la obligación de echar mano de toda su autoridad y don Juan De la Cosa de su extraordinaria diplomacia.

      –¿El Almirante continuaba en sus trece…?

      –Y en sus catorce y en sus quince, hasta la tarde en que un alcatraz se posó en un obenque para cagarse justo sobre la rosa de los vientos. De dónde había salido y por qué eligió semejante lugar para hacer sus necesidades cuando tenía a su disposición millas de mar abierto no pudimos averiguarlo, y quizá fuera pura casualidad o una deliberada exhibición de puntería. Se alejó hacia el sudoeste y Juan De la Cosa y Pero Alonso Niño vieron en ello una señal inequívoca de que había sido enviado para indicarles el camino a su nido en una costa cercana, pero el Almirante ordenó que el rumbo continuara inalterable, abriéndonos camino como buenamente podíamos a través de aquel potaje de berros.

      –No cabe duda de que era terco.

      –Más que una mula. Apuntaba en el diario de a bordo la estimación de la distancia recorrida, pero en otro cuaderno anotaba las leguas, restándoles siempre una pequeña parte, pues de ese modo pretendía hacernos creer que nos habíamos alejado menos de lo que era en realidad, al tiempo que guardaba el secreto de en qué punto se encontraba tierra firme cuando pusiéramos el pie en ella.

      –Retorcido amén de terco.

      –Más que una bayeta de cocina, pero ni los hermanos Pinzón, ni De la Cosa, ni Pero Alonso Niño se dejaban engañar, pese a que en apariencia dieran por buenas sus acotaciones. «La Pinta», que era la más veloz, se adelantaba en las horas diurnas, zigzagueaba, iba y venía tratando de avistar un rastro de tierra, pero pese a que no encontró tierra, una mañana su vigía de cofa gritó: «¡Aguas libres a proa!».

      –Debió ser un gran alivio.

      –Desde luego, puesto que algunos comenzaban a musitar que una muerte rápida y noble era más digna que aquella condena a vagar eternamente por un infinito mar de hierbas nauseabundas. Cuando al fin se cerraron sobre las estelas los últimos sargazos y el rumor de las olas cantó contra los cascos, comenzamos a bailar y saltar como locos. Ahora sí que la tierra parecía estar cerca; se palpaba ya en el aire y los hombres se quemaban los ojos de mirar al oeste. Existía la promesa de la reina de un jubón de seda y una renta vitalicia de diez mil maravedíes para quien divisara la costa en primer lugar, y un centenar de infelices que jamás habíamos poseído más que un pantalón remendado nos mordíamos los labios soñando conquistar semejante fortuna.

      –¿También Vos?

      –¿Os imaginas lo que hubiera sido presentarme ante Ingrid con un jubón de seda y una renta vitalicia? Tenía los ojos como platos porque cientos de aves surcaban el cielo y un pajarraco de curvado pico que mostraba a las claras que no se alimentaba de peces sino de frutos se posó en el bauprés. Los que habían recorrido las costas de Guinea no dudaron en señalar que sus congéneres de África jamás solían alejarse de la costa.

      –Yo también hubiera estado nervioso… –se sinceró Fray Gaspar–. ¡Una renta vitalicia..!

      –Al amanecer del día siguiente nos despertó un cañonazo de «La Niña», que marchaba en vanguardia, notificando que el vigía había divisado tierra, pero aunque se agradeció a los cielos tal portento con una sonora salve que la mayoría rezó de hinojos, pasaron las horas y la promesa se diluyó en una oscura nube que al final demostró que en su seno no ocultaba más que un agua que empapó las cubiertas. De la Cosa lamentó no llevar a bordo un sacerdote, y muchos veían en esa carencia la mano del Almirante, que había preferido no compartir con la Iglesia el honor de arribar por primera vez a las costas de Oriente, o que temía que tratase de arrogarse la tarea de imponer el cristianismo a los paganos del Cipango.

      –Esa era, y sigue siendo, nuestra principal obligación.

      –Pero por lo que algunos cuentan Colón era un converso y no debía verlo así. Al oscurecer del jueves escuchamos pájaros, y poco antes de la medianoche acudí al alcázar de popa a señalarle a Luis de Torres que olía a tierra por la cuarta de babor queriendo saber si el Almirante me entregaría el jubón de seda y los diez mil maravedíes. Me observó unos instantes, descolgó una bolsa que jamás abandonaba y la hizo tintinear. «Si hueles tierra, cóbrate con el sonido, rapaz –me replicó burlón–. El mandato especifica que el premio será para quien divise en primer lugar las costas de Oriente. No hace mención a los olores».

      –Y la razón le asistía.

      –Visto después de tantos años así es, pero yo aún seguía siendo un iluso. Cerca de las dos de la mañana resonó la voz de un vigía de «La Pinta», al que todos llamaban Rodrigo de Triana: «¡Tierra! –gritó hasta desgañitarse–. ¡Tierra por la cuarta de babor!».

      –¡Gran momento debió ser aquel!

      –Gran momento, en efecto, pero su Excelencia don Cristóbal Colón, que a partir de esos momentos recibía el fabuloso título de Almirante de la Mar Océana y Virrey de las Indias, atajó de inmediato la alegría de Rodrigo. «Hace más de tres horas que divisé una luz en ese punto –dijo–. Y me reservo por tanto el derecho a la recompensa».

      –Me niego a creerlo.

      –Pues os juro que es verdad. Tras pleitear inútilmente por sus derechos, Rodrigo de Triana emigró a Argel abjurando de su religión para abrazar el islamismo y dedicar el resto de su vida a luchar contra quienes habían cometido una notoria injusticia que había indignado igualmente al resto de la tripulación. Ver una luz es como oler tierra, y el Almirante podía cobrarse por tanto con el brillo de una moneda. Me duele en el alma, si es que la tengo, descubrir que las leyes, incluso las que imparten personalmente los reyes, no tienen idéntico valor para todos.

      –¿Qué sentisteis en el momento de pisar el Nuevo Mundo?

      –En primer lugar, alivio; no por pisar un supuesto Nuevo Mundo, que poca noción tenía de ello en ese instante, sino por el simple hecho de pisar tierra firme, fuera las que fuera, debido a que pensaba, y creo que aún lo sigo pensando, que los barcos son unos trastos diabólicos; celdas bamboleantes y malolientes sobre las que siempre cuelga una espada de Damocles en forma de rayo o de tormenta.

      –Admito que tampoco me merecen confianza y que en cuanto abandonan el río se me revuelven las tripas.

      –Lo segundo que experimenté fue sorpresa ante la belleza de una isla que podría considerarse un paraíso, y la tercera asombro al ver aparecer hombres y mujeres totalmente desnudos pero cuyo color de piel o cuyos rasgos nada tenían en común con los chinos que íbamos buscando. Un grumete me comentó que el Almirante había montado en cólera.

      –¿Montado en cólera? –se sorprendió Fray Anselmo?–. ¿Y por qué? Había alcanzado su primer objetivo.

      –Para los hombres como don Cristóbal no existe un primer objetivo, padre; existe «el objetivo», y el suyo era desembarcar en un puerto rodeado de grandes edificios de los que surgirían mandarines con hermosas togas de seda, no en una larga playa rodeada de cocoteros de los que descendían salvajes en pelotas. ¡Un auténtico fracaso!

      –Pero fue el día que marcaría un antes y un después en nuestra historia.

      –¿Conoce el cuento de los dos vascos que van a buscar setas?

      –No.

      –De pronto uno empieza a dar saltos porque se ha encontrado una pepita de oro, pero el otro le riñe recordándole que no han ido a buscar oro sino setas. El Almirante era como ese vasco; quería un viejo chino arrugado, no una hermosa nativa de grandes pechos y piel tersa que le estaba haciendo comprender una vez más que sus cálculos estaban errados.

      –¿Y el resto de los hombres qué sentían?

      –La mayoría, al igual que yo, alivio, puesto que había sido una singladura harto agitada con los nervios a flor de piel, y en segundo lugar una perentoria necesidad de


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