En camino hacia una iglesia sinodal. Varios autores

En camino hacia una iglesia sinodal - Varios autores


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este documento, el papa reafirma todo lo que ya expresó en el discurso de 2015, dando valor de ley al Sínodo como proceso y no como acontecimiento. El documento fija en la parte canónica el perfil del Sínodo de los obispos, como está establecido en el can. 342 del Código de derecho canónico, la directa sumisión del organismo al papa, confirmando en gran parte las disposiciones del ordo Synodi vigente. Nueva es la parte que afecta a sus fases, que transforman el Sínodo de acontecimiento en proceso: la fase preparatoria, con la consulta al pueblo de Dios; la fase asamblearia, con la discusión del Instrumentum laboris y la elaboración del documento final, que, cuando fuera aprobado por el papa, participaría de su magisterio ordinario, y la acogida y actuación de las conclusiones del Sínodo.

      Pero la parte más novedosa del documento es la premisa doctrinal. El impacto a nivel eclesiológico es relevante, aunque no cambie la naturaleza del Sínodo. El organismo permanece como consultivo, en la lógica de la participación de todos los obispos en comunión jerárquica en la solicitud por la Iglesia universal, como manifestación peculiar de la comunión episcopal con Pedro y bajo Pedro (EC 1). Pero el texto, subrayando el principio de la escucha, define que el Sínodo de los obispos es «expresión elocuente de la sinodalidad, como dimensión constitutiva de la Iglesia» (EC 6). El proceso sinodal de escuchar-discernir-actuar no es algo extrínseco a la Iglesia, una técnica participativa a semejanza de las democracias, sino manifestación de su naturaleza sinodal, basada sobre las relaciones entre el pueblo de Dios y sus pastores. La Exhortación pone en evidencia que no es el Sínodo de los obispos el que hace la Iglesia sinodal, sino al revés: es la Iglesia constitutivamente sinodal –en cuanto pueblo de Dios que peregrina hacia el Reino– la que pide instituciones que le correspondan.

      Conclusión

      Al final cabe preguntarse: ¿qué enseña a la Iglesia esta parábola de la sinodalidad?

      1) En primer lugar, es la historia del Sínodo la que nos enseña: desde su institución, este organismo es como el papel tornasol de las dificultades de la Iglesia frente a un cambio de paradigma, tanto a nivel eclesiológico como pastoral. La insistencia sobre su dimensión consultiva y la defensa casi compulsiva del principio de autoridad son síntomas de la resistencia a dejar un modelo de Iglesia piramidal, aunque el Vaticano II propusiera una eclesiología del pueblo de Dios que pone en el fundamento de la Iglesia el principio de igualdad entre todos sus miembros antes que la diferencia de funciones y estados de vida. Se puede leer el camino del Sínodo en paralelo a la débil declinación de la colegialidad hasta hoy, y a la casi inexistente participación del pueblo de Dios, destinatario pasivo de la acción pastoral de la jerarquía, en la vida de la Iglesia.

      2) De esta historia emerge además un aspecto positivo y en cierta manera providencial: llamar a este organismo con el nombre de Sínodo de los obispos –evidentemente, en analogía con el sancta Synodus–, introdujo la cuestión de la colegialidad y de la sinodalidad en la Iglesia católica. De la colegialidad, porque estaba claro para todos que el perfil que Pablo VI escogió para este organismo era prudencial; cuando él mismo o Juan Pablo II hablaron de un posible desarrollo, era evidentemente en sentido colegial. De sinodalidad, porque la falta de colegialidad en la Iglesia trasladó la atención sobre esta categoría eclesiológica, capaz de poner en marcha, a juicio de muchos, la eclesiología conciliar más que la colegialidad, en la línea evidente de la participación del pueblo de Dios en la vida de la Iglesia.

      3) Esta doble atención a la colegialidad y a la sinodalidad, aunque no convergente y frecuentemente alternativa, destacó un proceso de recepción del Vaticano II complejo y original, que nos ha traído a la idea de una «Iglesia constitutivamente sinodal». Aunque el Concilio no hablara de sinodalidad, demasiado concentrado como estaba en la colegialidad, desarrolló todos los elementos –los sujetos– que iban a vertebrar la Iglesia: el pueblo de Dios, con el giro copernicano del capítulo II de Lumen gentium, que recuperó también el sensus fidei de todos los bautizados a su capacidad activa (LG 12); el colegio de los obispos, que LG 22 pone como sujeto con autoridad universal y plena sobre la Iglesia, siempre cum Petro et sub Petro; el papa, que el Vaticano II recoloca dentro de la Iglesia, como principio de unidad de todos los bautizados, de todos los obispos, de toda la Iglesia, que es «el cuerpo de las Iglesias» (LG 23).

      4) La historia del Sínodo favoreció la comprensión de estos sujetos en mutua relación entre ellos. Afirma Episcopalis communio: «Gracias al Sínodo de los obispos se mostrará también de manera más clara que, en la Iglesia de Cristo, hay una profunda comunión tanto entre los pastores y los fieles, siendo cada ministro ordenado un bautizado entre los bautizados, constituido por Dios para apacentar su rebaño, como entre los obispos y el Romano Pontífice, siendo el papa un “obispo entre los obispos, llamado a la vez –como sucesor del apóstol Pedro– a guiar a la Iglesia de Roma, que preside en la caridad a todas las Iglesias”. Esto impide que ninguna realidad pueda subsistir sin la otra» (EC 10). No es el Sínodo de los obispos quien crea las relaciones entre los sujetos, sino que su relación constitutiva es la que exige la sinodalidad de la Iglesia, que no debe limitarse al Sínodo de los obispos, sino que debe atravesar y mover toda su vida.

      5) En razón de esta unidad entre los sujetos –pueblo de Dios, colegio y papa como principio de unidad del uno y del otro–, las instancias que los manifiestan –sinodalidad, colegialidad y primado– están en una circularidad fecunda, donde nace el proceso sinodal. La historia demuestra la otra cara del asunto: cuando, después de la Reforma gregoriana, se cortó la praxis sinodal, la Iglesia se organizó según una lógica piramidal, que absolutizó el primado en detrimento de la función de los obispos; la doctrina de la colegialidad, afirmada por el Vaticano II, no tuvo aplicación después del Concilio, por la dificultad para resolver la tensión entre los dos sujetos, ambos con plena y suprema autoridad sobre la Iglesia. Solo el proceso sinodal protege la Iglesia de una absolutización del principio jerárquico, garantizando al mismo tiempo el ejercicio pleno de las funciones, sea del colegio, sea del papa.

      6) Puesto que el proceso sinodal se da en las relaciones entre los sujetos, el ejercicio de la sinodalidad, de la colegialidad y del primado tiene que ser real, pleno y efectivo. El debilitamiento de uno solo de los sujetos implicados lleva consigo el debilitamiento y la puesta en tela de juicio del proceso mismo. En esta lógica no solo está prohibido afirmar una función en contra de la otra, sino que obliga a pensarlas y ponerlas en práctica en una unidad dinámica, seguros de que únicamente el ejercicio pleno de todas garantiza el ejercicio de cada una. Esta es una de las urgencias más vivas de la vida eclesial, que pide a la teología imaginar pronto formas para ejercer la sinodalidad, la colegialidad y el primado capaces de garantizar la efectiva actuación del proceso sinodal.

      7) Afirmar al proceso sinodal como estilo y práctica de una Iglesia constitutivamente sinodal que se cumple en un ejercicio circular de sinodalidad, colegialidad y primado exige que el Sínodo de los obispos sea un organismo colegial y no solo consultivo. En este sentido, Episcopalis communio es un documento débil, aunque dé pequeños pasos adelante en el camino de la colegialidad. Más que cualquier otro elemento, de Episcopalis communio emerge sobre todo el hecho de entender que el Sínodo «retrata en cierta manera la imagen del concilio ecuménico, y del concilio refleja el espíritu y el método» (EC 8) 37. Siendo el concilio la manifestación más alta de la colegialidad episcopal, ¿por qué su imagen no tendría que ser ella misma colegial? Podemos regresar al inicio del camino, cuando poníamos de manifiesto la diferencia entre el perfil del sínodo establecido por Pablo VI y la interpretación dada en CD 5, que dirigía hacia la comprensión de una capacidad colegial atribuida al Sínodo. El hecho de que Pablo VI no truncara esta lectura, permite, cuando menos a nivel de hipótesis, buscar caminos para llevar a efecto la transformación del Sínodo de los obispos de organismo consultivo de ayuda al primado en una instancia colegial.

      8) Más que una reivindicación, la dimensión colegial del Sínodo es una exigencia que se impone a partir de la naturaleza misma de la Iglesia, que es toda ella sinodal. Sinodalidad y colegialidad están entrelazadas en virtud del vínculo sacramental entre la Iglesia particular y su obispo, que en su Iglesia es principio y fundamento de unidad (LG 23). No se puede poner en marcha una fase consultiva del pueblo de Dios en las Iglesias particulares sin que sus obispos participen en todo el proceso sinodal de forma directa o indirecta. No es imposible


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