Un océano de luz. Martin Laird
controlar.
Durante la práctica de la contemplación no nos aferramos a pensamientos –aunque algunos pueden aferrarse a nosotros– que cambian como el tiempo atmosférico; y tampoco nos aferramos al sentido ilusorio de uno mismo que deriva del constante movimiento y caos mental. La práctica de la contemplación cultiva la quietud en nuestra mente racional, de manera que no domina el tiempo dedicado a la oración, arrojándonos todo tipo de conceptos y parloteo interior.
Cuanto más dediquemos nuestra vida a la práctica de la contemplación, cuanto más entretejida esté nuestra mente por el silencio, con mayor facilidad nuestra mente racional permanecerá serena y centrada en aquello que se le da bien, como pensar, inventar, escribir, crear nuevos caminos para mantenernos en pie y reponernos.
Puede parecer que el autor de La nube del no saber se esté volviendo un poco técnico. En realidad, está tan solo desenredando algunos de los matices de lo que Jesús nos dice que es el primer y más importante mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente» (Mc 12,37).
Dios está más allá de toda narración, y aun así toda lengua habla de Dios. El amor de Dios no está contenido en ningún pensamiento, y aun así todo pensamiento es una gota de rocío de Presencia. Dios está arraigado en el corazón humano. El amor es nuestro instinto de retorno a casa, a la búsqueda de Dios, que es la base de nuestra súplica y de nuestra búsqueda. Adam Zagajewski lo expresa de forma muy hermosa en su poema «Transformación»:
He dado largos paseos
añorando tan solo una cosa:
iluminación,
transformación,
tú 7.
San Agustín, el gran maestro del amor que sabe y el conocimiento que ama, reflexiona sobre su propia experiencia de búsqueda de Dios como un objeto externo, como algo -algo enorme- que puede localizarse y establecerse en el espacio y el tiempo. En sus Confesiones cuenta cómo todo aquello cambió cuando por fin se olvidó de sí mismo:
Pero luego que alumbraste mi ignorante cabeza y cerraste mis ojos para que no vieran la vanidad (Sal 118,37), me alejé un poco de mí mismo y se aplacó mi locura. Me desperté en tus brazos y comprendí que eres infinito, pero de muy otra manera, con visión que ciertamente no procedía de mi carne 8.
Durante décadas, Agustín buscó a Dios donde Dios no podía encontrarse: fuera de sí mismo, en la conquista, la carrera, la ambición. Solo cuando Dios le hace caer en un letargo (Gn 2,21), algo inmensamente creativo ocurre. Agustín se despierta en Dios y contempla lo que solo el ojo interior puede contemplar: las huellas de Dios como una luminosa inmensidad. Que mientras caminamos hacia Dios, que hace que salgamos a buscarlo, descubramos nuestro propio silencio arraigado y despertemos en Dios, que nos ha encontrado desde la eternidad.
AGRADECIMIENTOS
En la primavera de 2015, siendo profesor invitado en el Magdalene College, en la Universidad de Cambridge, comencé a entretejer las diferentes piezas que forman este libro. Mi sincero agradecimiento al director y a los miembros del Magdalene College por acogerme en una de las comunidades más cordiales que he conocido nunca. Mi trabajo continuó durante el otoño de 2015, cuando fui profesor invitado en la Universidad Católica de Lovaina. Mi especial agradecimiento a mi anfitrión académico, Robertus Faesen, SJ. Mi labor de escritura se detuvo temporalmente cuando surgieron otros proyectos y responsabilidades.
Mi sincero agradecimiento a los cientos de personas de Reino Unido, la República de Irlanda y Estados Unidos que, a lo largo de los años, han asistido a mis conferencias y retiros. Me proporcionaron una inmensa ayuda en la confección de mi libro. Quiero agradecer especialmente a todos esos lugares que me invitaron generosamente a volver: Mercy Center, Burlingame (California); Mepkin Abbey, Moncks Corner (Carolina del Sur); Holy Spirit Monastery, Conyers (Georgia); The Alcyon Center, Mt. Desert Island (Maine); Orlagh Retreat Center, Rathfarnham, (Dublín); The Meditatio Center, St. Mark’s Square (Londres).
A lo largo de los años he dirigido retiros para la mayoría de los conventos carmelitas femeninos de la Federación Británica, algunos de los cuales funcionaron durante varios años. Me siento humildemente agradecido al Carmelo por considerarme «su amado hermano». Antiguas y nuevas amistades -algunas de hace ya algunos años- me han ayudado con frecuencia a mantenerme en pie: la Srta. Kathleen Buston; Suzanne Buckley; el honorable Michael F. X. Coll; Tom y Monica Cornell, de The Catholic Worker (que siguen siendo la mesa de cocina de mi vida y los guardianes de la soledad de mi sótano); el rev. Hampton Deck; Erick Erikson; fray Guerric Heckel, monje de Mepkin Abbey; Joan Jordan Grant y Kathryn E. Booth, The Alcyon Center, Seal Cove (Maine); el hno. Elias Marechal, monje del Holy Spirit Monastery; sor Mary of St. Joseph, OCD; Betty Maney; Margaret R. Miles; Timothy Shriver; sor Susan Toolan, RSM. La gratitud duradera es una cosecha muy valiosa, y yo sigo bebiendo de la copa que sirvieron pour la multitude sor Carlyn Osiek, RSCJ, y Werner Valentin, que fue mi ancla en aguas tormentosas a lo largo de los años; y gracias a muchos otros de quienes no me acordaré hasta que el libro esté ya en imprenta.
La gratitud es una especie rara para la Dra. Pauline Matarasso. En 1997, mientras estudiaba en St. Benet’s Hall, en la Universidad de Oxford, me «presentaron correctamente» a Pauline Matarasso. Su íntima amiga, sor Pure Wilson, RSCJ, me dijo: «Pauline es una entre un millón». Sor Prue no se refería únicamente al impresionante progreso académico de Pauline. Se refería en especial a la generosa integridad de Pauline como persona y a su arraigo en la liturgia y en el amor al prójimo. Aún sigo aprendiendo mucho de Pauline sobre la naturaleza concreta de estas cosas, porque siguen iluminándome como el sol de la amistad. Al igual que muchos otros, temo el día en que el sol se ponga tras el horizonte de nuestra visión (Pauline me regañará por haber escrito este párrafo).
Joan Rieck, a quien conozco desde 1992 –año arriba o abajo– es un caso único. Sin ni siquiera intentarlo, enseña como nadie que el Silencio que buscamos brilla desde el interior de nuestra propia mirada. Aunque te reprenda, siempre te sientes agradecido y animado.
La Universidad de Villanova ha sido mi hogar académico durante casi veinte años. Me gustaría expresar mi gratitud al antiguo decano del College of Liberal Arts and Science, el rev. Kail Ellis, OSA, y a la decana actual, Dra. Adele Lindenmeyr, por su paciente generosidad al concederme tiempo para completar este libro, entre otros proyectos. Asimismo, mi agradecimiento a mis colegas del Departamento de Teología y Estudios Religiosos. Me sería muy difícil encontrar colegas más amables y solidarios. Por el regalo de su inquebrantable amistad quisiera dar especialmente las gracias al Dr. Christopher Daly, al Dr. Kevin Hughes y al Dr. Thomas Smith.
Por último, mi agradecimiento a los frailes y monjas de la orden de San Agustín, en especial al rev. Bernard C. Scinann, OSA, antiguo prior provincial de la provincia de Chicago. Durante todo su mandato ha sido un oído atento, una respuesta rápida y un puerto seguro en una tormenta. El priorato de St. Monica, Hoxton Square (Londres), me ha ofrecido, durante más de veinte años, una hospitalidad excepcional, especialmente fray Paul Graham, OSA, y fray Mark Minihane, OSA. La oración silenciosa matutina y vespertina mantuvo mi vida oculta en el convento, recuperada e íntegra. Entre el convento y la Biblioteca Británica –a dos paradas en la Northern Line– completé e imprimí la versión final de casi todos los libros y artículos que he publicado desde el convento. Quiero dar las gracias también a Mary Grace, OSA, a fray Richard Jacobs, OSA, fray Gerald Nicholas, OSA, fray Benignus O’Rourke, OSA, fray James Thomson, así como a hermanos que ya nos dejaron y que desde más allá de su tumba siguen otorgándonos gracia, prudencia y perspectiva: fray John J. FitzGerald, OSA, fray Raymond R. Ryan, OSA y el rev. Theodore E. Tack, OSA.
Finalmente, debo dar las gracias a mis hermanos y hermanas Rob, Cece, Lindsay y Scott, porque tuvimos que ajustar nuestras respectivas vidas tras la muerte de mamá, que dejó antes arreglado todo lo que pudo.
No puedo imaginar una editora más generosa, comprensiva, dotada y paciente que Cynthia Reed, de Oxford University Press. Necesité su apoyo constante y humano durante momentos difíciles. Mi agradecimiento también a Drew