Un océano de luz. Martin Laird
contemplación transforma nuestro corazón y lo libera de diferentes maneras: 1) la contemplación disipa la falsa ilusión de que estamos separados de Dios; 2) hace surgir la sencilla comprensión de que Dios es todo amor, un fondo sin fondo del ser; 3) en la medida en que somos, somos en Dios; 4) la contemplación nos libera de las ilusiones que dominan, confunden y paralizan el florecimiento humano; 5) nos libera de la falsa ilusión de que Dios es un objeto del que carecemos y que, por tanto, tenemos que buscar; 6) la contemplación nos libera de las semillas de violencia en nuestro propio corazón, especialmente de nuestras obsesiones individuales y sociales por encontrar a alguien a quien culpar de los males que nos suceden: estas obsesiones no hacen sino hacer que nos inclinemos hacia nosotros mismos, ciegos a lo que constituye un ser humano.
La práctica de la contemplación es buena no solo para nosotros, sino también para todo el mundo. Muchos testimonios a lo largo de la tradición contemplativa son testigos de ello. Entre ellos no podemos dejar de mencionar al autor de La nube del no saber: «La obra contemplativa del espíritu es la que más agrada a Dios. Pues, cuando pones tu amor en él y te olvidas de todo lo demás, los santos y los ángeles se regocijan y se apresuran a asistirte en todos los sentidos, aunque los demonios rabien y conspiren sin cesar para perderte. Los hombres, tus semejantes, se enriquecen de modo maravilloso por esta actividad tuya, aunque no sepas bien cómo. Las mismas almas del purgatorio se benefician, pues sus sufrimientos se ven aliviados por los efectos de esta actividad» 26.
Algunos contemplativos han comprendido que su propio papel en el orden espiritual de las cosas se extiende incluso más allá de su vida. Santa Isabel de la Trinidad escribe: «Creo que en el cielo mi misión consistirá en atraer a las almas, ayudándolas a salir de sí mismas para unirse con Dios mediante un ejercicio sumamente simple y amoroso, y en mantenerlas en ese gran silencio interior que le permite a Dios imprimirse en ellas y transformarlas en él» 27.
En nuestra propia época, el monje serbio del siglo xx Tadeo de Vitovnica escribe: «Si nuestros pensamientos son amables, pacíficos y serenos, vueltos hacia el bien, entonces también influimos en nosotros mismos e irradiamos paz a nuestro alrededor: en nuestra familia, en todo el país, en todas partes. Esto es verdad no solo en la tierra, sino en todo el cosmos también. Cuando trabajamos en los campos del Señor, creamos armonía. Divina armonía, paz y serenidad difundidas por todas partes» 28. Este serbio afirma con gran convicción que el silencio está en nuestro interior. Pero también es consciente de la naturaleza destructiva de nuestro aferramiento a pensamientos que poco tienen que ver con el amor, la paz y la justicia en las personas y entre los pueblos. «Sin embargo, cuando alimentamos pensamientos negativos, esto produce un gran mal. Cuando hay mal en nuestro interior, lo irradiamos entre los miembros de nuestra familia y allí por donde vamos [...] Los pensamientos destructivos aniquilan la calma interior, y entonces no tenemos paz» 29. La dimensión apostólica de la contemplación nunca disminuye y nos sitúa en el corazón del equilibrio espiritual del universo.
Hay un asombroso número de personas que, por una razón u otra, piensan que la vida contemplativa es, en el peor de los casos, algo irrelevante que implica, de alguna manera, cortar con el mundo y despreocuparse de él y de sus problemas y, en el mejor, algo a lo que muy pocos somos llamados. Los santos y sabios de la tradición contemplativa cristiana –y también de las tradiciones contemplativas no cristianas– saben desde hace mucho tiempo que este escenario no está en el ámbito de lo posible. Tal como el poeta Franz Wright lo ha expresado, «el camino de Emaús es este mundo» 30. «Contemplación» es un término que describe lo más sutilmente relevante que le puede ocurrir a una persona antes de la muerte y durante la muerte. Es la consumación en Dios tanto de la vida como de la muerte. Santa Isabel de la Trinidad lo afirma, con concisión y con una asombrosa ortodoxia: «Él es vuestra alma, y vuestra alma es él» 31.
Dedicamos el presente libro al espíritu de David Foster Wallace, Flannery O’Connor, Howard Thurman, Evagrio Póntico, Thomas Merton, Rowan Williams, santa Isabel de la Trinidad y muchos otros a quienes el lector conocerá por primera vez o que son amigos que el lector se alegrará de ver de nuevo. Desde un punto de vista cristiano, la contemplación revela nuestra inmersión en el misterio de Dios en Cristo, donde san Pablo dice que nuestras vidas están escondidas (Col 3,3) y donde Dios se revela como el Ser de nuestro ser, el Amor de nuestro amor, la Vida de nuestra vida. El misterio de Dios en Cristo trata de llevar hacia sí a los demás a través de nosotros, como alimento para el hambriento, ropa para el desnudo, justicia para el prisionero y compasión para el extranjero, la viuda, el huérfano. La contemplación y el estilo de vida que lleva hacia allí y que procede de allí solo nos hace una pregunta: «¿Qué aspecto tiene la bondad en cualquier momento?».
Este libro es un volumen complementario de los dos precedentes, En la tierra silenciosa y Una ausencia iluminada (para leer este libro no es imprescindible haber leído los dos anteriores). El primer volumen responde a una cierta necesidad en la literatura contemplativa. Hay varios libros muy buenos sobre contemplación. Sin embargo, en ese momento no se habían escrito demasiados libros pensando en personas que estaban en un nivel intermedio, es decir, aquellos que ya tenían una práctica bien establecida. En la tierra silenciosa hay suficientes aspectos para atraer principiantes –¿no lo somos todos?–, pero se centra sobre todo en quienes ya tienen una práctica bien establecida y pueden afrontar los retos a los que todos nos enfrentamos con la ayuda de esa práctica ya madurada. Una ausencia iluminada fue escrito pensando en los mismos lectores, pero prestando más atención a algunos de los temas más complejos –y a menudo amenazadores– a los que solemos enfrentarnos más adelante en la práctica madura. De hecho, esos desafíos pueden presentarse siempre que la amante Providencia lo considere apropiado: el tedio, por ejemplo. El paralizador tedio en –y con– la práctica de la contemplación es normal en cualquier práctica madura y puede empezar a asentarse bastante pronto. Cuando el tedio comienza su profunda labor de horadación de nuestra práctica, podemos pensar a veces que hemos perdido nuestra vida de oración e incluso toda nuestra fe. Esto es, con frecuencia, lo que hace que la gente salte como un resorte de su banco de oración para ir en busca de un tipo de oración más jugosa. En la medida en que este nuevo tipo de oración que hemos descubierto sea auténtico, por lo general volveremos a la sequedad del desierto. No solemos librarnos de la sequedad cuando dejamos de pedir que se aleje. La aridez espiritual es el terreno natural de la quietud.
La naturaleza de la consciencia protagoniza con fuerza Una ausencia iluminada y se presenta con la intención de alejar nuestra atención de aquello de lo que somos conscientes y llevarla a la propia consciencia: al despertar en sí. La mente automáticamente se resiste a ello, y por eso escuchamos a gente decir cosas como: «Soy consciente de mi consciencia». La consciencia de sí no puede convertirse en un objeto a no ser que se haga con un truco engañoso. Una ausencia iluminada habla también de que el silencio no significa solo ausencia del sonido de las olas.
Para una mente serena, hasta el ruido más irritante rebosa de silencio. Obviamente, tenemos una clara predilección por uno frente al otro. El libro también contempla algunas de las «purificaciones intelectuales». Estas liberaciones se dirigen a las más elevadas facultades mentales, especialmente el orgullo y la mente que se aferra demasiado. Abrasadora, dolorosa y tan prolongada y frecuente como sea necesario, todo se consigue por medio de la Luz amorosa.
El presente volumen, Un océano de amor, desarrolla algunos de los temas de los dos libros precedentes e introduce otros nuevos, pero los estudia desde un ángulo distinto y con gran detalle. La parte primera desarrolla aún más y hace más hincapié en la falsa ilusión de estar separados de Dios. Para ello, simplemente, damos voz a la gran nube de testigos de la tradición contemplativa. Aunque son diferentes unos de otros –pertenecen a diferentes siglos, a diferentes ámbitos, culturas, sexo y lenguas–, juntos cantan en armonía, polifonía y contrapunto la «canción de la unión». Si Dios no fuera ya el fundamento de nuestro ser, el aliento divino que nos ha insuflado la vida, no existiríamos.
Dios no sabe estar ausente. Es decir, iría contra la naturaleza de Dios el que apareciera y desapareciera. Pero nosotros podemos ignorar esta presencia íntima y construir un estilo de vida que mantiene esta ignorancia. San Agustín nos da una pista de por qué vivimos como ausente lo que en realidad está íntimamente presente. «Tú