Cómo lograr que la gente esté de su lado. Heidi Grant

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hacerlo.

      Al cerebro le duele

      Por lo general, la gente hace todo lo posible para evitar tener que pedir un favor o una ayuda de cualquier tipo, incluso cuando tienen una necesidad 100% genuina. Mi padre fue parte de las innumerables legiones de hombres que preferían conducir por un pantano infestado de cocodrilos que pedir indicaciones sobre cómo volver a la ruta correcta, hecho que hacía que viajar con él fuera casi un riesgo en aquella época anterior a que los teléfonos de casi toda la gente tuvieran Google Maps. (Él negaba haberse equivocado de camino y prefería decir que “siempre había querido saber qué había en esa zona”).

      Para entender por qué pedir ayuda suele ser tan doloroso, resulta bastante conveniente analizar cómo funciona el cerebro humano. Con seguridad, usted estará familiarizado con frases como “me rompió el corazón” o “me dolió su rechazo”. Tal vez, usted ha sentido en alguna ocasión que la crítica de otra persona le dolió como si le hubieran dado “un golpe en el estómago”. Pues bien, una de las ideas más interesantes que han surgido del reciente campo de la neurociencia social es que nuestro cerebro procesa el dolor social —esa incomodidad que surge de nuestras interacciones con los demás— de la misma manera en que procesa el dolor físico de un calambre muscular o de un golpe en un dedo del pie. En otras palabras, esas frases retóricas encierran más verdad de la que pensamos.

      Los estudios de la neurocientífica social de UCLA, Naomi Eisenberger, han demostrado que la experiencia del dolor tanto a nivel social como físico involucra un área del cerebro llamada el cortex del cíngulo anterior dorsal (dACC, según su sigla en inglés) el cual tiene la mayor densidad de receptores opioides —responsables de indicar el dolor y la recompensa— de todo el cerebro. Ser rechazado o tratado de manera injusta activa el dACC de la misma forma que un dolor de cabeza. Eisenberger, junto con su colaborador, Nathan DeWall, demostró que tomar 1.000 miligramos de Tylenol todos los días durante tres semanas daba como resultado un dolor social muchísimo menor en comparación con un grupo de control que tomó un placebo. El hecho de tomar un analgésico había hecho que los participantes fueran menos sensibles a las experiencias de rechazo del día a día. Quedó claro que es posible tratar de forma simultánea tanto el dolor de corazón como la resaca. (No sé por qué razón todavía nadie está comercializando ibuprofeno con este propósito).

      Pero ¿por qué el cerebro humano procesa una ruptura amorosa igual que un brazo roto? Porque el dolor, tanto físico como social, es una señal importante en nuestra lucha por la supervivencia. Nos alerta de que algo está mal, que acabamos de afectar nuestro cuerpo o nuestras conexiones con otros. Y a lo largo de la mayor parte de la Historia, estos dos aspectos han sido esenciales para mantenernos vivos. Como escribe Matt Lieberman, otro neurocientífico social de UCLA (esposo de Eisenberger y su colaborador frecuente) en su fascinante libro Social: “El amor y el sentido de pertenencia parecen dos emociones de las que podríamos prescindir, pero nuestra biología está basada en un gran anhelo de hacer conexión, porque tiene que ver con nuestras necesidades de supervivencia más básicas”5.

      Los bebés humanos nacen mucho más indefensos y dependientes que los hijos de otras especies de mamíferos. Y los humanos adultos, a pesar de nuestra inteligencia, no somos criaturas físicas descomunales en comparación con nuestros primos, los primates. Por eso, siempre hemos necesitado unirnos y cooperar con otros humanos para triunfar en el mundo. Entonces, experimentar el dolor social es la forma que tiene el cerebro para informarnos que estamos a punto de ser expulsados del grupo.

      David Rock, Director de NeuroLeadership Institute, lleva años investigando y escribiendo sobre los tipos específicos de amenaza social que tienden a generar una respuesta de dolor —y todas las consecuencias desafortunadas que lo acompañan, como disminución de la memoria a corto plazo y desatención— en nuestras interacciones cotidianas con los demás6. Rock clasificó el producto de su investigación en cinco categorías principales.

      Dolor por amenazas al estatus

      El estatus se refiere al valor o al sentido de valor que usted tiene en relación con los demás. Es una medida de su posición en un grupo —ya sea que quienes lo rodean lo respeten o no—. Aunque no somos conscientes de ello, nuestro cerebro está ocupado comparándonos constantemente con quienes trabajamos y socializamos. (Las investigaciones sugieren que las personas nos proporcionamos recompensas de estatus al hacer lo que los sicólogos llaman una comparación social descendente, es decir, una comparación estratégica con alguien que esté en peores circunstancias que las nuestras, pues tendremos como resultado que nos sentiremos mejor con respecto a nosotros mismos). Cuando usted siente que sus amigos o colegas le han faltado al respeto, lo han refutado o ignorado, esto genera en usted una fuerte amenaza a su estatus.

      Dolor por amenazas a la certeza

      Los seres humanos tenemos un fuerte e innato deseo de predecir. Queremos saber qué está sucediendo a nuestro alrededor y, lo que es aún más importante, queremos saber qué va a suceder para así estar preparados para enfrentarlo (o incluso para huir, de ser necesario). Algunas de las mayores fuentes de estrés de la gente tanto en su vida personal como profesional giran en torno a la incertidumbre interpersonal de uno u otro tipo, como la falta de certeza de que la relación con la pareja durará o como cuando cada uno se pregunta si seguirá teniendo trabajo cuando su empresa se fusione con otra o cosas por el estilo.

      Dolor por amenazas a la autonomía

      Junto con el deseo de predecir viene el deseo de controlar. Obviamente, no es suficiente saber qué va a pasar si usted no puede manejarlo de forma eficaz. Los sicólogos han argumentado durante mucho tiempo que la necesidad de autonomía —de sentir que es posible elegir y la capacidad de actuar de acuerdo con esa elección— es una de las necesidades básicas que nos caracterizan a todos los seres humanos. Cuando nos sentimos fuera de control, no solo experimentamos dolor momentáneo, sino que, si el sentimiento se prolonga, tendemos a tener períodos de depresión con efectos debilitantes.

      Dolor por amenazas a la interrelación

      El acto de interrelacionarse se refiere al sentido de pertenencia y conexión que tenemos con los demás. Se diría que es una de las fuentes más poderosas tanto de recompensa como de amenaza en el cerebro. Los sicólogos sociales han estudiado durante mucho tiempo nuestra sensibilidad hacia las amenazas en la interrelación, por ejemplo, el rechazo, y descubrieron que incluso casos de rechazo triviales pueden tener profundos efectos.

      Tomemos como ejemplo el trabajo del sicólogo Kip Williams, quien usó un juego de computadora que él llama “Cyberball”. Por lo general, durante sus estudios, un participante entra al laboratorio y William le explica que va a jugar a lanzar un balón virtual con otros dos jugadores en línea7. Su única actividad es “pasarse” el balón entre ellos durante determinado tiempo. Pero el juego está arreglado. Al principio, los tres jugadores se lo pasan entre sí, pero después, los dos jugadores en línea empiezan a pasarse el balón solo entre ellos y dejan al participante sujeto del estudio excluido por completo.

      Lo más probable es que usted esté pensando: “¿Qué importa? Solo es un estúpido juego que hace parte de un experimento sicológico”. ¡Error! Quienes participan en los estudios de Williams suelen reportar caídas significativas en cuanto a sus sentimientos de interrelación, a sus estados de ánimo positivo e incluso en su autoestima. Se sienten muy descontentos ante el rechazo de los otros dos jugadores, es decir, en algo que, prácticamente, no es de importancia. Así de grande es el poder de una amenaza en la interrelación.

      Dolor por amenazas a la justicia

      Los seres humanos somos particularmente sensibles en lo referente a un trato equitativo, tanto, que estamos dispuestos a aceptar por voluntad propia resultados menos positivos (o negativos) en aras de la equidad. Mi ejemplo favorito de esta necesidad de justicia proviene de un paradigma que los sicólogos llaman el juego del ultimátum.

      En la versión más común del juego, los jugadores participan en parejas y se les pide que se repartan el dinero entre ellos. El investigador selecciona el nombre de uno de ellos al azar y le pide que sea él o ella quien reparta el dinero. Entonces, el repartidor podrá quedarse con la cantidad de dinero que escoja y darle el resto a su compañero de juego. Pero su compañero


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