Un mundo dividido. Eric D. Weitz

Un mundo dividido - Eric D. Weitz


Скачать книгу
imposible la paz y convencieron [a los griegos] de la necesidad de exterminar a todos los turcos. […] La matanza de hombres, mujeres y niños se presentó así como una acción imprescindible y sensata, y había canciones populares que describían a los turcos como una raza que tenía que desaparecer de la faz de la tierra”.37 Hasta la matanza de Quíos se cometió en represalia por las atrocidades griegas.38

      Finlay describió, quizá sin saberlo, la mezcla de elementos modernos y premodernos que había caracterizado la violencia desatada por la Revolución griega. Si la represión practicada por los otomanos fue de índole tradicional, un método convencional para someter a las poblaciones levantiscas, los rebeldes, en cambio, quisieron hacer imposible a los musulmanes vivir en Grecia matándolos y expulsándolos y reduciendo sus casas a escombros: una forma de limpieza étnica avant la lettre. En resumen, los griegos “tenían el propósito de exterminar a los musulmanes en la Turquía europea, y el sultán y los turcos creían poder frenar a los griegos con actos de crueldad horrendos. Las dos partes lograron sus objetivos hasta cierto punto”.39

      Finlay no mencionó a los judíos, el otro pueblo al que eran hostiles los rebeldes griegos. Además de exterminar a los musulmanes y asolar sus aldeas causaron estragos entre la población judía: murieron miles de personas, y otros muchos miles huyeron a zonas que seguirían siendo territorios otomanos. Cada vez que Grecia ganaba territorios, cosa que ocurrió con frecuencia entre 1832 y 1913 (véase mapa de la p. 63), los judíos huían o eran expulsados, y se encontraban más seguros bajo el dominio otomano.40

      A pesar de su lucidez y humanitarismo, Byron y Finlay no supieron salvar las contradicciones de su ideario político. Los dos estaban enamorados de Grecia y aspiraban a un Estado griego en el que otros pueblos (en especial los musulmanes y judíos, pero también los búlgaros, valacos y católicos) se volverían invisibles. En el mejor de los casos se los toleraría y protegería. En realidad, Byron, Finlay y otros filohelenos preferían que desaparecieran. He aquí el problema al que se enfrentaban (y siguen enfrentándose) todos los nacionalistas: el de cómo construir un Estado nacional, con una constitución y derechos para sus ciudadanos, en un territorio cuya población es muy diversa desde el punto de vista cultural y religioso. Ni los musulmanes ni los judíos tenían cabida en el proyecto filohelénico de Finlay y Byron.41

      Esa misma contradicción tampoco la supieron salvar los Estados europeos.

      La rebelión griega no podía triunfar sin la ayuda europea. Ningún movimiento nacionalista ni ningún avance en derechos humanos se ha dado aisladamente (como veremos en los otros casos históricos examinados en este libro). En los siglos XIX y XX todo intento de fundar un Estado nación y establecer principios de derechos humanos se basó en modelos preexistentes, y a su vez influyó en otros movimientos surgidos en regiones vecinas (o, a veces, lejanas). En estos esfuerzos también intervenían los intereses de las grandes potencias, sobre todo cuando se producían en zonas de gran importancia estratégica, como Grecia y los territorios de los imperios otomano, ruso y británico.

      Conscientes de ello, los rebeldes griegos echaron mano de todos sus recursos retóricos, utilizando un lenguaje en el que se fundían la vieja hostilidad europea al islam y las nuevas ideas de liberté, egalité, fraternité. Así, atacaban al sultán y a los funcionarios de la Sublime Puerta por su fe musulmana, tachándolos de infieles, pero a continuación los describían como bárbaros y enemigos de la civilización. En 1822 la Asamblea Nacional Griega reivindicó la independencia evocando el esplendor de la antigua Grecia e invocando a Dios todopoderoso. El sultán gobernaba un imperio en el que predominaban “la cobardía y la vileza” y que ejercía un “poder despótico, cruel y arbitrario”. Después de “un largo periodo de esclavitud hemos tomado las armas para reparar los agravios que nos ha infligido a nosotros y a nuestra patria una tiranía sin parangón”.42 La asamblea declaró que Grecia estaba librando “una guerra nacional, una guerra sagrada, una guerra sin otro fin que el de reconquistar la libertad individual, nuestros bienes y nuestro honor: los derechos de los que gozan nuestros vecinos, los pueblos civilizados de Europa”.43

      Las potencias europeas rechazaron de plano este discurso. No les agradaron ni las alusiones al peligro del islam.44 La rebelión griega, que estalló apenas seis años después de la derrota de Napoleón, amenazaba con desestabilizar el continente y propagar la idea revolucionaria: las dos cosas que más temían las grandes potencias y que habían tenido el expreso propósito de evitar con el sistema establecido en Viena. A los estadistas europeos los rebeldes griegos les parecían montaraces y peligrosos, sobre todo cuando invocaban los ideales de la Revolución francesa.

      Sin embargo, las potencias europeas fueron cambiando poco a poco de postura. Los griegos eran tenaces. No podían derrotar solos a los otomanos ni estaban dispuestos a rendirse. Pasaban los meses y parecía que no fueran a cesar nunca las hostilidades. Había múltiples desenlaces posibles, ninguno de ellos favorable para las cinco grandes potencias (Gran Bretaña, Rusia, Francia, Austria y Prusia), decididas a mantener el statu quo. Puede que los rebeldes griegos ganaran la guerra y crearan en Europa una democracia total, un foco de contagio como lo había sido Francia en la década de 1790. Puede que cayera el Imperio otomano, circunstancia que no podía beneficiar más que a Rusia, y que alteraría así el equilibrio entre las cinco potencias. Y había otra posibilidad aún peor: que el Imperio otomano ganara la guerra y se expandiera por Europa. Mirando hacia el Mediterráneo oriental desde Londres, París, Viena, San Petersburgo y Berlín, los estadistas europeos veían con inquietud todos estos desenlaces.45

      Por lo demás, la duración del conflicto y las atrocidades cometidas por los otomanos despertaron la conciencia de las poblaciones y los políticos europeos (y también la de los norteamericanos). ¿Iban a quedarse de brazos cruzados mientras se masacraba a otros cristianos y abanderados de la libertad? Las sociedades filohelénicas empezaron a ejercer una influencia notable en las opiniones públicas francesa y británica, y hasta en la estadounidense.46 En Rusia, los paneslavistas y una esfera pública incipiente ejercieron una presión análoga sobre el Gobierno zarista para que defendiera a sus correligionarios ortodoxos.47

      Dado que los otomanos se mostraban incapaces de controlar rápidamente la situación, los Estados europeos empezaron a comprender la necesidad de intervenir de algún modo en la guerra que se estaba librando en el Mediterráneo oriental. Al principio, ninguno de ellos quería una Grecia totalmente independiente; no eran partidarios de la libertad ni de la independencia nacional. Tampoco deseaban que se desmembrara el Imperio otomano. Lo que buscaban ante todo era estabilidad en la región. Si el Estado nación griego, con derechos humanos para sus ciudadanos, apareció como solución factible no fue a consecuencia de un plan preconcebido, sino de los acontecimientos mismos: la tenacidad griega, los actos de brutalidad otomanos y la declaración de guerra a la Sublime Puerta por parte de los rusos.48 Como veremos en los otros casos examinados en este libro, la aparición de un conjunto de derechos ligados a la nación no se debió únicamente a las acciones de los héroes libertadores; dado el sistema internacional predominante, las grandes potencias acabaron aceptando de mala gana el Estado nación y los derechos, en los que radicaba (o eso esperaban) la clave de la estabilidad.49

      Rusia y Gran Bretaña eran los países europeos que más se jugaban en la región. Rusia buscaba extender su influencia al sur y oeste. A partir del Tratado de Küçük Kaynarca de 1774, que puso fin a una de las múltiples guerras ruso-otomanas, defendió con argumentos espurios el derecho a proteger a todos los cristianos que vivían bajo dominación otomana. La expansión del Imperio británico había convertido el Mediterráneo en una zona de enorme importancia para sus intereses. A Francia, por su parte, la seguían marginando hasta cierto punto los otros Estados por su pasado revolucionario. Prusia, la más débil de las cinco potencias, no tenía intereses directos en la región (por lo menos de momento: a finales de siglo, la unificación alemana cambiaría las cosas). El imperio de los Habsburgo, dominado por el príncipe de Metternich, se oponía enérgicamente a la rebelión griega y era, por tanto, incapaz de actuar con la flexibilidad y el ingenio que requería la situación.

      Al principio de la


Скачать книгу