Los caballeros del sol negro. Álvaro Pérez Capiello

Los caballeros del sol negro - Álvaro Pérez Capiello


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una gran altura. Definitivamente no tenía ganas de hablar más allá de lo necesario. La pareja que les acompañaría durante todo el recorrido sobrepasaría los setenta años y, por su aspecto, podría deducirse que provenían del sur del continente. Exhibían un refinamiento muy demodé en este nuevo siglo con la atención siempre puesta en los detalles.

      Sonia se había casado con Héctor tras el final de la Segunda Guerra Mundial. De contextura menuda, su rostro exhibía unos expresivos ojos de un negro intenso. La nariz poseía la particularidad de no sobresalir demasiado del rostro mientras que la boca parecía calcada de un cuadro antiguo, formada por desleídos trazos de un pincel. Vestía para la ocasión un traje enterizo de color rosa y un suéter tejido a mano que evocaba la piel de un ratón. Por debajo de su asiento reposaba una maleta de tela guarnecida por bisagras doradas y un cerrojo con combinación de tres dígitos. Héctor, por su parte, exhibía un sombrero tirolés, de característica forma «trilby», confeccionado en fieltro y adornado con una pluma. Sus facciones eran más bien toscas y la característica sobresaliente de su indumentaria parecía ser el simple descuido empeñado en la propia elección de cada prenda, siendo una mezcla bastante dispar de elementos que dejaba en claro un rasgo de su carácter, la rudeza propia de un hombre del campo.

      Era una pareja peculiar, que hablaba mucho sobre su gusto por los paseos al aire libre y las especialidades gastronómicas que incorporaban la carne de cerdo y las aves de corral.

      —¿Te acuerdas Sonia de aquel Steckrϋbeneintopf que comimos en Bremen? —habló Héctor empleando un indiscutible acento alemán.

      —¡Ja, se me hace agua la boca, sobre todo por el nabicol! —Sin duda, Sonia se refería al ingrediente principal de aquel platillo, una especie de nabo muy usado en la cocina bávara que, junto a las zanahorias y las bolas de pan servían de acompañamiento perfecto a la carne de cerdo ahumada.

      —¿Apetecen nuestras amigas una buena cerveza? —preguntó Héctor a las chicas en un intento por romper el hielo y sentar las bases de una conversación—. Una Altbier, o quizás una Weissbier, je, je, je…

      —No le hagan mucho caso a mi marido, es un bromista inconfesable, resulta difícil creer que en este tren existan inventarios de cerveza negra de Colonia o de aquella blanca proveniente de la región de Baviera.

      —Descuide, apreciamos el gesto de cualquier forma… El cansancio de los días previos a este viaje nos ha hecho olvidarnos por completo de los modales. Somos Judith y Andrea O´Brien —habló Judith extendiéndoles su brazo, al tiempo que Andrea bostezaba y se limitaba a elevar la mano derecha a nivel del cuello en señal de aprobación—. Mi hermana es la que más ha trabajado de las dos.

      —Pobre chica, lo indicado para ella sería un tratamiento con la doctora Magda Schmidt en su clínica. Los jóvenes no parecen darle la importancia debida a la salud en estos días, siempre están pendientes de sus artilugios modernos y de la vida agitada de las ciudades a la caza de oportunidades. Después de todo, Mit speck fängt man Mäuse — habló Sonia haciendo uso de cierta teatralidad.

      —Disculpe… Yo no… —prosiguió Judith un poco desconcertada.

      —¡Ah, querida! Es un viejo dicho alemán, cuya traducción quiere significar que «con tocino se cazan ratones», o lo que es lo mismo, que se puede ganar a cualquiera con un buen negocio teniendo cuidado de las trampas.

      En este preciso instante, el tren inició el movimiento. Un chirrido metálico siguió al clásico bamboleo del suelo del vagón a medida que las ruedas se deslizaban sobre los rieles. El vapor se apoderaba de cada resquicio de la madera, mientras el silbato del maquinista anunciaba la partida inexorable de la estación. Sin duda, la experiencia de subirse a un viejo tren de comienzos del siglo xx desafiaba la imaginación de los viajeros y en ello radicaba el éxito de la compañía ferroviaria para mantener viva aquella ruta turística que, de lo contrario, habría sucumbido muchos años atrás. El trayecto significaba un retroceso, una vuelta al pasado a través de gargantas rocosas que rodeaban el cauce de los arroyos y los ríos poco caudalosos del occidente del país. Las nubes matutinas se habían disipado, aunque todavía flotaban en el ambiente rastros de humedad unidos al aroma inconfundible de los lirios que hablaban de la vitalidad de la primavera. Andrea prefirió cerrar sus ojos y entregarse a las bondades de un sueño reparador apoyándose en la esquina que formaba la pared interior del vagón y el respaldar de su propia butaca. Tal vez el sonido de la caldera usada como medio de tracción en este caballo de hierro era una melodía agradable que favorecía el descanso y la meditación.

      III

      —Alcánzame la bolsa del tejido, es ist Zest, etwas produktives zu tun (llegó la hora de hacer algo productivo) —dijo Sonia a su esposo Héctor.

      —Sofort. Deine Wϋnsche sind Aufträge fϋr mich (Tus deseos son órdenes para mí) —respondió Héctor, sosteniendo una bolsa de tela marrón que ocultaba en su interior algunos ovillos de lana y un par de agujas larguísimas.

      —La clave de realizar un buen tejido es no desfallecer y, claro, saber contar. Con algunas lecciones yo podría transformarte en una auténtica araña —habló Sonia, intentando buscar la atención de Judith, a sabiendas que la dormilona Andrea era ya un caso perdido.

      A Judith poco le interesaban las labores manuales, a pesar de que su trabajo diario en la peluquería le permitía desarrollar destrezas que solo tenían como límite la propia imaginación. Atraída por el movimiento del tren y los paisajes que aparecían y se desvanecían en las ventanillas, lo menos que le provocaba era adentrarse en las técnicas del ganchillo y el tejido con dos agujas. Pero, obligada por su educación, no le quedaba otro remedio que responder:

      —Supongo que está por comenzar un lindo suéter —dijo Judith siguiendo el hilo de la conversación.

      —En realidad, querida, se trata más bien de una bufanda. Es para Héctor, ¿sabes?, para que no se resfríe y me haga levantarme por las noches queriendo tomarse un té caliente con limón. Los hombres son como niños, y nosotras tenemos que ir siempre correteándoles: no coman dulce, abríguense, no dejen los zapatos tirados debajo de la cama, lávense las manos antes de sentarse a la mesa…

      —Ja, ja, ja. Es verdad —admitió Judith enfocando su mirada en la cara regordeta de Héctor.

      —Pero como nos necesitan ustedes… —tomó Héctor la palabra.

      De aquí en adelante aparecieron las preguntas. Era como si la confianza surgida trajera otras cosas casi por añadidura… Sin haberlo pensado, Judith comenzó a relatar episodios de la vida familiar e, incluso, dio buena cuenta de sus padecimientos de salud que se reducían a unos estados gripales ocasionales y alergias a ciertos alimentos, en especial a los mariscos y las comidas en extremo picantes.

      El tren, poco a poco, se internó entre las montañas. Los pinos hicieron su aparición describiendo formas caprichosas sobre el paisaje mientras eran azotados por la brisa. Las vertientes rocosas desembocaban en pequeños ríos estacionales que serpenteaban hasta llegar al encuentro de lagos cristalinos. En todo caso, parecía flotar en el ambiente un vaho misterioso, un enigma que gravitaba entre las piedras y los arbustos escondiéndose de las miradas curiosas. Judith empujó las cortinas para tener una mejor visión del panorama que la rodeaba. Tras el cristal de la ventanilla, el vapor que emergía de la caldera encendida de la locomotora se fundía con las nubes escindiendo la bóveda celeste. Hasta donde la vista podía abarcar, se advertían algunas construcciones colgadas de las cimas más altas como si fuesen alfileres cuya única función era sujetar el paño del cielo.

      —¿Acaso eres una admiradora de los prodigios de la naturaleza? —se interesó Sonia—. En la tierra de mis ancestros, cada veinticinco de diciembre celebrábamos el día del nacimiento del sol invencible, en el que reverenciábamos a este astro que, tras acortar su presencia desde el solsticio de verano, recobraba nuevamente las fuerzas luego del otoño y la muerte invernal.

      —De hecho, durante mis ratos de ocio, me gusta dibujar árboles y animales —agregó Judith, concentrada en dar cuenta del paisaje.

      —¿No


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