Los caballeros del sol negro. Álvaro Pérez Capiello

Los caballeros del sol negro - Álvaro Pérez Capiello


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el poder de aquella frase siniestra: «Esta chica judía es un verdadero problema».

      IV

      Tras recorrer un tramo de vía recto, de unos doscientos metros, el tren se aproximó a la estación. Algunos pinos, con sus troncos doblados en actitud penitente, recibieron a los viajeros. Antes que la locomotora se detuviese, Judith se incorporó de su asiento para estirar las piernas y hurgar en su maleta siguiéndole el rastro a su cepillo de carey con mango de plata, después de todo, no quería llegar despeinada a su destino. Sus compañeros de viaje aún dormían y las chicas pensaron que sería una oportunidad excelente si querían marcharse sin ser vistas. Andrea hizo una señal a su hermana para retirar sus pertenencias evitando hacer el menor ruido posible. Cuando abandonaron el compartimiento, Sonia mantenía los ojos cerrados y la boca entreabierta, a tal suerte que un fino hilo de saliva se escurría de sus labios describiendo un arco pronunciado hasta alcanzar el tejido del suéter. Héctor, por su parte, roncaba con el sombrero tirolés colocado directamente sobre su rostro en un intento de filtrar al completo la luz que se colaba a través de la ventanilla.

      Judith y Andrea sonrieron mientras caminaban a lo largo del estrecho pasillo que las separaba de la portezuela del vagón. Al fin se habían librado de las molestas preguntas de Sonia y del terrible sentido del humor de Héctor que aparecía, de trecho en trecho, con cada bache y curva del recorrido. Tan distraídas estaban, que no advirtieron que Sonia arqueaba sus cejas y solo fingía dormir, mientras no perdía detalle alguno del movimiento de las chicas a través de las entrañas del vagón. Casi susurrando, dijo a Héctor: «Fliehen (huyen)», ante lo cual el hombre, sin inmutarse siquiera, contestó: «Tranquila, no podrán escapar del lugar a donde se dirigen».

      Como en cualquier estación de provincia, en el único andén disponible para el desembarco de los viajeros todo era confusión. Las personas colocaban las piezas de equipaje sin ningún orden ni concierto sobre el suelo embaldosado creando un intrincado laberinto del que, a duras penas, las chicas pudieron desembarazarse. Andrea agitó su larga cabellera siguiendo las directrices del viento, mientras invitaba a su hermana a recorrer a pie el trayecto que las separaba de la posada donde pasarían la noche antes de proseguir su viaje. La oscuridad avanzaba desde las solitarias cumbres, derramándose como una peste siniestra sobre el valle. Algunos relámpagos, iguales a teas ardientes, encendían la noche esperando el clamor de los truenos por un epitafio digno para aquel día que no se volvería a levantar. Pronto, unos goterones comenzaron a precipitarse desde el paño del cielo y, en un tris, nadie se hallaba a buen resguardo de un copioso aguacero. Los comerciantes recogían sus maletas repletas de mercancías y saltaban entre los charcos buscando un alero donde protegerse del temporal. Las mujeres de mayor edad tomaban a sus hijos de las manos y deshacían la burda tela de los sacos de verduras para componer improvisados abrigos y mantas. En pocos minutos, la tierra se transformó en un gigantesco lodazal, una suerte de sopa espesa donde los pedruscos actuaban a la manera de condimentos exóticos. Judith, empapada de pies a cabeza, fue la primera en llegar a la recepción de la posada Silberner Brunnen. Andrea la seguía a pocos pasos arrastrando la única maleta por el fangoso suelo y murmurando algunas maldiciones que apenas alcanzaban a escucharse ante la magnitud del temporal. Un cartel de madera tallada, que pendía de un poste coronado por un farolito, dio la bienvenida a las chicas que, a estas horas, respiraban con dificultad producto del cansancio. ¡Una ducha caliente lo compensaría todo! Pensaron ambas, mientras rellenaban la tarjeta de registro.

      Conrad, el administrador de la posada Fuente de Plata, les entregó la llave de la cabaña dieciséis, localizada en el límite sur del terreno, colindando con un sembradío de maíz. Se trataba de una construcción de dos pisos, provista de un ático con dos camas individuales, un cuarto principal con su baño y una cocina a la diestra de un pequeño recibidor. La cabaña disponía de nevera, horno, estufa eléctrica y algunos enseres menores, tales como: platos, ollas, cucharas, espátulas, cuchillos y sartenes para ayudar en la preparación de los alimentos. Sin embargo, Judith y Andrea no tenían la menor intención de cocinar y, menos aún, disponían de los ingredientes necesarios para hacerlo. Por fortuna, la posada contaba con un discreto restaurante emplazado a la diestra de la recepción donde los viajeros podían degustar los platillos de la comida local.

      Andrea introdujo la llave en la cerradura y giró el pomo de bronce en sentido de las agujas del reloj. El crujido de una terna de bisagras antecedió a la apertura de la puerta. Si bien todo parecía ordenado con gran meticulosidad, Judith no pudo contener un leve estornudo, producto quizás del polvo que se acumulaba entre los resquicios del marco metálico flanqueando la entrada a la habitación. Su hermana saltó sobre la cama rodando algunos centímetros sobre la colcha roja, definitivamente no tenía intención alguna de desempacar. Judith no pudo resistir la curiosidad de abrir las gavetas y revolver cada espacio del cuarto para desentrañar los secretos de aquella construcción. Tenía hambre, pero aquel impulso era superior a su apetito… Sería pues, Andrea, quien hiciera la invitación formal para cenar, cuando el lejano sonido de un silbato, seguido por la inconfundible melodía de las ruedas de hierro deslizándose sobre los rieles, confirmó a las chicas la partida del tren de la pequeña estación. El convoy de vagones emprendía un trayecto de decenas de kilómetros en dirección al litoral y, tanto Judith como Andrea, celebraron que Sonia y Héctor viajaran en él.

      —Después de todo, Sonia y Héctor solo querían ser gentiles. Supongo que, a sus años, se tiende a ser repetitivo y un poco puntilloso con los eventos del pasado —agregó Judith sintiéndose culpable por demostrar tanta alegría frente a la partida del tren.

      —Bah… —habló Andrea girando su mano derecha como si se tratase de un abanico a punto de refrescarle del sofocón— hice bien en no intercambiar palabras con esa gente, mi sexto sentido me dice que algo bastante oscuro escondían detrás de su amigable apariencia.

      —Siempre estás viendo fantasmas gravitando sobre cualquier cosa. Supongo que eso es consecuencia de aquel infeliz episodio de la niñez, en el que un lanudo perrito acabó mordiéndote el brazo en un descuido.

      —No es como lo pintas, pero ese minúsculo detalle confirma mi teoría. Detrás de un exterior amistoso, a veces se ocultan los demonios… —sentenció Andrea antes de abrir la puerta del cuarto—. Es mejor ir al restaurante ahora, si es que no queremos quedarnos sin cenar.

      —¡A comer se ha dicho!

      Las hermanas decidieron acortar el camino a través de un sendero que serpenteaba entre pinos y azaleas, desembocando justo en la parte trasera del restaurante. Dos ventanas de madera, situadas por encima de sus cabezas, proyectaban una luz mortecina sobre el oscuro paisaje recorrido por débiles ráfagas de viento. El olor de las salchichas cocinadas a la brasa, y de los potajes de verduras tan reclamados en esta época del año, se colaban por cada rendija del edificio, junto al chasquido de las copas y las jarras de cerveza con cada brindis improvisado. El ambiente era de celebración y, tanto Andrea como Judith, solo ansiaban una buena mesa servida para reponer las energías desquitadas durante el viaje.

      Al entrar, contemplaron un salón presidido por una ancha barra en la que varios jóvenes entonaban cánticos y bebían directamente de las botellas. De dimensiones reducidas, el lugar alcanzaba para cobijar ocho mesas entornadas por cuatro sillas cada una. Los manteles de tela exhibían bordados con personajes portando los trajes típicos de la región. Andrea y Judith ocuparon un lugar próximo a una de las cuatro ventanas del restaurante desde donde podían observar a la perfección los campos cercanos sembrados de maíz y lechugas. Un mesonero alto, vistiendo pantalón negro y camisa blanca con botones de carey, se acercó desde la cocina sosteniendo los menús impresos en letras doradas. La elección se reducía a unos cuantos entrantes, embutidos y verduras de temporada, así como tortas variadas. Para beber, cerveza y vino de la casa, aunque también se ofrecían cócteles con nombres poéticos confirmando que en la provincia había una buena dosis de creatividad.

      Judith se inclinó por un plato de salchichas, acompañadas por una delicia culinaria preparada a base de col hervida en filamentos y fermentada mediante sal marina y algunas especias, entre las cuales no podían faltar: la pimienta negra, el eneldo, las hojas de laurel y la alcaravea de hojas verdes y brillantes, que es conocida por muchos como


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