Con José, siervo humilde y fiel. Luis Mª Mendizábal

Con José, siervo humilde y fiel - Luis Mª Mendizábal


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san José. Por eso, es Patrono de esa providencia, de poder, más que poder, diríamos, de mantener el alma confiada, es patrono de la confianza en el Señor. Y él es el gran amigo de las almas confiadas, transmite esa confianza, transmite esa disponibilidad y docilidad.

      «Y él al punto –sin esperar más–, se levantó, tomó al Niño y a su madre». Los despierta, le toca a él darles el disgusto: «¡Arriba, hala!». «Pero ¿qué pasa?». «Nada, que nos marchamos». «Pero ¿estás chiflado?». «Que no, que nos vamos allí porque me ha dicho un ángel…». «¿Qué ángel?, ¿qué sueños? ¡Estás soñando!». Es muy fácil decir: «Claro, es que a san José…, si a mí se me presentase así el Señor, si me dijese las cosas por sueño…». ¡Pues te quedarías dormido igualmente! Porque te las dice muchas veces, pero entonces dices: «Es que fue una ocurrencia que me vino, no hay que darle importancia». Encontramos enseguida motivos para quitar vigor a lo que se nos indica como camino de orientación, porque nos falta la prontitud, nos falta la santidad, la justicia del corazón. Y como uno no está disponible, cuando no está disponible tiene mil razones para indicar que eso, que es un signo, no lo es. Y entonces dice: «Me he equivocado. Fíjate, ¡mira qué suerte tenía, Dios se lo decía!». Si te lo dijese a ti tendrías los mismos problemas que tienes ahora, igual, por la falta de disponibilidad.

      Pues bien, ese es san José, es ese hombre justo, que tiene las confidencias de la Virgen, y que cuando Ella recibe el anuncio del ángel, sin duda fue a él –porque el ángel no le impuso ningún secreto–, con sencillez, sabiendo que él lo entendía. Y él le creyó, y creyó el anuncio, como Ella.

      (Plática a religiosas, 19-3-1987)

      1. Jesuita, misionero popular que ejerció su apostolado con gran fama de santidad.

      2. José, hombre de fe

      Celebramos la fiesta, la solemnidad de san José, el gran Patriarca, Patrono de la Iglesia universal. Es también el Día del Seminario, porque la paternidad de san José en la Sagrada Familia ha pasado a ser el día también de los jefes de familia, el día del padre. Y al fin y al cabo, el párroco, el sacerdote, es como el padre de la parroquia, el que es visibilidad de Cristo Cabeza de la Iglesia. Y el seminario es el lugar donde se preparan los que tienen que regir luego las Iglesias locales concretas, los que han de ser esa visibilidad de Cristo Sacerdote, de Cristo Cabeza, que actuarán en nombre y en la persona de Cristo. Es pues, lógico que tengamos presente de manera especial en nuestra Eucaristía y en nuestra oración el seminario, el seminario de la diócesis, pero también todos los seminarios en general de la Iglesia, donde se preparan quienes han de ser custodios del rebaño, del pueblo de Cristo. Realmente ahí nos jugamos todo, porque es verdad que la santidad del pueblo suele depender, en buena medida, de la santidad de sus pastores. Por eso, el Concilio Vaticano II, al llegar el Decreto sobre el Ministerio y vida de los sacerdotes, dice que el Concilio, que quiere promover la santidad de la Iglesia, la santidad de todos los miembros de la Iglesia, es consciente de que esa santidad se juega en la preparación de los sacerdotes, se juega precisamente en la calidad de esos que han de ser los que actúen en la persona de Cristo, que no solo van a tener una autoridad, sino que deben ser también personificación existencial de Cristo.

      Por eso, por ellos va nuestra oración, la ayuda de nuestro ofrecimiento de la vida, por la preparación de los sacerdotes, que este año muchos de ellos se ordenarán, terminarán ya su preparación para salir al cuidado de la Iglesia de Dios. Acudimos para esto a san José, y acudir a san José es comunicarnos con él, establecer nuestra comunión con él, contemplar su figura y encariñarnos con él, que eso es la verdadera devoción a los santos. No es solo un recurso interesado de nuestra parte, es una sintonía de corazones, es una comunión. Por lo tanto, tenemos que conocerle, ese José tiene que hacérsenos amigo, tiene que hacérsenos familiar. Tenemos que sentir la cercanía del latido de su corazón, la cercanía de su solicitud por nosotros. Podemos confiarnos a él. Él es Patrono de la Iglesia.

      En el pasaje que hemos leído (Mt 1,16.18–21.24) se nos muestra toda la riqueza de la vida interior de san José. No tenemos largas descripciones de la vida de san José, pero sí los datos precisos para conocer el corazón de ese hombre, para conocer cómo es él, su estilo, la nobleza de su carácter, toda su delicadeza de amor. Y en el pasaje que hemos dicho se nos da el motivo del comportamiento de san José. Es un momento duro para la fe de José, pero se nos dice esto: que ante unas dudas que se le presentaban, él, «porque era justo» (Mt 1,19), él descarta ciertas soluciones, abraza otras, toma una solución y una determinación difícil, hasta que interviene el Señor y le indica el camino que debe seguir. Pero lo que es interesante es hacer ver eso, que «era justo», era un hombre bueno, honrado a carta cabal, era un hombre leal desde el fondo de su corazón, que buscaba sinceramente el agrado de Dios. Y este punto fundamental de su vida, esa honradez leal de entrega al Señor, se apoya en otro aspecto que aparece en toda su vida, y al que hace referencia la lectura de la carta a los Romanos que hemos escuchado (Rom 4,13.16–18.22), y es que era hombre de fe. San José es hombre de fe.

      Realmente al contemplar la vida de san José, si no se tiene en cuenta la fe, es una vida decepcionante. Un Padre inteligente, dando los puntos de meditación de san José, los daba de esta manera: «San José sin gafas. San José –segundo punto–, con gafas; tercer punto, las gafas de san José». Y realmente es así. Si la vida de san José la vemos sin gafas, es decir, en la crudeza que nosotros palpamos viendo el proceso de su vida, es una vida durísima, porque desde el comienzo aparece, con aquellas dudas, aquella intervención de Dios tan desconcertante en su vida, que le lleva a tomar una decisión de dejar ocultamente a su esposa. Luego, para el Nacimiento de Jesús se encuentra con que tienen que ir a Belén, y nace el Niño… Eso que le cuesta tanto a una madre. A la madre lo que le cuesta, en su hijo, es la mordedura de la pobreza y el abandono en que se encuentra, mucho más que si le tocase a ella; y a un padre es lo mismo, el no poder dar a ese hijo, a esa hija que tiene, una carrera brillante, como a él le gustaría dar. Y nace en un pesebre, allí en una gruta en las afueras de Belén. Y cuando empieza a arreglarse un poco la cosa, que parecía que aquello se enderezaba y vienen aquellos Magos de Oriente con sus dones, que uno dice: «Aquí ya tenemos el porvenir asegurado», esa misma noche el ángel del Señor (esa misma noche, mire usted, para aguar la fiesta), le dice: «Toma al Niño y a su madre y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te diga» (Mt 2,13). Tienen que irse emigrantes a Egipto, a un lugar desconocido, y allí empezar a abrirse camino otra vez con su posible arte. Y cuando están ya un poco situándose, de nuevo el ángel: «Ya ha muerto el que buscaba al Niño, ha muerto Herodes» (cf. Mt 2,19-20), vuelta para allá. Y el hombre va a Belén, dice: «Aquí ya habíamos empezado a situarnos antes de ir a Egipto, pues vamos allá, a Belén». Y le dice el ángel: «Nada de Belén, a Nazaret; no, no tiene que ser en Belén. A Nazaret, aquel pueblecillo donde estuvisteis antes emigrados, allí» (cf. Mt 2,22). Y allá se vuelven, a Nazaret. Y está allí en Nazaret. Y cuando el Niño llega a los doce años, se pierde tres días en el Templo, y los dos llenos de dolor buscándole (cf. Lc 2,42-49). Y ya desaparece José, ya no se vuelve a hablar más de él. Cuando llega el momento del triunfo de Jesús, de la predicación de Jesús, ya José ha debido haber muerto, ya no se habla de él, ha desaparecido. Una vida humanamente muy poco apetecible, es la vida de san José «sin gafas».

      Ahora bien, la vida de san José vista «con gafas» es el servicio desinteresado a los seres más maravillosos de la creación, y uno de ellos, Dios al mismo tiempo. Es servir a Jesús y a María, es tener las confidencias de Jesús y de María, es gozar de su intimidad. De aquella maravilla que era la Virgen, con su delicadeza, con la presencia de Dios en Ella, con su entrega maternal, virginal, con su delicadeza continua, servicialidad amable, con esa pureza inmaculada de la Virgen. Y tener a Jesús, y verle crecer, con todo el encanto del Niño que «crecía en edad, sabiduría y gracia» (Lc 2,40). Y oír sus palabras, alentadoras, luminosas. Y sentir los latidos de aquel Corazón que él sentía. ¿Quién como él sintió los latidos del Corazón de aquel Niño que era el Mesías, el Hijo de Dios?, que gracias a esa descendencia a través de José, era hijo de David, el que cumplía las promesas hechas a David, que «se había de sentar en el trono de David, su padre, para siempre» (Lc 1,32-33), que iba a salvar a la humanidad entera en esa entrega


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