Con José, siervo humilde y fiel. Luis Mª Mendizábal

Con José, siervo humilde y fiel - Luis Mª Mendizábal


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¡se está viviendo la intimidad de Dios!, y se está viviendo la cercanía del Corazón de Dios. Vive con María y con Jesús, participa de su suerte, participa de sus alegrías y de sus penas. Y si ha tenido que huir a Egipto es por su vinculación y su unión con el Niño, que es perseguido, y él participa de esa persecución del Niño.

      Toda esa es la vida de José «con gafas», ¡una maravilla! Es vivir una realidad esplendorosa, de participación del cielo en la tierra, en aquella especie de «trinidad terrena» que corresponde como reflejo a la Trinidad del cielo. Esa familia donde el Padre encuentra sus complacencias, y que sabe que descansa en el amor de Dios, en el amor del Padre del cielo, que tiene allí a su Hijo, hecho hombre, y que está lleno del Espíritu Santo. Es la vida de san José «con gafas».

      ¿Y las gafas de san José, cuáles son entonces? Pues la fe. Es lo que cambia todo, la fe. San José es el hombre de fe, es el hombre que mira todo a través de la fe. Es el hombre que ve el sentido de las cosas dentro de su crudeza, y esto es lo que tiene que enseñarnos a nosotros. Por eso, él es el Patrono de la vida interior, de la vida de fe, que no es una vida montada, paralela, una vida soñada con unos ensueños…, sino que es ¡la vida real de cada día! La vida real, pero iluminada, vista con esas gafas, vista a través de esas lentes que son la vida de fe, según el sentido que tienen esas cosas desde la luz de Dios. No es añadirle, no es inventar. Es el significado de esas cosas. Y esto es lo que san José nos puede obtener a nosotros, que hagamos lo mismo de nuestra vida.

      Nuestra vida muchas veces nos parece absurda, nos parece dura, insoportable, y nos parece monótona. Y es así, cuando uno la ve solo de tejas abajo, es vida muchas veces indeseable, insoportable. Ahora bien, si lo miramos con esas gafas de la fe, si comprendemos lo que el mismo Señor nos dice: «Lo que hacéis a uno de estos, a mí me lo hacéis» (Mt 25,45), entonces yo sé que en ese cuidado de mi hermano, que me resulta quizás humanamente difícil o antipático, en el cuidado de esa familia en la que yo me encuentro, en el cuidado de esos enfermos que tengo quizás en mi casa, estoy sirviendo a Cristo. «Lo que hacéis a uno de estos, a mí me lo hacéis». Y cuando uno ilumina todo con esa luz de fe y lo ve con la luz de fe, se coloca en un nivel superior. Entonces la vida se hace maravillosa ¡por la fuerza de la fe! Pero no vengáis a decirme: «ah, sí, claro, eso para san José era muy fácil porque era Jesús y era la Virgen». Era Jesús y era la Virgen, pero ¡que no se lo daban todo hecho!, que tenía que tener fe para ver en ese Niño que estaba reclinado en un pesebre, envuelto en pañales, ¡que era igual que todos los demás niños!, ver en Él al Hijo de Dios. Es porque tenía fe, para ver en Él al Hijo de Dios, pero no porque era distinto. ¡No porque ese niño no llorara!, no porque ese niño no tuviera hambre, no porque ese niño no les despertara por la noche. «No, como era el Hijo de Dios, se dormía de una vez y no se despertaba». Eso son imaginaciones. Era como los demás. Y cuando tenía cualquier molestia lloraba, y él venía a consolarle desde su carpintería donde estaba, y le molestaba. ¡Y es el Hijo de Dios! Esto es lo que nosotros imaginamos, que para reconocer al Hijo de Dios, todo tiene que ser delicioso y maravilloso. ¡Y no es así!, sino que tenemos que saber mirar con fe, encontrar la presencia de Dios en esa realidad pequeña de cada día. Pero entonces sí es maravilloso el hombre de fe.

      Al hombre de fe no se le ahorran los sufrimientos ni se le ahorran los disgustos. Nunca imaginemos que el Señor ha venido a este mundo a quitarnos las cruces, a quitarnos las dificultades, los disgustos, no. Más bien, en cierta manera, el mismo Señor lo dice: «Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra» (Mt 10,34), y dice: «Si alguno quiere venir en pos de Mí niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). «Si a Mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20; cf. Mt 10,25). «Llegará un momento en que, el que os persiga creerá que hace un servicio a Dios» (cf. Jn 16,2). «Dichosos vosotros cuando así suceda» (cf. Mt 5,12; Lc 6,23). Y cuando clama en las bienaventuranzas, está hablando de una situación en la cual existen las lágrimas: «Bienaventurados los que lloran… Bienaventurados los que sufren persecución… Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia…» (cf. Mt 5,3-11). Está indicando unas situaciones que son molestas humanamente, y, sin embargo, está beatificando. ¿Por qué? Porque ahí tengo que vivir la vida de fe; porque es verdad que estoy en la cercanía del Señor, que me da la fuerza y el espíritu para superar esos obstáculos, no para quitarlos, sino para asimilarlos, para aceptarlos y para que, en medio de ellos, yo mire continuamente cuál es el agrado de Dios, cuál es mi misión concreta. Eso es lo que tenemos que mirar, no que me quite los sufrimientos, sino en esta circunstancia cuál es mi misión, en esta circunstancia, qué es lo que Dios me pide como respuesta. Y en medio de toda esta inquietud, agitación, yo fijo mi mirada en el Corazón del Señor para tomar la postura que debo tener en medio de esta vida.

      Recordáis aquel pasaje en que Jesús llega a los apóstoles en medio de la tempestad del mar (cf. Mt 14,24s), y ellos se asustan creyendo que es un fantasma y le gritan: «¡Un fantasma!». Y Él les dice: «¡No temáis, que Yo soy!» (v.27). Entonces Simón Pedro pierde la cabeza, porque es claro que pierde la cabeza en ese momento de emoción, y sale con una salida tan sorprendente, que le grita: «Señor, si eres Tú, manda que vaya a ti por encima de las olas» (v.28). Hace falta perder la cabeza para decir eso, porque hace falta estar en medio de un temporal y tener ocurrencia para que le diga: «Si eres tú, manda que vaya a ti por encima de las olas». Si le hubiese dicho: «Señor, si eres Tú, tranquiliza las olas», muy bien, lo entiendo. O si le hubiese dicho: «Señor, si eres Tú, haz que lleguemos al puerto tranquilos y con paz», bien. Pero «Si eres Tú, manda que yo vaya a ti por encima de las olas». Y lo gordo es que el Señor le dice: «¡Sí, ven!». Soy Yo, ven, ven. Y Simón Pedro cree, tiene fe. Hace falta fe. Y se baja de la barca en marcha, con las olas, en todo el temporal, y empieza a caminar por encima de las olas. Hasta que el ruido de las olas y del viento le abstrae la mirada de Cristo, deja de mirar a ese Cristo que le llama, se ocupa con el ruido, con las olas, con el viento, y empieza a hundirse, y grita: «¡Señor, que me hundo!». Y Él le toma de la mano y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?». ¿Por qué has separado tu mirada de mí? ¿Por qué te has dejado impresionar por el viento y por las olas? Y al mismo tiempo, entró en la barca y se encontró en la orilla. Es sorprendente esa actitud de Simón Pedro y esa propuesta, sin embargo, es la verdad.

      El que caminó siempre sobre las olas sin hundirse fue José. A san José lo vemos en medio de todas esas páginas, las páginas que tenemos de san José en el Evangelio son todas de tempestad, de momentos negros: El momento de las dudas por lo de la Virgen. No dudaba él del origen de ese Niño como si dudase de la fidelidad de María, ¡en absoluto! La duda suya era que él no sabía cuál era su misión en todo aquel negocio, porque él se sentía indigno de tener al Hijo de Dios en su casa. «Yo no soy digno de que entre en mi casa». Y lo que excluye, según su manera de hombre santo y de hombre bueno, temeroso de Dios: «Una cosa es segura, que yo no valgo para eso y que eso no puede ser mi misión. Ahora, si no es mi misión, yo tengo que dejar a mi esposa, ¿y qué hago con ella?». Eso es lo que él no sabe y es lo que le destroza el corazón. Porque dejarla ¡le cuesta horrores!, ¡con lo que le quiere! No hay madre que quiera a un hijo o a una hija suya como José quería a la Virgen. Y sin embargo, él está decidido: «Yo no soy digno. Ahora, dejarla sola, también, a la dicería del pueblo, ¿qué puede pensar? ¿Y qué hago entonces?». No encuentra solución, en su justicia, «porque era hombre justo» (Mt 1,19), era hombre santo. Y entonces, quizás decide él que vaya a casa de su prima, su pariente Isabel, de la cual le ha hablado el ángel, que han sentido ya la acción del poder de Dios, que entenderá todo ese misterio. Pues que vaya, ellos le tratarán, puesto que Zacarías es sacerdote y sabrá tratar a la que es Templo de Dios, y sabrá hacer con Ella algo que sea digno de Ella, «porque Zacarías es mucho más digno que él», Zacarías es una persona que puede entender de esas cosas, de las que él, el pobre, dice que no entiende nada de eso. Esas son sus dudas. Y en medio de eso, él camina en la fe. Le parece que ese es el camino razonable, toma la decisión, ¡con todo el dolor que le parte el corazón!, y renunciando a lo que se le entraba por las puertas de su casa.

      Y Ella marcha, y así, en ese espíritu le recibe también su pariente Isabel y le dice: «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mi casa?» (Lc 1,43). Pero, ¿cómo yo? ¿De dónde esa dicha, de dónde ese honor, «que venga a mi casa la madre de mi Señor»?


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