Elogio de la edad media. Jaume Aurell i Cardona
causado la pérdida de un tercio del territorio de Bizancio, había aniquilado al imperio sasánida y había conquistado incluso tierras del norte del Mediterráneo como Hispania. La rapidez de la conquista solo es comparable a aquellas otras acometidas por los jefes mongoles de la estepa como el huno Atila en el siglo V, el mongol Gengis Kan en el siglo XIII y el turco Tamerlán en el siglo XIV. Pero la del islam fue mucho más sólida y duradera, quizás por su ambivalente dimensión político-religiosa.
A partir de 644 se abrió una época de agitación interior tras el asesinato de Omar, que culminó en 661 con la escisión del islam entre chiitas y sunitas, que todavía perdura en la actualidad. Los sunitas reclaman la tradición más original, que procede directamente de Mahoma. Hoy en día son mayoritarios en Egipto, Arabia y Siria. Los chiitas se iniciaron como una facción política, procedentes de Alí, yerno de Mahoma. Con el paso de los siglos se han ido concentrado en Irán e Irak. Por tanto, los sunitas son mayoritarios en los países árabes —algo que parece lógico, puesto que el islam es originario de esas tierras—, mientras que los chiitas son mayoritariamente persas. Pero no es sencillo generalizar, de modo que ambas ramas están expandidas por todos los territorios musulmanes, lo que complica todavía más el endiablado mapa de las facciones político-religiosas del islam en Oriente Medio.
En el año 750, el imperio árabe-islámico sufrió una guerra civil de proporciones gigantescas. En Damasco, Abu al-‘Abbás al-Safar, de la familia de los Abasíes, sustituyó al último jefe de los Omeyas. El califato Omeya, predominantemente árabe, fue reemplazado por el califato abasí, predominantemente persa. El centro de gravedad del mundo islámico se trasladó hacia Oriente, de Siria a Irak, del Damasco de los Omeya al Bagdad de los abasíes, tal como había pasado en el mundo romano con la transición de Roma a Constantinopla. La nueva dinastía abasí recuperó la herencia del viejo imperio de los persas sasánidas. Esta oscilación de lo árabe a lo persa es clave para comprender la complejidad del escenario actual de Oriente Medio. Esta traslación fue posible porque el imperio persa, aunque había sido islamizado a raíz de la conquista de 651, nunca fue arabizado. La colonización fue religiosa, pero no cultural. Los territorios de la antigua Persia conservaron su propia lengua y cultivaron sus tradiciones específicas. Desde 750, Persia constituyó un factor determinante en la cultura general islámica, tomando el relevo a Arabia y las ciudades del actual Irak y Siria. Su influjo ha perdurado a través del moderno Irán, una nación mucho más poderosa cultural y económicamente que la mayor parte de los países árabes del entorno. Esto explica la perenne hostilidad entre los persas de Irán y los árabes de Palestina, Siria, Jordania, Irak, Arabia y Egipto, que ha sido tan hábilmente explotada por Israel desde su moderna refundación. Este secular enfrentamiento árabe-persa contribuye a hacer algo más comprensible la compleja geopolítica de Oriente Medio en nuestros días.
Bagdad se convirtió en el centro del mundo literario y científico, lugar de encuentro de traductores y eruditos y crisol de la ciencia griega, persa e india. En la península ibérica, Al-Andalus se declaró independiente del califato oriental. La dinastía Omeya pudo sobrevivir así en un ámbito autónomo, libre de injerencias externas. Floreció entonces una cultura brillante y original, que todavía se puede gozar al contemplar las maravillas arquitectónicas de la mezquita de Córdoba, los Reales Alcázares de Sevilla, la alcazaba de Málaga y la Alhambra de Granada. Esto dotó a algunas ciudades de la península, como Toledo, y a la isla de Sicilia, de una notable capacidad de intermediar entre las culturas de Oriente y Occidente, islámica y cristiana.
Con el paso de los siglos, el imperio musulmán se fue troceando políticamente, pero retuvo la unidad cultural y religiosa en lo esencial. La lengua árabe preservó su condición de “lengua clásica”, como lo había sido el latín siglos antes, vehículo de una notable literatura y transmisor de innovación científica y técnica. Desde el punto de vista filosófico, mostró una llamativa capacidad de adaptación y potencial ecléctico: tradujeron buena parte de la filosofía y ciencia griega al árabe e iniciaron una reflexión sobre reconciliar la filosofía racional y la revelación divina a través de pensadores tan prestigiosos como Avicena y Averroes. Aunque esa tradición clásica se perdió poco después en el islam a causa del creciente abandono de la especulación racional en favor del voluntarismo doctrinal, la función mediadora de sus sofisticadas escuelas de traducción contribuyó decisivamente a recuperar el pensamiento clásico en Occidente a partir del siglo XII.
Desde el punto de vista científico, promovieron importantes centros de estudios médicos, importaron métodos matemáticos de la India y China (particularmente el sistema decimal indio, el uso del cero y la introducción de la numeración arábiga) y desarrollaron ellos mismos la ciencia del álgebra. Hacia el siglo XIII, Europa occidental se beneficiaría de la asimilación de muchos de estos avances intelectuales y científicos.
Desde el punto de vista artístico, los artistas islámicos no crearon imágenes a causa de la iconoclastia, que prohibía toda reproducción de figuras de naturaleza espiritual. Pero esta dificultad acentuó su imaginativa y abigarrada decoración en yeso, basada en formas vegetales geométricas, como todavía podemos admirar en alguna de sus joyas arquitectónicas, como la Alhambra de Granada. Muchas de las soluciones estructurales y estéticas de la arquitectura islámica, como las columnas geminadas o las cúpulas múltiples, fueron tomadas como modelos por los artistas de Occidente, y son bien perceptibles en la arquitectura románica del mismo período.
Las ciudades islámicas tuvieron una vitalidad mucho mayor que las europeas, al menos hasta el siglo XII. Contenían magníficas mezquitas, espléndidos palacios, bibliotecas bien nutridas, eficaces escuelas, modernas conducciones acuíferas y una tupida red de hospitales. En el imaginario occidental, el Imperio musulmán medieval aparece como la quintaesencia de “lo oriental”, tal como lo demostró Edward Said en su libro Orientalismo (1978).
Ante la imponente expansión islámica, Occidente solo respiró aliviado cuando los árabes fueron detenidos por León III en las mismas puertas de Bizancio en 718 y por Carlos Martell en la batalla de Poitiers en 732. Esas dos victorias tuvieron un impacto psicológico parecido al de las posteriores victorias cristianas frente a los otomanos en Lepanto (1571) o en Viena (1683). De haber sucumbido, no es hipotético aventurar que el islam habría dominado también en buena parte de la Europa meridional. Su efectiva conquista y presencia en la península ibérica y de Sicilia durante muchos siglos así lo atestigua. Vista en perspectiva, la batalla de Poitiers resultó providencial. Propició la primera estabilización de la frontera con el islam desde su imparable expansión originaria. ¿Quiénes eran esos “carolingios” que habían sido los artífices de esa victoria?
ESCENA 5
Carlomagno
Pipino fue elevado al trono real de los francos, junto a su mujer Bertrada, tal como las reglas de la antigua tradición requieren: por la elección de todos los francos, por la consagración de los obispos y por la sumisión de los barones
(Abadía de san Medardo de Soissons, Francia, año 751, Anónimo, Continuación de la Crónica de Fredegario, hacia 770).
L ANÓNIMO CRONISTA cuenta la unción y coronación del primer rey de los carolingios, Pipino el Breve, quien había logrado destronar al último vástago de los merovingios, Chinderico III. La nueva dinastía había tenido sus orígenes en tiempos de Pipino el Viejo, quien hacia 616 había conseguido que el oficio de “mayordomos de palacio”, el cargo político más importante entre los francos, pasase a ser hereditario. Con el tiempo, este oficio, hábilmente ejercido por su linaje, asumió mayor poder que el de los propios reyes merovingios, cuya autoridad había quedado reducida a un valor nominal. El linaje fue además ganando prestigio gracias a su pericia militar. Pipino era hijo de Carlos Martell, el héroe de la batalla de Poitiers de 732 frente a los musulmanes. Carlos había recibido el sobrenombre de “Martel” porque, según cuenta la crónica de Saint Denis, «como el martillo (martel)