Elogio de la edad media. Jaume Aurell i Cardona
Respondiendo a este fatalismo, Agustín traza en La Ciudad de Dios una sugerente analogía entre la Roma civilizada y la Ciudad eterna. La redacción se alargaría hasta el 426, con los vándalos asediando su propia ciudad, que terminarían conquistando en 430. En sus páginas cohabita un mensaje sobre un problema del tiempo de Agustín —la desazón por el desmoronamiento de la civilización romana ante el empuje germánico, así como la demostración de que los cristianos no habían sido la causa de esa decadencia— y otro imperecedero: una lectura escatológica de la historia universal, donde combaten las fuerzas del bien y del mal.
Agustín tenía motivos para estar preocupado. El legado de Roma era inmenso. En lo político, había experimentado las tres formas de gobierno (monarquía, república e imperio) que serían fuente de inspiración continua para posteriores civilizaciones. En lo administrativo, había conseguido un asombroso equilibrio entre centro y periferia, que le permitió consolidar sus conquistas con la implantación inmediata de un sistema de gobierno eficaz. En lo económico, había construido un ámbito económico global, el Mediterráneo, en el que una aparente frontera natural (el mar) se había convertido en un rico espacio de intercambio, no solo de productos materiales sino también de ideas. En lo jurídico, había diseñado una legislación y un sistema penal imperecedero, tan eficaz y preciso que sigue siendo fuente de estudio y admiración por los juristas contemporáneos. En lo cultural, había basado su expansión territorial no solo en la supremacía militar sino también en unos valores de civilización que llevaba inherente la imposición de una misma lengua (el latín) y de una misma religión (el paganismo y después el cristianismo), lo que favoreció una larga duración. Finalmente, había desarrollado una primera sociedad tecnológica, caracterizada por un plan racionalizado de obras públicas y la construcción de unas vías de comunicación que garantizaron la rapidez de la mensajería, la seguridad de los viajantes, el fomento del comercio y el intercambio de ideas.
El hundimiento de Roma se gestó tras una larga decadencia, que tuvo como epílogo la progresiva fusión entre los dos sustratos étnicos mayoritarios que cohabitaban el territorio imperial: el latino y el germánico. Ese mestizaje se fue produciendo de manera lenta, casi imperceptible por los contemporáneos. Pero en cambio algunos eventos militares tuvieron un efecto devastador y causaron una profunda conmoción psicológica en todo el Imperio. El saqueo de Roma en 410 fue probablemente el que causó una mayor conmoción, pero había sido precedida por la gran derrota militar en la batalla de Adrianópolis en 378, que se saldó con una gran victoria de los godos y la muerte del emperador Valente. Pero, ¿de dónde habían surgido esos pueblos capaces de descomponer al imperio por dentro, vencer a los romanos en el campo de batalla y saquear su mismísima capital?
Los pueblos germánicos provenían de un grupo etnolingüístico del norte de Europa, y se identifican por el uso de las lenguas germánicas —un subgrupo de la familia lingüística indoeuropea—. Los contactos entre romanos y germanos se establecieron desde muy antiguo, ya en el siglo I, cuando los límites del imperio se expandieron hasta el Rin y el Danubio. Algunos germanos fueron penetrando en sus fronteras como esclavos, coloni (trabajadores agrícolas), soldados, foederati (aliados) o mercenarios. Los romanos llamaban a los germanos “bárbaros”, utilizando la palabra griega que significaba “extranjero”, por su escaso grado de civilización. Los bárbaros que se asentaban en el imperio solían asimilar los valores, costumbres, lengua, religión y cultura romana. Los que permanecían fuera de sus fronteras eran romanizados en diverso grado, dependiendo de su proximidad con el limes o su disposición a ser colonizados. Se puede decir, por tanto, que la Edad Media era ya un mundo “poscolonial”, globalmente interdependiente, donde convergieron una gran pluralidad de culturas y civilizaciones de la antigüedad, que habían sido previamente asimiladas por la hegemónica Roma.
El primer testimonio romano sobre los pueblos germánicos lo proporciona Tácito a finales del siglo I en su tratado Germania:
Los germanos nunca se juntaron en casamientos con otras naciones, y así se han conservado puros y sencillos, y se parecen solo a sí mismos. De donde procede que un número tan grande de gente tiene la misma disposición y talle, los ojos azules y fieros, los cabellos rubios, los cuerpos grandes y fuertes solamente para el primer ímpetu. No son sufridores de calor y sed, pero llevan bien el hambre y el frío, acostumbrados a la aspereza e inclemencia de tal suelo y cielo.
Los germanos no tenían templos, pero ofrecían sus sacrificios y dones en los claros de los bosques, a las deidades teutónicas Tiu, Wodan y Thor, que Tácito tradujo como Marte, Mercurio y Hércules, respectivamente, algunos de los cuales han quedado inscritos en los nombres de la semana martes, miércoles y jueves (Júpiter, Jove).
A partir del siglo II, Roma empezó a experimentar un lento proceso de ósmosis con los pueblos germánicos que habitaban la periferia, que se fueron inmiscuyendo progresivamente a través de las cada vez más permeables fronteras. En ocasiones eran incluso bienvenidos. Salviano informa de que, cuando los visigodos invadieron el sur de la Galia, los agricultores los aclamaron como liberadores: «El enemigo es más indulgente que los recaudadores de impuestos».
Durante los siglos III y IV, las zonas limítrofes del imperio conocieron un constante flujo inmigratorio y cultural recíproco. Las incursiones germánicas eran por lo general escaramuzas esporádicas, destinadas a proveerse de un botín o a explorar eventuales posibilidades posteriores de conquista. Muchos de ellos fueron incluso contratados por los romanos para reforzar sus tropas, y algunos llegaron a tener cargos prominentes. Los dos grupos mayoritarios eran los occidentales (sajones, suevos, francos y alamanes) y los orientales (lombardos, vándalos y godos). Se trataba de sociedades organizadas en tribus, cuyo mando estaba siempre vinculado a la actividad militar.
La situación cambió radicalmente a partir del siglo V. El empuje de las hordas hunas, comandadas por su legendario líder Atila (395-453), que provenían de la lejana Mongolia pero se habían asentado ya muy cerca del Rin, empujaron a su vez hacia el oeste y el sur a los pueblos germánicos. En su deriva hacia Occidente, francos, burgundios y alanos empujaron a suevos y alanos a la península ibérica, vándalos al norte de África y visigodos a la Galia. Estas oscilaciones fueron una combinación de conquistas militares, flujos migratorios y asentamientos poblacionales.
El saqueo de Roma de 410 desencadenó una conmoción psicológica de proporciones análogas a las del atentado de las Torres Gemelas y se convirtió en uno de los detonantes del colapso del imperio. Muchos de sus territorios estaban ya de hecho ocupados y dominados por los germanos. Esto explica que en poco tiempo se organizaran los primeros “reinos germánicos”, que constituyen los gérmenes de las modernas naciones. En el norte de África, Genserico fundó el reino de los vándalos a partir de 429, que perduraría hasta la conquista de los bizantinos de Justiniano en 535. En Hispania, Eurico organizó el próspero reino visigodo de Tolosa a partir 476, que se transformó en el reino de Toledo a partir de 507 hasta la conquista musulmana en 711. En la Galia, Clodoveo construyó el reino de los merovingios a partir de 481, que tendría su continuidad con el imperio franco-germano carolingio y posteriormente con la dinastía capeta. En Italia, Teodorico fundó el reino de los ostrogodos desde 498 hasta la ocupación de los bizantinos de Justiniano a partir de 540. En Britania, anglos, jutos y sajones invadieron la tierra tras el abandono de los romanos, hasta la consolidación de diversos reinos anglosajones a partir del siglo VII.
Cualquier observador bien informado hubiera concluido que, de entre estas diversas etnias, el futuro pertenecía a los visigodos ibéricos de Eurico y a los ostrogodos itálicos de Teodorico. Sus élites eran más sofisticadas, civilizadas y cultas, y asimilaron bien las tradiciones romanas. Pero los francos habían conseguido una mayor integración entre la población germánica y la romana, especialmente tras su asunción del cristianismo, mientras que el resto de las etnias germánicas permanecieron un tiempo fieles a la herejía arriana. En un proceso muy típico del mundo tardoantiguo, la herejía no manifestaba simplemente desavenencias doctrinales, sino más bien singularizaciones nacionales y disidencias políticas.
El bautismo de Clodoveo se produjo en torno al año 500. Cuenta Gregorio de Tours en su Historia de los Francos que el rey se bautizó el día de Navidad, junto con los tres mil soldados que le habían acompañado en la milagrosa victoria de Tolbiac contra los arrianos alamanes. En el peor momento de la batalla, Clodoveo juró bautizarse