Elogio de la edad media. Jaume Aurell i Cardona
del tiempo es comprobar, con cierta desazón, el aumento de la graduación de las gafas para leer. Eso exactamente nos pasa con la Edad Media: no somos capaces de verla en directo, sin intermediarios. Nuestra visión actual de la Edad Media ha pasado, de hecho, por cuatro grados de miopía y distorsión, acrecentados sucesivamente por renacentistas, ilustrados, románticos y posmodernos. Primero, renacentistas y humanistas pretendieron introducir una solución de continuidad en el pasado, saltándose la anodina edad media —que en realidad conocían muy poco— para acceder directamente a los clásicos. Segundo, los ilustrados proyectaron todos sus demonios anticlericales y laicistas contra la Edad Media, y agudizaron deliberadamente el contraste entre una época oscura como la medieval y su época ilustrada, clarividente, de las luces. Tercero, en su bienintencionado intento de rehabilitar la Edad Media, los autores del Romanticismo acentuaron sus elementos más grotescos, burlescos y esperpénticos, algo que está todavía incrustado en el imaginario colectivo.
Finalmente, los posmodernos también han querido conectar directamente con la Edad Media, descartando la modernidad como una anomalía —como los renacentistas habían hecho saltándose la época medieval—. Pero han actuado así con el propósito de proyectar todos sus demonios en la Edad Media, como lo habían hecho los Ilustrados. Esos miedos se reavivan ahora con el deseo de exaltar aquellos personajes marginales y periféricos que mejor reflejan la desazón posmoderna: brujas, prostitutas, mendigos, locos, inquisidores, excéntricos. Es obvio que también los hubo en la Edad Media, como en todas las épocas. Pero, muy al estilo Michel Foucault, cuando otorgan entidad de categoría a la anécdota o el detalle excepcional, distorsionan de nuevo todo el inmenso panorama medieval, para adaptarlo —para reducirlo y limitarlo— a su agenda posmoderna.
Desde luego, no pretendo presentar aquí una imagen idealizada de la Edad Media, porque tampoco respondería a la realidad, al igual que me lo propuse en los capítulos que le dediqué en mi Genealogía de Occidente. Como todo período histórico, entraña sus luces y sus sombras, sus aciertos y sus errores, sus avances y sus retrocesos, sus razones y sus sinrazones y, en definitiva, sus herencias positivas y sus herencias espurias. Todas las épocas tienen sus claroscuros. Son como la vida misma: ni de una claridad deslumbrante ni de una oscuridad tenebrosa. No creo que, con los sufrimientos causados hoy día por las pandemias, las crisis económicas y los conflictos laborales, los atentados terroristas, los conflictos armados en tantos lugares de África y Asia, las formas encubiertas de esclavitud, las multitudes hacinadas de refugiados y las enormes áreas donde los trabajadores son tratados sin piedad y sin otorgarles ningún derecho, podamos lanzar nosotros las campanas al vuelo y dar lecciones a otras edades del pasado. Conviene no caer en generalizaciones simplistas —más aún en el caso de una época tan extensa como la medieval— y aproximarse a ella como a cualquier otra, con los mismos deseos de aprender de sus aciertos, de dejarse deslumbrar por sus más sublimes creaciones, de asentarse en su sólida tradición y de evitar sus errores.
Finalizo este proemio haciendo referencia a las magníficas ilustraciones que acompañan el texto, elaboradas por el artista ruso Danila Andreev. En una época esencialmente analfabeta como la medieval, las imágenes cobraban una relevancia excepcional. Basta detenerse con atención ante uno de esos maravillosos capiteles de los serenos claustros románicos, donde se transmiten realidades tan profundas a través de unas formas aparentemente sencillas, para darse cuenta de la enorme capacidad de los medievales para leer el lenguaje simbólico de las imágenes. Si los medievales eran esencialmente analfabetos de las palabras, nosotros lo somos de las imágenes. Por este motivo, me parecía importante acompañar el texto con unas ilustraciones, también de carácter simbólico más que realista, que trataran de expresar lo mejor posible la indisoluble unidad entre la palabra y el icono tan propia de las sociedades medievales. El artista ha procurado mantener una línea sencilla y simbólica —una actitud tan medieval—, privilegiando los dos emblemas que le han parecido claves de este periodo: la mano y la paloma; la acción humana y la trascendental. Estas serían las dos formas de acción “histórica” con las que ha pretendido relacionar las imágenes con la historia que se narra. Las primorosas letras miniadas que inician cada una de las escenas, inspiradas también en los modelos de la época, son la mejor muestra de esta intrínseca compenetración entre la letra y la imagen.
El Elogio de la Edad Media no sería completo sin estas ilustraciones, cuidadosamente diseñadas y armónicamente acomodadas al texto. Mi agradecimiento va, por tanto, en primer lugar, a Danila, por su magnifica tarea de ilustrador, así como a quienes tuvieron la amabilidad de leer el manuscrito del texto y transmitirme unas valiosísimas sugerencias, que he procurado introducir en el texto: Juan Ignacio Apoita, Paola Bernal, José Luis González, Montserrat Herrero, José Enrique Ruiz-Domènec, José María Sanz Magallón, Miguel Ugalde.
Espero que la lectura de este breve relato de la Edad Media pueda paliar en parte la injusta mala fama de la Edad Media. Y ojalá, aunque admito que de momento soy escéptico, seamos capaces de devolver a esta época, con todas sus grandezas y todas sus ruindades, su verdadera entidad: sin reducirla a precedente de nada, sin generalizarla a una Edad Media y sin proyectar en ella nuestros propios demonios, nuestros prejuicios o los complejos que nos puedan atenazar. El lector tiene la palabra. Espero que no sea solo un testigo pasivo, sino también un espectador activo de estos escenarios que va a recorrer a partir de ahora y, por qué no, que sea capaz también de introducirse en la acción como un personaje más.
ACTO I
ACTORES
ESCENA 1
Constantino
Mientras Constantino esto imploraba e instaba perseverante en sus ruegos, se le apareció un signo divino del todo maravilloso. En las horas meridianas del sol, cuando ya el día comienza a declinar, dijo que vio con sus propios ojos, en pleno cielo, superpuesto al sol, un trofeo en forma de cruz, construido a base de luz y al que estaba unido una inscripción que rezaba: “con este signo vencerás” (in hoc signo vinces). El pasmo por la visión lo sobrecogió a él y a todo el ejército que lo acompañaba en el curso de una marcha y que fue espectador del portento. Y decía que para sus adentros se preguntaba desconcertado qué podría ser aquella aparición. En esas cavilaciones estaba, embargado por la reflexión, cuando le sorprendió la llegada de la noche. En sueños vio a Cristo, hijo de Dios, con el signo que apareció en el cielo y le ordenó que, una vez se fabricara una imitación del signo observado en el cielo, se sirviera de él como de un bastión en las batallas contra los enemigos.
(Narración de la batalla de Puente Milvio, octubre de 312, Eusebio de Cesarea, Vida de Constantino, I, 28-29).
SÍ ERAN LAS COSAS EN aquel tiempo: la historia de la Edad Media comienza con un milagro o, mejor dicho, con un relato de un milagro. La gente confiaba en quienes contaban los relatos, porque, reales o no, esos cuentos respondían a valores bien asentados en la mentalidad de los oyentes. Eusebio de Cesarea, autor de la primera historia eclesiástica, se ocupó de consolidar la leyenda de Constantino, el primer emperador cristiano. Forjó algo así como una fabulación de los orígenes de la conversión del Imperio romano al cristianismo. Eusebio nos persuade de que la conversión del primer emperador, como aquella de san Pablo, fue fruto de una intervención directa de Dios, en un momento culminante de su enfrentamiento con Majencio: en la batalla del Puente Milvio en octubre de 312.
Eusebio era consciente de que su audiencia cristiana comprendería perfectamente los símbolos que utilizó en su narración: el sol y la cruz. De hecho, el propio emperador, todavía pagano, no había captado el significado de la visión hasta bien entrada la noche cuando, en un sueño —otro de los procedimientos habituales utilizados por quienes referían leyendas—, se le hizo ver que lo que había percibido con sus sentidos era el signo propio de los cristianos. La imagen del sol y la cruz, junto al monograma de Cristo —la superposición de las letras griegas “Chi” (X) y “Rho” (P)—, se convirtieron en el estandarte del emperador, que recibió el nombre de labarum. Con ese signo, en efecto, Constantino venció la batalla