Elogio de la edad media. Jaume Aurell i Cardona
funcionarios romanos habían preparado los altares de los dioses paganos para celebrar los sacrificios que debían acompañar a su triunfo, según la costumbre habitual. Pero Constantino, saltándose los ritos paganos, se dirigió directamente al palacio imperial. Cundió el desconcierto. Unos meses más tarde, ya en el 313, promulgó el edicto de Milán, por el que legitimaba el culto cristiano junto a los demás cultos paganos. Dio así fin a las persecuciones, tras dos siglos y medio en que la Iglesia se había mantenido en la clandestinidad, debatiéndose entre la vida y la muerte. El Dios cristiano había vencido, aparentemente, a los dioses paganos. Pero, ¿de dónde había surgido esa doctrina?
El cristianismo había sido fundado tres siglos antes por un carpintero llamado Jesús, en Palestina, la tierra de los judíos colonizada por los romanos. Jesús pronto fue conocido como “Jesucristo”, puesto que al nombre elegido por sus padres se le añadió el nombre del Ungido (“Cristo”, en la traducción griega), el Hijo de Dios. Sus seguidores pronto empezaron a ser conocidos como “cristianos”. La conversión al cristianismo implicaba el compromiso de una preparación doctrinal (el catecumenado), la asunción de unas creencias intelectuales (resumidas en un credo), la práctica de unas conductas morales (sintetizadas en diez mandamientos) y la recepción de unos signos que transfundían la energía necesaria para mantener vivos esos compromisos (concretadas en siete sacramentos).
Desde el principio, la evangelización había encontrado una gran resistencia por parte de los judíos, que se negaban a reconocer que Jesucristo era el verdadero Mesías (“el Ungido”) anunciado por los profetas desde antiguo, y por tanto preferían por seguir con sus antiguas tradiciones. Desde la muerte de Jesús hacia el 33 hasta el concilio de Jerusalén hacia el 50, los apóstoles trataron de convencer a los judíos de que no había solución de continuidad entre el judaísmo y el cristianismo y que, por tanto, no había incompatibilidad entre las dos religiones. Pero los evangelizadores enseguida variaron el rumbo, porque se dieron cuenta de la enorme dificultad que entrañaba cambiar la postura de los judíos. Además, cayeron en la cuenta de que el cristianismo, tal como Jesús lo había anunciado, era una religión universal, no restringida a una etnia, y se dirigieron principalmente a los paganos —es decir, a los gentiles, tal como eran llamados por los judíos—.
El capítulo trece de Los Hechos de los Apóstoles narra con detalle el momento en que se produjo esta ruptura. En su primer viaje evangelizador por la actual Turquía, Pablo y Bernabé llegaron a Antioquía de Pisidia, donde obraron como de costumbre. Se dirigieron un sábado a la sinagoga y ahí predicaron a los judíos. Pero estos «se llenaron de celo, y contradecían con injurias lo que decía Pablo». Entonces, Pablo y Bernabé alzaron la palabra y declararon valiente y solemnemente: «Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la palabra de Dios; pero como la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos volvemos a los gentiles». A partir de entonces, su predicación se encauzó principalmente hacia los gentiles. Este giro encontró también resistencia entre los judíos que se habían convertido al cristianismo, quienes se consideraban poseedores de ciertos privilegios. Pero finalmente se impuso esta orientación universal.
Pablo fue especialmente enérgico en este cambio de estrategia. Pero pronto pudo experimentar de que si la resistencia de los judíos frente al cristianismo se basaba en discrepancias doctrinales (la fe), los paganos veían problemático asumir el cambio de vida que implicaba convertirse (la moral). Hasta la irrupción del cristianismo, el paganismo había funcionado eficazmente como religión del Imperio. Su eclecticismo doctrinal, su amalgama de confesiones y su diversidad de cultos se avenían a la perfección con la realidad del estado universal, multiétnico y multinacional romano. Representaba una religión política, y por tanto generaba ningún tipo de tensión entre el ámbito espiritual y el temporal. Su exigua normatividad se podría asimilar a las sociedades occidentales secularizadas de la actualidad.
Pablo, originario de Tarso, fue un personaje clave en la primera expansión cristiana a lo largo del mundo pagano. Su triple condición de judío por nacimiento (de nombre, Saulo), por cultura griego (que adoptó como lengua de escritura) y romano por ciudadanía (de sobrenombre, Paulus), fue providencial para la extensión universal del cristianismo. Su figura ensambla las tres capitalidades que, para muchos, constituyen la esencia de la civilización occidental: Jerusalén, Atenas y Roma. Su apasionamiento por la nueva religión y su genuino aprecio por la civilización romana aunaron una combinación perfecta para persuadir a sus correligionarios de que era posible una cristianización del imperio. Empezó a escribir tratados doctrinales y morales en griego (destacando la Epístola a los Romanos por su densidad doctrinal y la Epístola a los Hebreos por sus sublimes razonamientos), para alcanzar una audiencia más amplia y culta. Se presentó ante los sabios de Atenas, en un discurso memorable, recogido en el capítulo 17 de los Hechos de los Apóstoles, en el que les apelaba en su propio lenguaje anunciándoles ese “Dios desconocido” con el que se había encontrado en uno de sus monumentos. Romanización y cristianización no eran incompatibles, sino más bien lo contrario: se enriquecían mutuamente. El visionario Pablo se había adelantado tres siglos a la conversión de Constantino, y cuatro a la síntesis de Agustín.
Pero habría de pasar mucho tiempo antes de que esa armonización se hiciera una realidad. Pronto surgió el problema de la cohabitación del papa y el emperador en Roma. Desde la época de Augusto, el emperador ostentaba con orgullo el título de Pontífice (Pontifex Maximus), cabeza de la antigua religión romana. Había importado del Oriente helenizado la mística de la divina realeza (tal como se reflejaba en el título Basileus) para justificar su absolutismo imperial y legitimar su autoridad religiosa, según lo harían posteriormente los líderes bizantinos y rusos, desde Justiniano a Stalin. El cristianismo, en cambio, implicaba una cosmovisión que excluía tanto la adoración del emperador como el politeísmo. El papa estaba investido de una autoridad espiritual universal al ser la cabeza de la Iglesia cristiana y sucesor del primero y primado de los apóstoles: san Pedro. Por este motivo, al cristianismo se le consideró, desde sus orígenes, cuando apenas contaba con unas decenas de miles de seguidores, una amenaza para el Imperio. Los emperadores emprendieron entonces feroces persecuciones contra los cristianos, desde Nerón, a mediados del siglo i, hasta Diocleciano, a finales del siglo III. Sin embargo, debido a la llamativa actitud de quienes vivían en la esperanza de Cristo y a su firmeza ante esas dificultades, las persecuciones tuvieron un efecto contrario al que buscaban. Los mártires consolidaron la fe de los cristianos porque les proveyeron de unos héroes a quienes admirar e imitar.
El panorama empezó a cambiar cuando Constantino llegó al poder a principios del siglo IV. Concibió una novedosa estrategia de consenso entre el cristianismo y el paganismo, basada en la convicción de que esa vía sería más eficaz que la confrontación sostenida por sus predecesores. La política de tolerancia de Constantino no fue la causa de la expansión del cristianismo, sino la astuta respuesta del emperador ante su incesante crecimiento. Tras convertirse, Constantino no aparece como el clásico prototipo de converso vehemente, azote de los viejos ritos paganos. Su interacción con el cristianismo fue ambigua, no solo porque ni siquiera podemos documentar si su conversión fue genuina, sino también por su deliberadamente ambigua promoción de símbolos que integraban cristianismo y paganismo. El relato de su conversión en la batalla del Puente Milvio combina la creencia pagana en el Dios sol (sol invictus), en la que había sido educado el emperador, con el signo cristiano de la cruz. La fusión de los dos símbolos esenciales de cada una de las religiones es una vívida plasmación de su deseo de conciliar ambas, para contentar al pueblo.
La ambivalente actitud religiosa de Constantino tuvo unas consecuencias imperecederas para el devenir de la historia, puesto que inauguró el largo capítulo de las tensas relaciones entre la Iglesia y el estado. De entrada, evitó cualquier tensión con el papa, obrando con una astucia digna de encomio. Entregó al papa Silvestre I un palacio que había pertenecido a Diocleciano, sobre el que se construyó la primera gran basílica de culto cristiano, conocida hoy como san Juan de Letrán. La basílica era un edificio civil romano, dedicado a la administración de justicia y a las transacciones mercantiles, cuya estructura longitudinal se adaptó perfectamente a las necesidades de la liturgia cristiana. Básicamente, respondía a la configuración arquitectónica de las iglesias tal como las conocemos hoy. La asunción de la basílica romana como modelo de construcción de los templos cristianos constituye una de las manifestaciones