Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert
pagarán a los griegos, después a los baleares, a los asiáticos y a todos los demás. ¡Pero a vosotros, como sois pocos, no os darán nada! ¡No volveréis a ver vuestra patria! ¡No tendréis barcos! Os matarán para ahorrarse la comida.
Los galos fueron a ver al sufeta. Autharita, a quien Giscón había golpeado en el palacio de Amílcar, lo interpeló. Desapareció, al ser rechazado por los esclavos, pero jurando que se vengaría.
Las reclamaciones y las quejas se multiplicaron. Los más obstinados penetraban en la tienda del sufeta. Para enternecerlo le cogían sus manos, le hacían palpar sus bocas sin dientes, sus brazos enflaquecidos y las cicatrices de sus heridas. Los que no habían cobrado aún se irritaban; los que habían recibido su paga, reclamaban otra por sus caballos; los vagabundos, los desterrados, haciéndose con las armas de los soldados, afirmaban que se les desatendía. A cada instante llegaban oleadas de hombres; las tiendas crujían, caían al suelo; la multitud, apiñada entre los fortines del campamento, oscilaba dando grandes gritos desde las puertas hasta el centro. A pesar del tumulto, Giscón apoyaba un codo en su cetro de marfil y, contemplando el mar, permanecía inmóvil, con los dedos hundidos en la barba.
Matho se apartaba con frecuencia para ir a conversar con Spendius; luego volvía a colocarse frente al sufeta, y Giscón sentía constantemente sus pupilas como dos faláricas llameantes clavadas en él. Muchas veces, de entre la muchedumbre, se elevaron injurias, que no comprendía. Sin embargo, la distribución continuaba y el sufeta sabía vencer todos los obstáculos.
Los griegos quisieron protestar por la diferencia de las monedas. Giscón les dio tales explicaciones, que se retiraron sin rechistar. Los negros reclamaron ser pagados con las conchas blancas que se utilizaban en el comercio del interior de África. Les ofreció que irían a buscarlas a Cartago, y, como los demás, aceptaron el dinero.
Pero a los baleares se les había prometido algo mejor; mujeres. El sufeta les respondió que se esperaba para ellos toda una caravana de jóvenes vírgenes: el camino era largo y aún tardarían seis lunas (o meses) en llegar. Cuando estuvieran bien gordas y perfumadas con benjuí se las enviarían en barcos a los puertos de las Baleares.
De repente, Zarxas, remozado y vigoroso, saltó como un batelero sobre los hombros de sus amigos, y exclamó:
—Qué has reservado para los cadáveres? —y al decir esto señalaba la puerta de Ramón, en la muralla de Cartago.
A los últimos resplandores del sol las planchas de bronce, que la revestían de arriba abajo, refulgían; los bárbaros creyeron ver en ella un rastro sangriento. Cada vez que Giscón quería hablar, ellos gritaban insistentes. Por fin, bajó con paso grave y se encerró en su tienda.
Cuando volvió a salir al amanecer, sus intérpretes, que dormían afuera, no se movieron; estaban tendidos boca arriba, con los ojos abiertos, la lengua entre los dientes y la cara azulada. Mucosidades blancas fluían de sus narices, y sus miembros parecían rígidos, como si el frío de la noche los hubiese helado. Alrededor del cuello tenían todos un pequeño lazo de juncos.
Desde aquel instante la rebelión fue en aumento. El asesinato de los baleares, que les había recordado Zarxas, confirmaba las desconfianzas de Spendius. Se imaginaban que la república intentaba engañarlos siempre. ¡Había que acabar con ella! ¡No había necesidad de intérpretes! Zarxas, con una honda alrededor de su cabeza, cantaba canciones de guerra; Autharita blandía su gran espada; Spendius, mientras susurraba a uno sutiles palabras, proporcionaba a otro un puñal. Los más fuertes intentaban cobrar por sí mismos; los menos furiosos pedían que continuase la distribución. Nadie soltaba ya sus armas, y todas las iras se aunaron contra Giscón en un odio tumultuoso.
Algunos se le aproximaban dispuestos a hablar en la tribuna. Si se limitaban a vociferar injurias, se los escuchaba con paciencia; pero si le tentaban con la menor palabra, eran inmediatamente lapidados, o cercenadas sus cabezas a traición de un espadazo. El montón de sacos estaba más rojo que un altar.
¡Resultaban temibles después de las comidas, cuando estaban ebrios! Era un exceso prohibido bajo pena de muerte en los ejércitos púnicos, y levantaban sus copas volviéndose hacia Cartago como una irrisión para su disciplina. Luego se iban en busca de los esclavos del fisco y se dedicaban a matarlos. La palabra «hiere», distinta en cada lengua, la comprendían todos.
Giscón sabía que la patria lo abandonaba, pero a pesar de esta ingratitud no quería deshonrarla. Cuando le recordaron que les habían prometido barcos, juró por Moloch que se los proporcionaría él mismo, a costa suya, y arrancándose su collar de piedras azules, lo arrojó entre la multitud para reforzar su juramento.
Entonces los africanos reclamaron el trigo que les había prometido el gran consejo. Giscón extendió las cuentas de los syssitas, hechas con pintura violeta en pieles de oveja; leyó todo lo que había entrado en Cartago, mes por mes y día por día.
De pronto se detuvo con los ojos muy abiertos, como si hubiese descubierto entre las cifras su sentencia de muerte.
En efecto, los ancianos del consejo las habían reducido fraudulentamente, y el trigo vendido durante la época más calamitosa de la guerra figuraba a un precio tan bajo, que resultaba imposible no advertir el engaño.
—¡Habla! —le gritaron—. ¡Más alto! ¡Ah, es que el cobarde trata de mentir! ¡Desconfiemos de él!
Durante unos instantes vaciló. Por fin, reanudó su lectura.
Los soldados, sin sospechar que se los engañaba, dieron por buenas las cuentas de los syssitas. Entonces se apoderó de ellos una envidia furiosa, al ver la abundancia característica de Cartago. Rompieron la caja de sicómoro; estaba vacía en sus tres cuartas partes. Habían visto salir de ella tales cantidades de dinero que la creían inagotable. Sin duda, Giscón debía haber escondido el dinero en su tienda. Escalaron los sacos, Matho los conducía, y como gritasen: «¡El dinero, el dinero!», Giscón respondió al fin.
—¡Que os lo dé vuestro general!
Los miraba cara a cara, sin hablar, con sus ojos grandes y amarillos y su cara alargada, más pálida que su barba. Una flecha, detenida por las plumas, vibraba en el ancho anillo de oro, y un hilillo de sangre corría de su tiara hasta su hombro.
A un gesto de Matho avanzaron todos. Giscón extendió los brazos; Spendius, con un nudo corredizo, le ató las muñecas; otro lo derribó, y el sufeta desapareció entre el desorden de la multitud que se echaba sobre los sacos.
Saquearon su tienda. Sólo encontraron en ella las cosas más indispensables para la vida; luego, al buscar mejor, aparecieron tres imágenes de Tanit y, en una piel de mono, una piedra negra caída de la luna. Muchos cartagineses habían querido acompañarlo; eran hombres importantes y todos partidarios de la guerra.
Los sacaron de sus tiendas y fueron arrojados al foso de las inmundicias. Con cadenas de hierro fueron atados por el vientre a sólidas estacas, y les daban el alimento en la punta de una jabalina.
Autharita, al tiempo que los vigilaba, los colmaba de invectivas, pero como no entendían su lengua, no contestaban; el galo, de cuando en cuando, se entretenía en tirarles piedras a la cara para hacerlos gritar.
* * *
Desde el día siguiente una especie de desasosiego se apoderó del ejército. Ahora que su cólera estaba satisfecha los dominaban las inquietudes. Matho sufría una vaga tristeza. Le parecía haber ultrajado indirectamente a Salambó. Aquellos ricos eran como una prolongación de su persona. Se sentaba por la noche al borde del foso y encontraba en sus gemidos algo de la voz que vibraba en su corazón.
Mientras tanto, todos acusaban a los libios, que eran los únicos a quienes les habían pagado. Pero al mismo tiempo que se avivaban las antipatías nacionales con los odios personales, sentían el peligro de entregarse a tales rencillas. Después de un atentado semejante las represalias serían terribles. Por tanto, había que precaverse contra la venganza de Cartago. Los conciliábulos y las arengas eran interminables. Hablaban todos, no escuchaban a nadie, y Spendius, tan locuaz de ordinario, se encogía de hombros ante todas las proposiciones.
Una