Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert
turbó, luego dijo de repente:
—¿Por qué me menosprecias? ¿He olvidado algo de los ritos? Tú eres mi maestro y me has dicho que nadie comprendía como yo el culto de la diosa, pero hay algo que no quieres decirme. ¿No es así, padre?
Schahabarim se acordó de las órdenes de Amílcar y respondió:
—¡No, no tengo nada más que enseñarte!
—Un genio —replicó la joven— me empuja a este amor. He subido las gradas de Eschmún, dios de los planetas y de las inteligencias; he dormido bajo el olivo de oro de Melkart, patrón de las colonias tirias; he abierto las puertas de Baal-Kamón, iluminador y fertilizador; he sacrificado a los cabiros subterráneos, a los dioses de los bosques, de los vientos, de los ríos y de las montañas; pero todos están demasiado lejos, demasiado altos y son demasiado insensibles ¿comprendes? Mientras que a ella la siento confundida con mi vida; llena mi alma y me estremezco por ímpetus interiores como si ella saltara para escaparse. Me parece que voy a oír su voz, a ver su rostro, me deslumbran sus rayos fulgurantes y luego vuelvo a hundirme en las tinieblas.
Schahabarim callaba. La joven le imploraba con la mirada.
Por fin, el gran sacerdote hizo una señal para que se alejase la esclava, pues no era de raza cananea. Taanach desapareció y Schahabarim, levantando un brazo en el aire, dijo:
—Antes de que nacieran los dioses existían únicamente las tinieblas y un soplo flotaba, pesado e indistinto como la conciencia de un hombre que sueña. El soplo se contrajo creando el deseo y la nube, y del deseo y de la nube salió la materia primitiva. Era un agua fangosa, negra, helada, profunda. Encerraba monstruos insensibles, partes incoherentes de formas que habían de nacer y que están pintadas en la pared de los santuarios. Después la materia se condensó, se convirtió en un huevo y se rompió. Una mitad formó la Tierra, la otra el firmamento. El Sol, la Luna, los vientos, las nubes aparecieron; y, al estallido del rayo, los animales inteligentes se despertaron. Entonces Eschmún se desarrolló en la esfera estrellada; Kamón resplandeció en el sol; Melkart, con sus brazos, lo empujó más allá de Gades; los Rabyrim descendieron al fondo de los volcanes, y Rabbetna, como una nodriza, se inclinó sobre el mundo, vertiendo su luz como una leche y su noche como un manto.
—¿Y después? —interrogó la joven.
El sacerdote le había contado el secreto de los orígenes para distraerla con más altas perspectivas, pero el deseo de la virgen se avivó con aquellas últimas palabras y Schahabarim, cediendo a medias, añadió:
—Inspiró y gobernó los amores de los hombres.
—¿Los amores de los hombres? —repitió Salambó, soñadora.
—Tanit es el alma de Cartago —continuó el sacerdote—, y aunque está en todas partes es aquí donde mora, bajo el velo sagrado.
—¡Oh padre! —exclamó Salambó—. La veré, ¿no? ¡Tú me conducirás allí! Vacilaba desde hace mucho tiempo; la curiosidad de ver su forma me devora. ¡Por piedad, ayúdame! ¡Vayamos!
El sacerdote la rechazó con gesto vehemente y lleno de orgullo.
—Jamás! ¿No sabes que produce la muerte? Los Baals hermafroditas únicamente dejar caer sus velos para nosotros, hombres por el espíritu, mujeres por la debilidad. Tu deseo es un sacrilegio. ¡Confórmate con la ciencia que posees!
Salambó cayó de rodillas, metiendo dos de sus dedos en los oídos, en señal de arrepentimiento; anonadada por las palabras del sacerdote, llena a la vez, contra él, de terror y de humillación. Schahabarim, de pie, permanecía más insensible que las piedras de la terraza. La contemplaba despreciativo estremecida a sus pies y experimentaba una especie de alegría al verla sufrir por su divinidad, a la que tampoco él podía comprender por completo. Ya cantaban los pájaros, soplaba un viento frío y unas nubecillas corrían por el cielo ya pálido.
De pronto, el sacerdote vio en el horizonte, detrás de Túnez, corno nieblas ligeras que se arrastraban por el suelo; luego fue una cortina de polvo gris, extendida perpendicularmente, y entre los torbellinos de esta masa polvorienta fueron apareciendo cabezas de dromedarios, lanzas y escudos. Era el ejército de los bárbaros que avanzaba sobre Cartago.
IV. Bajo las murallas de Cartago
Gentes de la campiña, montados en asnos o corriendo a pie, pálidos, sin aliento, despavoridos, llegaron a la ciudad. Venían huyendo delante del ejército. En tres días los mercenarios habían hecho el camino desde Sicca, para caer sobre Cartago y arrasarlo todo.
Se cerraron las puertas. Al punto aparecieron los bárbaros, pero se detuvieron en medio del istmo, a orillas del lago.
Al principio no dieron muestras de hostilidad. Muchos se acercaron con palmas en las manos. Fueron repelidos a flechazos. ¡Tan grande era el terror!
De madrugada y a la caída de la tarde, los merodeadores vagaban a veces a lo largo de las murallas. Llamaba la atención especialmente un hombre pequeño, envuelto cuidadosamente en su manto y cuyo rostro desaparecía bajo una visera muy caída. Se pasaba horas enteras mirando al acueducto con tal persistencia que sin duda quería engañar a los cartagineses acerca de sus verdaderos designios. Le acompañaba otro hombre, una especie de gigante que iba con la cabeza descubierta.
Pero Cartago estaba bien defendida en toda la anchura del istmo: en primer lugar, por un foso; luego, por un talud cubierto de césped, y finalmente por una muralla, de treinta codos de alto, con piedras de sillería y de dos cuerpos. El primero contenía cuadras para trescientos elefantes, con almacenes para sus caparazones, maniotas y alimentos, además de otras cuadras para cuatro mil caballos con las provisiones de cebada y los arneses, y cuarteles para veinte mil soldados con las armaduras y todo el material de guerra. Las torres se levantaban en el segundo piso, provistas de almenas que tenían en la parte de afuera escudos de bronce, colgados de garfios.
Esta primera línea de murallas defendía inmediatamente a Malqua, el barrio de los marineros y de los tintoreros. Se podían ver los mástiles en que se secaban las velas de púrpura, y en las últimas azoteas los hornos de arcilla para cocer la salmuera.
Por detrás, la ciudad desplegaba en anfiteatro sus altas casas de forma cúbica. Eran de piedra, de tablas, de guijarros, de cañas, de conchas y barro apisonado. Los bosques de los templos formaban como lagos de verdor en esta montaña de bloques, pintados de diversos colores. Las plazas públicas estaban niveladas a distancias desiguales; innumerables callejuelas se entrecruzaban, cortándola de un extremo a otro. Se distinguían los recintos de tres viejos barrios, ahora confundidos; destacándose acá y allá como grandes escollos, en los que se alargaban enormes lienzos, medio cubiertos de flores, ennegrecidos, muy manchados por el arrojo de las inmundicias, pasando las calles por sus amplias aberturas como ríos bajo puentes.
La colina de la acrópolis, en el centro de Byrsa, desaparecía bajo una confusión de monumentos. Eran templos de columnas retorcidas con capiteles de bronce y cadenas de metal, conos de piedra con franjas de azul, cúpulas de cobre, arquitrabes de mármol, contrafuertes babilónicos y obeliscos en punta como antorchas encendidas. Los peristilos llegaban a los frontispicios; las volutas se desplegaban entre las columnatas; muros de granito sustentaban tabiques de ladrillo, y todos aquellos edificios subían unos sobre otros, ocultándose a medias, de un modo maravilloso e incomprensible. Se sentía la sucesión de las épocas y como el recuerdo de patrias olvidadas.
Detrás de la acrópolis, en terrenos de arcilla roja, el camino de los Mappales, cercado de tumbas, se alargaba en línea recta, desde la ribera a las catacumbas; seguían luego quintas espaciadas que se alzaban en medio de jardines, y este tercer barrio, Megara, la ciudad nueva, llegaba hasta los cantiles de la costa, donde se erguía un faro gigantesco, luz de todas las noches.
Así se desplegaba Cartago ante los soldados acampados en la llanura. Desde lejos reconocían los mercados, las encrucijadas y discutían