Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert
con fuerza para aspirar el aire, y sus ojillos pitarrosos brillaban con un fulgor duro y metálico. Llevaba en la mano una espátula de áloe para rascarse los pies.
Por fin, dos heraldos tocaron sus cuernos de plata; se apaciguó el tumulto y Hannón empezó a hablar.
Comenzó elogiando a los dioses y a la república; los bárbaros debían felicitarse por haberla servido. Pero había que mostrarse más razonables; los tiempos eran duros, «y si un amo no tiene más que tres olivos, ¿no es justo que guarde dos para él?».
De este modo, el viejo sufeta entreveraba su discurso con apólogos y proverbios, haciendo gestos con la cabeza para solicitar aprobación.
Hablaba en púnico, y los que lo rodeaban (los más avispados, que habían acudido sin armas) eran campanios, galos y griegos, de modo que ninguno de ellos lo entendía. Hannón se dio cuenta de esto, dejó de hablar y, sosteniéndose pesadamente sobre una y otra pierna, reflexionó.
Se le ocurrió la idea de convocar a los capitanes; entonces los heraldos gritaron esta orden en griego, lenguaje que, desde Xantipo, se empleaba para las voces de mando en el ejército cartaginés.
Los guardias apartaron a latigazos a la turba de soldados; enseguida llegaron los capitanes de las falanges a la espartana y los jefes de las cohortes bárbaras, con las insignias de su grado y la armadura de su nación. Había caído la noche; un gran rumor reinaba en la llanura; acá y allá brillaban hogueras; iban de un lado para otro, se preguntaban: «¡Qué pasa?», y por qué el sufeta no distribuía el dinero.
Hannón explicaba a los capitanes las cargas infinitas que abrumaban a la república. Su tesoro estaba vacío; el tributo de los romanos la arruinaba:
—¡Ya no sabemos qué hacer!... ¡Es lamentable!
De vez en cuando se rascaba los miembros con su espátula de áloe o se detenía para beber en una copa de plata, que le alargaba un esclavo, una tisana hecha con ceniza de comadreja y espárragos hervidos en vinagre; luego se limpiaba los labios con una servilleta de escarlata y continuaba:
—¡Lo que valía un siclo de plata, vale hoy tres shekels de oro, y los cultivos abandonados durante la guerra no producen nada! Nuestras pesquerías de púrpura están casi perdidas, y las mismas perlas tienen un precio exorbitante. ¡Apenas si tenemos el ungüento necesario para el servicio de los dioses! En cuanto a las cosas de comer, no quiero ni hablar de ello, ¡es un desastre! Por falta de galeras carecemos de especias, y cuesta proveerse de silphium a causa de las rebeliones en la frontera de Cirene. Sicilia, de donde se traían tantos esclavos, está ahora cerrada para nosotros. ¡Ayer mismo, por un bañero y cuatro pinches de cocina, di más dinero que en otros tiempos por dos elefantes!
Desenrolló un largo papiro y leyó, sin omitir ni una sola cifra, todos los gastos que había hecho el gobierno, tanto para la restauración de los templos como para el enlosado de las calles, la construcción de navíos, las pesquerías de coral, el aumento de las syssitas y para el laboreo de las minas en el país de los cántabros.
Pero los capitanes, al igual que los soldados, no entendían el púnico, aunque los mercenarios se saludasen en esta lengua. De ordinario, figuraban como intérpretes en el ejército de los bárbaros algunos oficiales cartagineses; después de la guerra se habían ocultado por temor a venganzas, y Hannón no había pensado en llevarlos consigo. Por otra parte, su voz demasiado sorda se perdía en el aire.
Los griegos, con su cinturón de hierro bien apretado, aguzaban el oído, esforzándose por adivinar sus palabras, en tanto que los montañeses, cubiertos de pieles como osos, lo contemplaban con desconfianza o bostezaban, apoyados en sus mazas con clavos de cobre. Los galos sacudían descuidadamente sus altas cabelleras sonriendo burlonamente, y los hijos del desierto escuchaban inmóviles, bajo las capuchas de sus vestidos de lana gris. Llegaban otros por detrás; los soldados de la guardia, empujados por la turba, vacilaban sobre sus caballos; los negros tenían en las manos ramas de abeto ardiendo, y el obeso cartaginés continuaba su arenga, subido en un cerrillo de césped.
Pero los bárbaros se impacientaban, los murmullos crecieron y todos lo apostrofaron. Hannón gesticulaba con su espátula; los que querían imponer silencio gritaban más fuerte que los demás y aumentaban el alboroto.
De pronto, un hombre de mezquina apariencia saltó a los pies de Hannón, arrancó la trompeta a un heraldo, sopló en ella y Spendius —pues era él— anunció que iba a decir algo importante. Ante esta declaración, rápidamente propalada en cinco lenguas diferentes, griego, latín, galo, líbico y balear, los capitanes, entre alborozados y sorprendidos, respondieron:
—¡Habla! ¡Habla!
Spendius vaciló; temblaba; por fin, dirigiéndose a los libios, que eran los más numerosos, les dijo:
—¡Todos habéis oído las horribles amenazas de este hombre!
Hannón no replicó, pues no entendía el líbico, y para proseguir la experiencia, Spendius repitió la misma frase en los demás idiomas de los bárbaros.
Se miraron asombrados; todos, a continuación, como por tácito acuerdo, creyendo tal vez haber comprendido, bajaron la cabeza en señal de asentimiento.
Entonces Spendius comenzó con voz vehemente:
—¡Primero ha dicho que todos los dioses de los demás pueblos no son sino quimeras al lado de los dioses de Cartago! ¡Os ha llamado cobardes, ladrones, embusteros, perros e hijos de perras! La república, sin vosotros, ¡así lo ha dicho!, no se vería obligada a pagar el tributo a los romanos; por vuestros excesos le habéis privado de perfumes, especias, esclavos y silphium, ¡porque os entendéis con los nómadas de la frontera de Cirene! ¡Y los culpables serán castigados! Ha leído la enumeración de sus suplicios; se les hará trabajar en el enlosado de las calles, en la construcción de navíos, en el embellecimiento de las syssitas, y otros irán a excavar la tierra de las minas, en el país de los cántabros.
Spendius repitió lo mismo a los galos, a los griegos, a los campanios y a los baleares. Al reconocer varios de los nombres propios que habían herido sus oídos, los mercenarios se convencieron de que el esclavo traducía fielmente el discurso del sufeta. Algunos le gritaron:
—¡Mientes! —pero sus voces se perdieron en el tumulto de los demás. Spendius añadió:
—¿No habéis visto que he dejado fuera del campamento una reserva de sus jinetes? A la menor señal acudirán a degollaros a todos.
Los bárbaros se volvieron hacia aquel lado y, al apartarse la multitud, apareció en el centro, avanzando con la lentitud de un fantasma, un ser humano derrengado, escuálido, completamente desnudo y tapado hasta las caderas por largos cabellos erizados de hojas secas, de polvo y de espinas. Alrededor de la cintura y de las rodillas llevaba trenzados de paja y harapos de tela; su piel, lacia y terrosa, colgaba de sus miembros descarnados, como andrajos de las ramas secas; sus manos temblaban con un estremecimiento continuo y caminaba apoyándose en un bastón de olivo.
Llegó junto a los negros que sostenían las antorchas. Una especie de risa idiota dejaba al descubierto sus pálidas encías, mientras con ojos asustados contemplaba a la multitud de bárbaros que tenía a sus alrededor.
Pero, lanzando un grito de espanto, se echó atrás de ellos, escudándose en sus cuerpos, balbuciendo: «¡Ahí están! ¡Ahí están!», señalando a los soldados de la guardia del sufeta, inmóviles bajo sus armaduras relucientes. Sus caballos piafaban, deslumbrados por el resplandor de las antorchas que chisporroteaban en las tinieblas; el espectro humano se agitaba y aullaba:
—¡Los han matado!
Al oír aquellas palabras vociferadas en balear, sus compatriotas se acercaron y lo reconocieron; sin responderles, repetía:
—¡Sí, todos muertos, todos! ¡Aplastados como uvas! ¡Los hermosos jóvenes, ¡los honderos!, ¡mis compañeros y los vuestros!
Se le dio de beber vino y lloró; luego se desahogó hablando.
Spendius no podía reprimir su alegría al explicar a los griegos