Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert
plata, y llegó a una pradera donde unas mujeres, de grupa de dragón, estaban reunidas en torno a una gran hoguera, erguidas sobre sus colas. La luna, de color de sangre, resplandecía en un círculo lívido, y sus lenguas de color escarlata, hendidas como arpones de pescadores, se alargaban encorvándose hasta el borde mismo de la llama.
Después, Salambó, sin detenerse, relató cómo Melkart, luego de haber vencido a Masisabal, puso en la proa de la nave su cabeza cortada.
—A cada oleada la cabeza se sumergía bajo la espuma. Pero el sol la embalsamaba, haciéndola más dura que el oro; sin embargo, los ojos no cesaban de llorar y las lágrimas caían continuamente en el agua.
Cantaba todo esto en un antiguo idioma cananeo, que no entendían los bárbaros. Se preguntaban qué podía decirles con aquellos ademanes espantosos con que subrayaba sus palabras; y subidos, en torno a ella, sobre las mesas, en los lechos y en las ramas de los sicómoros, con la boca abierta y alargando el cuello, trataban de comprender aquellas vagas historias que surgían ante su imaginación, a través de la oscuridad de las teogonías, como fantasmas en las nubes.
Sólo los sacerdotes lampiños comprendían a Salambó. Temblaban sus manos rugosas, que pendían sobre las cuerdas de las liras, y a las que de cuando en cuando arrancaban un lúgubre acorde; pues, débiles como mujeres, temblaban a la vez de emoción mística y del miedo que le inspiraban los hombres. Los bárbaros ni se preocupaban de ellos; sólo atendían a la virgen que cantaba.
Nadie la contemplaba con tanta avidez como un joven jefe númida, que estaba en la mesa de los capitanes, entre los soldados de su país. Su cinturón estaba tan erizado de dardos que ahuecaban su holgado manto, anudado en las sienes por un lazo de cuero. La tela flotaba sobre sus hombros, ensombrecía su rostro, del que sólo se percibían las llamas de sus dos ojos fijos.
Se encontraba en el festín por casualidad. Por orden de su padre vivía con los Barcas, según la costumbre de los reyes que enviaban a sus hijos a las casas de las familias importantes para preparar alianzas; pero hacía seis meses que Narr-Havas se alojaba allí y aún no había visto a Salambó. Sentado en cuclillas y con la barba tocando las astas de sus jabalinas, la contemplaba dilatando las ventanas de la nariz como un leopardo agazapado entre los bambúes.
Al otro lado de las mesas se hallaba un libio de estatura colosal y de cabellos negros, cortos y rizados. Vestía únicamente un sayo militar, cuyas láminas de bronce desgarraban la púrpura del lecho. Un collar con una luna de plata se enredaba entre el vello de su pecho. Salpicaduras de sangre manchaban su rostro y, apoyado en el codo izquierdo, con la boca muy abierta, sonreía.
Salambó no cantaba ya conforme al ritmo sagrado. Empleaba simultáneamente todos los idiomas de los bárbaros, ardid femenino con el que esperaba calmar su cólera. A los griegos les hablaba en griego; luego se dirigía a los ligures, a los campanios, a los negros, y todos, al escucharla, hallaban en su voz la dulce remembranza de su patria. Embargada por los recuerdos de Cartago, cantaba ahora las antiguas batallas contra Roma, y ellos aplaudían. Se enardecía al brillo de las espadas desnudas y gritaba con los brazos abiertos. Cayó su lira al suelo y enmudeció; y, oprimiendo su corazón con ambas manos, permaneció unos momentos con los párpados cerrados, saboreando el entusiasmo de aquellos hombres.
El libio Matho se inclinaba hacia ella. Involuntariamente, la joven se acercó a él, e impulsada por el reconocimiento de su orgullo, escanció en una copa de oro un buen chorro de vino para reconciliarse con el ejército.
—¡Bebe! —le dijo Salambó.
Cogió Matho la copa, y ya se disponía a llevársela a los labios, cuando un galo, el mismo a quien Giscón había herido, le dio una palmada en el hombro, bromeando con aire jovial en la lengua de su país. Spendius, que estaba cerca, se ofreció a traducir sus palabras.
—¡Habla! —le dijo Matho.
—Los dioses te protegen. Vas a ser rico. ¿Cuándo son las bodas?
—¿Qué bodas?
—¡Las tuyas! —replicó el galo—. Entre nosotros, cuando una mujer da de beber a un soldado, es que le ofrece su lecho.
No había acabado de decir esto cuando Narr-Havas, levantándose de un salto, sacó un dardo de su cintura y, apoyándose con el pie derecho en el borde de la mesa, lo lanzó contra Matho.
El dardo silbó entre las copas y, atravesando el brazo del libio, lo clavó en el mantel de la mesa con tal fuerza, que la empuñadura temblaba en el aire.
Matho se lo arrancó rápidamente; pero no tenía armas, estaba desnudo; al fin, levantando con ambos brazos la mesa cargada, la arrojó contra Narr-Havas en medio de la turba que se apresuraba a separarlos. Los soldados y los númidas se apiñaban de tal modo, que no podían sacar sus machetes. Matho se abría paso embistiendo a topetazos con la cabeza. Cuando la levantó, Narr-Havas había desaparecido. Lo buscó con la mirada. Salambó también había desaparecido.
Volviendo entonces la vista hacia el palacio, advirtió que en lo alto se cerraba la puerta roja de la cruz negra. Y se abalanzó hacia ella.
Se le vio correr entre las proas de las galeras, reaparecer luego a lo largo de las tres escaleras hasta llegar a la puerta roja, contra la que se abalanzó. Jadeante, se apoyó en la pared para no caer.
Un hombre lo había seguido y, a través de las tinieblas, pues los resplandores quedaban ocultos por el ángulo del palacio, reconoció a Spendius.
—¡Vete! —le dijo.
El esclavo, sin responder, desgarró con los dientes su túnica; luego, arrodillándose junto a Matho, le cogió delicadamente el brazo, palpándolo en la oscuridad para dar con la herida.
A la luz de un rayo de luna que rompió entre las nubes, Spendius vio en medio del brazo una llaga profunda. Lo vendó con el trozo de tela; pero el otro, irritado, decía:
—¡Déjame! ¡Déjame!
—¡Oh, no! —respondió el esclavo—. Tú me has librado de la ergástula. ¡Te pertenezco! ¡Eres mi amo! ¡Mándame!
Matho, arrimado a las paredes, dio la vuelta a la terraza. Aguzaba el oído a cada paso y, por entre los intersticios de las cañas doradas, hundía sus miradas en los aposentos silenciosos. Por fin, se detuvo con aire desesperado.
—¡Escúchame! —le dijo el esclavo—. No me desprecies por mi debilidad. He vivido en el palacio y puedo deslizarme por las paredes como una víbora. ¡Ven! En la cámara de los antepasados hay un lingote de oro debajo de cada losa; un camino subterráneo conduce a sus tumbas.
Spendius se calló.
Estaba en la terraza. Una enorme masa oscura se extendía ante ellos; los manchones de la sombra parecían olas gigantescas de un océano negro petrificado.
Pero una franja luminosa se elevó por el lado de oriente. A la izquierda, en lo más profundo, los canales de Megara recortaban con sus blancas sinuosidades el verdor de los jardines. Los techos cónicos de los templos heptágonos, las escaleras, las terrazas y las murallas iban perfilándose poco a poco en la claridad del alba; y en torno a la península cartaginesa se agitaba un cinturón de blanca espuma, en tanto que el mar verde esmeralda parecía coagulado por el frescor de la mañana. A medida que el cielo sonrosado iba ensanchándose, las altas casas inclinadas en las vertientes del terreno se alzaban y se amontonaban como un rebaño de cabras negras que bajaran de las montañas. Las calles desiertas se alargaban; las palmeras, que sobresalían acá y allá sobre las paredes, no se balanceaban; las cisternas, rebosantes de agua, semejaban escudos de plata abandonados en los patios, y el faro del promontorio Hermaeum comenzaba a palidecer. En lo alto de la acrópolis, en el bosque de cipreses, los caballos de Eschmún, al llegar el día, ponían sus cascos sobre el parapeto de mármol y relinchaban cara al sol.
Surgió el sol; Spendius, levantando los brazos, dio un grito.
Todo se agitaba en un desbordamiento rojizo, pues el dios, como desangrándose, derramaba profusamente sobre Cartago la lluvia de oro de sus venas. Los espolones de las galeras resplandecían, el techo de Kamón parecía