Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert
su pueblo. A lo lejos, algunos fanales brillaban en el puerto y había luces en el templo de Kamón. Se acordaron de Amílcar. ¿Dónde estaba? ¿Por qué los había abandonado al firmarse la paz? Sus disensiones con el consejo no eran sino una estratagema para perderlos. Su odio insaciable cayó sobre él; lo maldecían y se exasperaban unos contra otros enardecidos por su propia cólera. En aquel momento algunos se aglomeraron bajo los plátanos; era para ver a un negro que se retorcía por el suelo preso de una convulsión, con las pupilas inmóviles, el cuello torcido y echando espuma por la boca. Alguien gritó que estaba envenenado. Todos creyeron estar envenenados a su vez. Cayeron sobre los esclavos; se elevó un clamoreo espantoso y un vértigo de destrucción se apoderó del ejército ebrio. Daban golpes al azar, a diestro y siniestro, destruían y mataban; unos lanzaron antorchas encendidas en la enramada; otros, apoyándose en la balaustrada de los leones, los mataban a flechazos, y los más atrevidos corrieron al patio de los elefantes para cortarles la trompa y comer la médula de los colmillos.
Entre tanto, los honderos baleares, que para entregarse al pillaje más tranquilamente habían dado la vuelta por la esquina del palacio, se vieron detenidos por una alta barrera de bambúes de la India. Cortaron con sus puñales las correas del cerrojo y se encontraron en la fachada que miraba a Cartago, en otro jardín lleno de plantíos artísticamente recortados. Líneas de flores blancas, una tras otra, describían en la tierra azulada largas parábolas, como regueros de estrellas. Los matorrales, envueltos en tinieblas, exhalaban olores cálidos y suaves. Había troncos de árboles embadurnados con cinabrio, que parecían columnas sangrantes. En el centro, doce pedestales de cobre sustentaban grandes bolas de vidrio; rojizas luces fulguraban vagamente en aquellos globos huecos, como enormes pupilas palpitantes. Los soldados se alumbraban con antorchas, tropezando a cada paso en los declives del terreno, profundamente cultivado.
De pronto, divisaron un pequeño lago, dividido en varios estanques por paredes de piedras azules. El agua era tan límpida que la luz de las antorchas penetraba hasta el fondo, formado por un lecho de guijarros blancos y polvo de oro. Burbujeó el agua, se deslizaron unas lentejuelas luminosas, y grandes peces, que llevaban pedrerías en la boca, aparecieron en la superficie.
Los soldados, riendo a carcajadas, los cogieron por las agallas y se los llevaron a las mesas.
Eran los peces de la familia Barca. Todos ellos descendían de las primeras lotas que habían puesto el místico huevo en el que se ocultaba la diosa. La idea de cometer un sacrilegio excitó la glotonería de los mercenarios; pusieron inmediatamente al fuego unas vasijas de bronce y se divirtieron viendo cómo los hermosos peces se retorcían en el agua hirviendo.
La marejada de la soldadesca se encrespaba. Ya habían perdido el miedo, y comenzaron a beber. Los perfumes que bañaban sus frentes les caían humedeciendo con gruesas gotas sus túnicas hechas jirones, y acodados sobre las mesas, que parecían oscilar como navíos, paseaban alrededor sus ojos de borracho para devorar con la vista lo que no estaba al alcance de su mano Había quienes, andando entre los platos por encima de los manteles de púrpura, rompían a puntapiés los escabeles de marfil y los frascos tirios de cristal. Las canciones se mezclaban con el estertor de los esclavos agonizantes entre las copas rotas. Pedían vino, carne, oro. Querían mujeres. Deliraban en cien idiomas distintos. Algunos creían hallarse en los baños, a causa del vaho que flotaba en torno a ellos, o bien, al ver el follaje, imaginaban estar de caza y corrían detrás de sus compañeros como en pos de animales selváticos. El incendio se propagaba de un árbol a otro, y los altos macizos de verdura, de los que salían largas espirales blancas, parecían volcanes que comenzaran a humear. El clamor redoblaba; los leones heridos rugían en la oscuridad.
De repente se iluminó la terraza más alta del palacio, se abrió la puerta central, y una mujer, la misma hija de Amílcar, vestida de negro, apareció en el umbral. Bajó la primera escalera que atravesaba oblicuamente el primer piso, luego la segunda y la tercera, y se detuvo en la última terraza, en lo alto de la escalinata de las galeras. Inmóvil y con la cabeza baja, contempló a los soldados.
Detrás de ella, y a cada lado, había dos largas filas de hombres pálidos, vestidos de túnicas blancas con franjas rojas que caían rectas sobre sus pies. No tenían barba, ni cabello, ni cejas. En sus manos, deslumbrantes de anillos, llevaban enormes liras, y todos cantaban con voz aguda un himno a la divinidad de Cartago. Eran los sacerdotes eunucos del templo de Tanit, a quienes Salambó llamaba con frecuencia a su casa.
Al fin, bajó la escalinata de las galeras. Los sacerdotes la siguieron. Avanzó por la avenida de los cipreses y anduvo lentamente por entre las mesas de los capitanes, que retrocedían un poco al verla pasar.
Su cabellera, empolvada con finísima arena de color violeta y peinada en forma de torre, a la usanza de las vírgenes cananeas, le hacía parecer más alta de lo que era. Trenzas de perlas que arrancaban de sus sienes caían hasta las comisuras de su boca, roja como una granada entreabierta. Llevaba sobre el pecho un collar de piedras luminosas, que imitaba por la variedad de sus colores las escamas de una lamprea. Sus brazos, adornados de diamantes, salían desnudos de su túnica sin mangas, constelada de flores rojas sobre fondo negro. Anudada a los tobillos llevaba una cadenilla de oro para regular su paso, y su gran manto de púrpura oscura, cortado de una tela desconocida, arrastraba colgante, pareciendo a cada paso una gran ola que la seguía.
De vez en cuando los sacerdotes pulsaban sus liras, arrancándoles acordes casi imperceptibles, y en los intervalos se oía el tintineo de la cadenita de oro con el chasquido acompasado de sus sandalias de papiro.
Nadie la conocía. Únicamente se sabía que hacía una vida retirada, entregada a prácticas piadosas. Algunos soldados la habían visto de noche, en lo alto del palacio, arrodillada ante las estrellas, entre los remolinos de los pebeteros encendidos. Era la luna la que la había vuelto tan pálida, y algo de la esencia divina la envolvía como un velo sutil. Sus pupilas parecían mirar a lo lejos, más allá de los espacios terrestres. Caminaba con la cabeza inclinada y llevaba en su mano derecha una lira de ébano.
Los soldados la oyeron murmurar:
—¡Muertos! ¡Todos muertos! ¡Ya no vendréis obedientes a mi voz cuando, sentada al borde del lago, os echaba en la boca pepitas de sandías! El misterio de Tanit alentaba en el fondo de vuestros ojos, más límpidos que la ninfa de los ríos —y llamaba a los peces por sus nombres, que eran los nombres de los meses—: ¡Siv! ¡Sivan! ¡Tammuz! ¡Elu! ¡Tischri! ¡Schebar! ¡Oh, ten piedad de mí, diosa!
Los soldados, sin comprender lo que decía, se agrupaban a su alrededor. Contemplaban embelesados sus adornos; pero ella los miró a todos con espanto, y luego, extendiendo los brazos y hundiendo la cabeza entre los hombros, repitió varias veces:
—¿Qué habéis hecho? ¿Qué habéis hecho? ¡Teníais, para divertiros, pan, carne, aceite y todo el malobrato de los graneros! ¡Ordené que os trajeran bueyes de Hecatómpila y envié cazadores al desierto! —y su voz subía de tono, se le enrojecían las mejillas y añadió—: ¿Dónde creéis estar? ¿En una ciudad conquistada o en el palacio de un jefe? ¡Y qué jefe! ¡El sufeta Amílcar, mi padre, servidor de los Baals! Vuestras armas, rojas por la sangre de sus esclavos, son las que él ha arrebatado a Lutacio. ¿Conocéis a alguien en vuestros países que sepa dirigir mejor las batallas? ¡Ved en los peldaños de nuestro palacio los trofeos de las victorias! ¡Seguid incendiándolo todo! ¡Quemadlo! Me llevaré conmigo el genio de mi casa, mi serpiente negra, que duerme allá arriba, sobre las hojas de loto. Silbaré y me seguirá; y, si me embarco en mi galera, correrá sobre la estela de mi navío, entre la espuma de las olas.
Palpitaban las delicadas aletas de su fina nariz. Aplastaba sus uñas contra la pedrería que le adornaba el pecho. Al languidecer sus ojos, añadió:
—¡Ah, infeliz Cartago! ¡Desdichada ciudad! Ya no tienes para defenderte aquellos hombres fuertes de antaño que iban más allá de los océanos para edificar templos en sus costas. Todos los países trabajaban para ti, y las llanuras del mar, aradas por tus remos, balanceaban tus cosechas.
La joven comenzó a cantar las aventuras de Melkart, dios de los sidonios y padre de su familia.
Narraba la ascensión a las montañas de Ersifonia, el viaje a Tartessos y la lucha