Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert

Salambó (texto completo, con índice activo) - Gustave Flaubert


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críos, sujetados al pecho con una correhuela de cuero. Los mulos, aguijoneados con la punta de las espadas, hundían el lomo bajo el peso de los fardos de las tiendas de campaña; pululaban innumerables criados y aguadores, pálidos, consumidos por la fiebre y llenos de parásitos, hez de la plebe cartaginesa que seguía a los bárbaros.

      Una vez que salieron se cerraron las puertas, sin que el pueblo bajara de las murallas; el ejército se esparció enseguida por la anchura del istmo.

      La soldadesca se dividía en masas desiguales. Luego las lanzas aparecieron como altas briznas de hierbas, desvaneciéndose al fin todo en una densa polvareda. Los soldados que se volvían para mirar a Cartago no distinguían más que sus largas murallas, cuyas almenas desiertas se recortaban en el horizonte.

      Entonces los bárbaros oyeron un recio clamor. Creyeron que algunos de los suyos se habían quedado en la ciudad, pues ignoraban cuántos eran, y se entretenían en saquear algún templo. Se rieron con todas sus ganas ante semejante idea; luego continuaron su camino.

      Se sentían alegres de encontrarse, como en otros tiempos, marchando juntos al aire libre, en pleno campo. Los griegos cantaban la antigua canción de los mamertinos:

       Con mi lanza y mi espada, aro y cosecho.

       ¡Yo soy el amo de la casa!

       El hombre desarmado cae a mis pies

       y me llama señor y gran rey.

      Gritaban, saltaban; los más festivos comenzaban a relatar cuentos; la época de las calamidades había terminado. Al llegar a Túnez, algunos advirtieron que faltaba una tropa de honderos baleares. No estarían lejos, sin duda; nadie volvió a preocuparse más de ellos.

      Unos se alojaron en las casas, otros acamparon al pie de las murallas; la gente de la ciudad fue a charlar con los soldados.

      Durante toda la noche se vieron brillar unas fogatas que iluminaban el horizonte, hacia el lado de Cartago; sus resplandores, como antorchas gigantescas, se reflejaban en la inmóvil superficie del lago. Nadie, en el ejército, sabía decir qué fiesta se celebraba.

      Al día siguiente, los bárbaros atravesaron una campiña muy bien cultivada. Las quintas de los patricios se alineaban unas tras otras a lo largo del camino; las acequias corrían entre palmerales; los olivos trazaban largas líneas de color verde grisáceo; vapores sonrosados flotaban en las gargantas de las colinas, y por detrás, cerrando el horizonte, se elevaban varias montañas azules. Soplaba un viento cálido. Por las hojas anchas de los cactos se arrastraban los camaleones.

      Los bárbaros aminoraron la marcha.

      Se disgregaban en destacamentos aislados, o se arrastraban unos detrás de otros, con grandes intervalos. Comían uvas en las lindes de las viñas. Se tendían en la hierba y miraban asombrados los grandes cuernos de los bueyes, retorcidos artificialmente; las ovejas cubiertas de pieles para proteger su lana, los surcos que se entrecruzaban formando rombos y las rejas de los arados, como anclas de navíos, junto a los granados que rociaban con silfo. La opulencia de la tierra y aquellos inventos del saber los deslumbraban.

      Por la noche se echaron sobre las tiendas sin desplegarlas, y al dormirse de cara a las estrellas pensaban en el festín de Amílcar.

      Al mediodía siguiente hicieron un alto a orillas de un río, entre matas de adelfas. Tiraron rápidamente sus lanzas, sus escudos, sus cinturones. Se lavaban dando gritos, cogían agua en sus cascos, en tanto que otros bebían de bruces, entremezclados con las acémilas, a las que se les caía la carga.

      Spendius, sentado sobre un dromedario que había robado en los parques de Amílcar, vio a lo lejos a Matho, quien, con el brazo en cabestrillo, sin nada a la cabeza y la mirada baja, dejaba beber a su mulo, viendo correr el agua. Enseguida se abrió paso a través de la turba, llamándolo:

      —¡Amo! ¡Amo!

      Apenas si Matho le dio las gracias. Sin preocuparse por ello, Spendius echo a andar detrás de él, y de cuando en cuando volvía sus ojos inquietos hacia Cartago.

      Era hijo de un retórico griego y de una prostituta de Campania. Al principio se había enriquecido en el comercio de mujeres; luego, arruinado por un naufragio, había hecho la guerra a los romanos con los pastores samnitas. Lo cogieron prisionero, pero logró escapar; lo volvieron a apresar y entonces trabajó en las canteras, se quemó en las estufas, gritó en los suplicios, fue esclavo de muchos amos y conoció toda clase de calamidades. Al fin, un día, desesperado, se arrojó al mar desde lo alto del trirreme en que navegaba. Marineros de Amílcar lo recogieron moribundo y lo llevaron a Cartago, donde lo encerraron en la ergástula de Megara. Pero como los tránsfugas debían ser devueltos a los romanos, se aprovechó del desorden para huir con los soldados.

      Durante todo el camino permaneció cerca de Matho; le llevaba comida, le ayudaba a apearse del mulo y por la noche le extendía un tapiz bajo su cabeza. Matho acabó por conmoverse ante estas atenciones y, poco a poco, contó al esclavo su historia.

      Había nacido en el golfo de las Sirtes. Su padre lo llevó en peregrinación al templo de Ammón. Después cazó elefantes en las selvas de los Garamantes. En seguida se alistó al servicio de Cartago. Lo nombraron tetrarca en la conquista de Drepanum. La república le debía cuatro caballos, veintitrés medimnas de trigo y la soldada de un invierno. Temía a los dioses y deseaba morir en su patria.

      Spendius le habló de sus viajes, de los pueblos y templos que había visitado, así como de las muchas cosas que sabía: tejer redes, hacer sandalias, forjar venablos, domesticar fieras y cocer pescados.

      A veces se interrumpía, lanzando desde el fondo de su garganta un grito ronco; el mulo de Matho apretaba el paso; los demás se apresuraban a seguirlos; luego Spendius volvía a empezar, agitado siempre por su angustia, hasta que se calmó en la noche del cuarto día.

      Caminaban juntos, a la derecha del ejército, por la ladera de una colina. Abajo se prolongaba la llanura, perdida entre los vapores de la noche. Las columnas de soldados que desfilaban a sus pies serpenteaban en la sombra. De vez en cuando remontaban eminencias iluminadas por la luna; entonces las puntas de las picas brillaban como el temblor de una estrella, los cascos espejeaban un instante, desaparecía todo y volvía a centellear continuamente al pasar los demás. A lo lejos balaban los rebaños y una infinita dulcedumbre parecía cernerse sobre la tierra.

      Spendius, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos entornados, aspiraba a bocanadas el aire fresco; extendía los brazos y movía los dedos para sentir mejor la caricia que envolvía su cuerpo. De nuevo, se sentía arrebatado por el deseo de venganza. Se tapó la boca con la mano para contener sus sollozos y, embriagado de placer, soltaba el cabestro de su dromedario que avanzaba a pasos largos y acompasados. Matho había vuelto a su tristeza; sus piernas colgaban hasta el suelo, y las hierbas, al rozar con sus coturnos, producían un chasquido agudo y continuado.

      Sin embargo, el camino se alargaba interminablemente. Al término de una llanura, se llegaba siempre a una altiplanicie circular, luego se descendía de nuevo a un valle, y las montañas que parecían cerrar el horizonte, retrocedían lentamente a medida que se acercaban a ellas. De trecho en trecho surgía un riachuelo entre el verdor de los tamariscos, para ir a perderse detrás de las colinas. A veces, se erguía una roca enorme, parecida a la proa de una nave o al pedestal de algún coloso desaparecido.

      A intervalos regulares encontraban templetes de forma cuadrangular, que servían de estaciones a los peregrinos que se dirigían a Sicca. Estaban cerrados como tumbas. Para que los abrieran, los libios daban recios golpes en la puerta. Nadie respondía desde el interior.

      Después los labrantíos fueron escaseando. Entraban de pronto en terrenos arenosos, erizados de matas espinosas. Rebaños de carneros pacían entre las piedras; una mujer, con una faja azul ceñida a la cintura, cuidaba de ellos. Echó a correr dando gritos tan pronto como vio entre las rocas las picas de los soldados.

      Marchaban por una especie de gran corredor, bordeando por dos cadenas de montículos rojizos, cuando un olor nauseabundo hirió el olfato de los mercenarios, que creyeron ver en la copa de un algarrobo algo


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