Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert
—preguntó el libio, jadeante.
—Jura ejecutar todas mis órdenes y seguirme como una sombra! Entonces Matho, levantando su brazo hacia el planeta Chabar, exclamó:
—¡Lo juro por Tanit!
Spendius añadió:
—Mañana, después de ponerse el sol, me esperarás al pie del acueducto, entre el noveno y el décimo arco. Llévate un pico de hierro, un casco sin penacho y sandalias de cuero.
El acueducto a que aludía atravesaba oblicuamente todo el istmo, obra considerablemente agrandada más tarde por los romanos. A pesar de su desprecio a otros pueblos, Cartago les había copiado torpemente este nuevo invento, lo mismo que hizo Roma con la galera púnica. Cinco hileras de arcos superpuestos, de abultada arquitectura, con contrafuertes en la base y cabezas de león en lo alto, llegaban hasta la parte occidental de la acrópolis, donde se hundían debajo de la ciudad para verter casi un río en las cisternas de Megara.
A la hora convenida, Spendius se encontró con Matho. Ató una especie de arpón al extremo de una cuerda, la hizo dar vueltas rápidamente como una honda, clavó los garfios de hierro y, uno detrás de otro, escalaron la pared.
Pero cuando llegaron al primer piso, como se caía el arpón cada vez que lo echaban, tuvieron que caminar por el borde de la cornisa para descubrir alguna hendidura. La cornisa se iba estrechando a cada hilera de arcos... La cuerda se aflojó. Varias veces estuvo a punto de romperse.
Por fin, llegaron a la plataforma superior. Spendius, de cuando en cuando, se agachaba para tantear las piedras con la mano.
—¡Allí es! —dijo—. ¡Comencemos! —y valiéndose del venablo que trajo Matho consiguieron apartar una de las losas.
Vieron a lo lejos un grupo de jinetes que galopaban en caballos sin bridas. Sus brazaletes de oro resaltaban entre los vaporosos paños de sus mantos. Se distinguía al frente de ellos a un hombre coronado con plumas de avestruz y galopando con una lanza en cada mano.
—¡Narr-Havas! —exclamó Matho.
—¡Qué nos importa! —replicó Spendius, y se metió por el agujero que acababa de abrir al separar la losa.
A una orden suya, Matho trató de recubrir el agujero. Pero por falta de espacio no podía mover los codos.
—Volveremos —dijo Spendius—; pasa delante —y los dos se aventuraron por el conducto de las aguas.
Les llegaba el agua hasta la cintura. Muy pronto perdieron pie y tuvieron que nadar. Sus miembros tropezaban contra las paredes del canal, demasiado estrecho. El agua corría casi tocando la losa superior. Se desgarraban la cara. Luego la corriente los arrastró. Un aire más pesado que el de un sepulcro les oprimía el pecho, y con la cabeza bajo los brazos, las rodillas juntas y estirándose cuanto podían pasaban como flechas en la oscuridad, jadeantes, dando boqueadas, casi muertos. De repente todo se volvió negro ante ellos y aumentó la velocidad de las aguas. Cayeron.
Cuando volvieron a la superficie se mantuvieron durante unos minutos tendidos de espaldas, aspirando deliciosamente el aire. Las arcadas, unas a continuación de otras, se abrían en medio de las anchas paredes que separaban los depósitos. Todos estaban llenos y el agua formaba una extensa superficie a lo largo de las cisternas. Las cúpulas del techo dejaban pasar por un tragaluz una pálida claridad que reflejaba en las ondas como discos de luz, y las tinieblas del contorno, que se espesaban hacia las paredes, parecía alejarlas indefinidamente. El menor ruido producía un eco intenso.
Spendius y Matho se pusieron a nadar de nuevo y, pasando por la abertura de los arcos, atravesaron varios compartimentos seguidos. Otras dos hileras de depósitos más pequeños se extendían paralelamente a cada lado. Se perdieron, retrocedían, volvían a encontrarse. Por fin, algo resistió bajo sus pies. Era el pavimento de la galería que bordeaba las cisternas.
Entonces, avanzando con grandes precauciones, tantearon el muro para encontrar una salida. Pero sus pies resbalaban; caían en pilones profundos para volver a levantarse, como si sus miembros al nadar se disolvieran en el agua. Sus ojos se cerraron; agonizaban.
Spendius dio con la mano contra los barrotes de una reja. Tiraron de ella, cedió y se encontraron en los tramos de una escalera. Una puerta de bronce la cerraba por encima. Con la punta de un puñal apartaron la barra que se abría desde fuera; de pronto, los envolvió una ráfaga de aire puro.
La noche estaba transida de silencio y el cielo parecía de una altura desmesurada. Hileras de árboles elevaban sus ramas sobre las largas líneas de las murallas. Toda la ciudad dormía. Los fuegos de las avanzadillas brillaban como estrellas perdidas.
Spendius, que había pasado tres años en la ergástula, no conocía bien los barrios. Matho conjeturó que, para ir al palacio de Amílcar, debían tomar a la izquierda, atravesando los Mappales.
—No —dijo Spendius—; condúceme al templo de Tanit. Matho quiso hablar.
—¡Acuérdate! —dijo el antiguo esclavo, y levantando su brazo, le indicó el planeta Chabar, que resplandecía.
Entonces Matho se volvió silenciosamente hacia la acrópolis.
Se arrastraban a lo largo de las cercas de nopales que bordeaban los senderos. Chorreaba el agua de sus cuerpos sobre el polvo del suelo. Sus sandalias húmedas no hacían ningún ruido. Spendius, con sus ojos más brillantes que antorchas, registraba a cada paso los matorrales y caminaba detrás de Matho con las manos en los mangos de los dos puñales que llevaba en los brazos, sostenidos bajo las axilas por una banda de cuero.
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