Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert
en las losas de las calles. Dromedarios cargados de bagajes descendían por las rampas. Los mercaderes instalaban en las encrucijadas sus tenderetes. Alzaron el vuelo unas cigüeñas; palpitaban las velas blancas de las naves. Resonaba en el bosque de Tanit el tamboril de las cortesanas sagradas, y en la punta de Mappales empezaban a humear los hornos donde se cocían los ataúdes de arcilla.
Spendius se asomó a la terraza, le castañeteaban los dientes, y repetía:
—¡Ah, sí..., sí..., mi amo! Ahora comprendo por qué desdeñabas hace un instante el saqueo de la casa.
Matho pareció despertar al oír el silbido de su voz, sin comprender el sentido de sus palabras. Spendius continuó:
—¡Ah, cuántas riquezas! ¡Los hombres que las poseen no tienen ni siquiera hierro para defenderlas!
Y señalándole con su mano derecha algunos plebeyos que se arrastraban sobre la arena al otro lado del embarcadero, para buscar pepitas de oro, le dijo:
—Mira, la república es como esos miserables: se inclina sobre la orilla de los océanos, hunde en todas las riberas sus brazos ávidos y el rumor del oleaje ensordece de tal manera sus oídos, que no oye tras ella la pisada de un jefe.
Llevó a Matho al otro extremo de la terraza, y mostrándole el jardín donde resplandecían las espadas de los soldados, colgadas de los árboles, le dijo:
—¡Pero aquí hay hombre fuertes, exasperados por el odio! ¡Nada los liga a Cartago: ni sus familias, ni sus juramentos, ni sus dioses!
Matho seguía apoyado contra la pared; Spendius, acercándose, prosiguió en voz baja:
—¿Me comprendes, soldado? Nos paseamos vestidos de púrpura, como unos sátrapas. Nos lavarán con agua perfumada, ¡y yo tendré esclavos! ¿No estás cansado de dormir en el duro suelo, de beber el vinagre de los campamentos y de oír siempre la trompeta? Que ya descansarás más adelante, ¿no es eso? ¡Sí, cuando te quiten la coraza para arrojar tu cadáver a los buitres! O acaso cuando, apoyado en un báculo, ciego, cojo y viejo, vayas de puerta en puerta contando las hazañas de tu juventud a los niños y a los vendedores de salmuera. ¡Recuerda todas las injusticias de tus jefes, los campamentos en las nieves, las marchas bajo el sol, la tiranía de la disciplina y la eterna amenaza de la cruz! Después de tantas miserias te han dado un collar de honor, como se cuelga del pecho de los asnos una collera de cascabeles para aturdirlos en su marcha y que no sientan la fatiga. ¡Un hombre como tú, más valiente que Pirro! ¡Si tú quisieras! ¡Cuán feliz serías en las grandes y frescas salas, al son de las liras, acostado en un lecho de flores, acompañado de bufones y de mujeres! ¡No me digas que la empresa es irrealizable! ¿Acaso los mercenarios no se apoderaron ya de Regio y de otras plazas fuertes de Italia? ¿Quién te lo impide? Amílcar está ausente; el pueblo odia a los ricos, y Giscón no puede hacer nada con los cobardes que lo rodean. ¡Pero tú eres valiente y te obedecerán! ¡Ponte al frente de tus soldados! ¡Cartago es nuestra! ¡Apoderémonos de ella!
—¡No! —dijo Matho—. La maldición de Moloch pesa sobre mí. La he sentido en sus ojos, y hace poco acabo de ver en un templo un carnero negro que reculaba —y mirando en torno suyo añadió—: ¿Dónde está ella?
Spendius se dio cuenta de la vivísima inquietud que lo dominaba y no se atrevió a seguir hablándole.
Detrás de ellos, los árboles seguían humeando; de sus ramas ennegrecidas caían de cuando en cuando esqueletos de monos medio quemados en medio de los platos. Los soldados, ebrios, roncaban con la boca abierta al lado de los cadáveres, y los que no dormían inclinaban la cabeza, deslumbrados por el día. El suelo desaparecía bajo charcos rojos. Los elefantes balanceaban, entre las estacas de su encierro, sus trompas ensangrentadas. Se veían en los graneros abiertos sacos de trigo esparcidos por el suelo, y frente a la puerta se amontonaban los carros destruidos por bárbaros. Los pavos reales, encaramados en los cedros, hacían la rueda y empezaban a chillar.
Sin embargo, la inmovilidad de Matho asombraba a Spendius. Estaba más pálido que antes y, acodado sobre el pretil de la azotea, sus pupilas fijas parecían seguir algo en el horizonte. Spendius se asomó y acabó por descubrir lo que contemplaba. Un punto dorado brillaba a lo lejos, entre el polvo, en el camino de Útica; era el cubo de la rueda de un carro tirado por dos mulos. Un esclavo corría por delante de la lanza, sujetándolos por las riendas. En el carro iban dos mujeres sentadas. Las crines de los animales formaban bucles entre las orejas, a la usanza persa, bajo una red de perlas azules. Spendius las reconoció y contuvo un grito.
Por detrás del carro, un gran velo flotaba al viento.
II. En Sicca
Dos días después, los mercenarios salieron de Cartago.
Se le dio a cada uno de ellos una moneda de oro, a condición de que fueran a acampar en Sicca, y se les había halagado con toda clase de lisonjas.
—¡Sois los salvadores de Cartago! Pero la reduciríais al hambre si permanecierais; la arruinaríais y no podría pagaros. ¡Alejaos! La república premiará más tarde vuestra condescendencia. Inmediatamente vamos a imponer nuevos impuestos; os pagaremos íntegramente y se equiparán galeras para llevaros a vuestros países.
No sabían qué contestar a tales promesas. Aquellos hombres, acostumbrados a la guerra, se aburrían en el recinto de una ciudad; costó poco trabajo convencerlos y el pueblo subió a las murallas para verlos partir.
Desfilaron por la calle de Kamón y la puerta de Cirta, mezclados arqueros con hoplitas, capitanes con soldados, lusitanos con griegos. Marchaban con paso firme, haciendo resonar en las losas sus pesados coturnos. Sus armaduras estaban abolladas por las catapultas, y sus rostros curtidos por la intemperie y el polvo de las batallas. Broncos gritos salían de entre las espesas barbas; sus cotas de malla, desgarradas, entrechocaban con los pomos de las espadas, y a través de los agujeros del bronce se veían sus miembros desnudos, espantosos como máquinas de guerra. Las sarissas, las hachas, los venablos, los gorros de fieltro y los cascos de bronce oscilaban al unísono, en un solo movimiento. Llenaban la calle, rebosante hasta estallar sus paredes, y aquella interminable masa de soldados armados fluía entre las altas casas de seis pisos, embadurnadas de betún. Detrás de sus rejas de hierro o de cañas, las mujeres, con la cabeza cubierta con un velo, contemplaban en silencio el desfile de los bárbaros.
Las azoteas, las fortificaciones y las murallas desaparecían bajo la muchedumbre cartaginesa, vestida de negro. Las túnicas de los marineros resaltaban como manchas de sangre entre aquella sombría multitud, y niños casi desnudos, cuya piel brillaba bajo sus brazaletes de cobre, gesticulaban entre el follaje de las columnas o en las ramas de las palmeras. Integrantes del consejo de los ancianos ocupaban las plataformas de las torres, y admiraba ver, de trecho en trecho, un personaje de luenga barba y actitud meditabunda. Parecía de lejos, sobre el fondo del cielo, tan vago como un fantasma y tan inmóvil como las piedras.
Todos, sin embargo, se sentían agobiados por la misma inquietud: temían que los bárbaros, conscientes de su fuerza, tuvieran el capricho de continuar en la ciudad. Pero se iban con tanta confianza, que los cartagineses se animaron y se mezclaron con los soldados. Se los abrumaba con promesas, juramentos y abrazos. Algunos los incitaban a que no abandonaran la ciudad, por ardid de política y audaz hipocresía. Arrojaban a su paso perfumes, flores y monedas de plata. Les daban amuletos contra las enfermedades, pero no sin haber escupido antes tres veces encima de ellos para atraer la muerte o encerrado tres pelos de chacal, que vuelven al corazón cobarde. Se invocaba a grito herido el favor de Melkart y, por lo bajo, su maldición.
Vino luego la barahúnda de los bagajes, de las acémilas y de los rezagados. Los enfermos gemían sobre los dromedarios; otros se apoyaban, renqueando, en el asta de una pica. Los borrachos cargaban con odres de vino; los glotones con cuartos de carne, dulces, frutas, manteca envuelta en hojas de higuera y nieve en sacos de tela. Había algunos que llevaban quitasoles en la mano y papagayos en el hombro. Seguían a otros dogos, gacelas o panteras. Mujeres de raza líbica