Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert

Salambó (texto completo, con índice activo) - Gustave Flaubert


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enorme hocico le caía sobre el pecho; sus dos patas delanteras casi desaparecían bajo la abundante melena y estaban tan separadas como las alas abiertas de un pájaro. Sus costillas se marcaban una a una por debajo de la piel distendida; sus patas traseras, clavadas una sobre otra, estaban un poco encogidas, y la sangre negra, al manar entre su pelaje, formaba estalactitas en la punta de su cola, que colgaba recta a lo largo de la cruz. Los soldados se divirtieron a su costa; lo llamaron cónsul y ciudadano de Roma, y le arrojaron piedras a los ojos para espantar a los moscardones.

      Cien pasos más adelante vieron a otros dos; luego apareció, de improviso, una larga fila de cruces con leones clavados. Algunos llevaban tanto tiempo muertos, que sólo quedaban en los maderos los restos de sus esqueletos; otros, medio roídos, contraían las fauces en una mueca espantosa; los había de gran corpulencia, el árbol de la cruz se doblegaba bajo ellos y se balanceaban al viento, en tanto que sobre sus cabezas revoloteaban unas bandadas de cuervos, sin detenerse nunca. Así procedían los campesinos cartagineses cuando cazaban alguna fiera; mediante este ejemplo esperaban atemorizar a las demás. Los bárbaros, al dejar de reír, quedaron asombrados. «¿Qué pueblo es éste —se decían— que se entretiene en crucificar leones?».

      Por otra parte, sobre todo los hombres del norte, estaban algo inquietos, turbados, enfermos ya; se desgarraban las manos con las espinas de los áloes, nubes de mosquitos zumbaban en sus oídos y la disentería comenzaba a diezmar al ejército. Les preocupaba no llegar pronto a Sicca. Tenían miedo de extraviarse y de ir a parar al desierto, la región de las espantosas tempestades de arena. Muchos se negaban a continuar y otros emprendieron el camino de regreso a Cartago.

      Por fin, el séptimo día, después de haber seguido durante largo rato la base de una montaña, el camino torció bruscamente hacia la derecha; apareció entonces una línea de murallas asentadas sobre rocas blancas, confundiéndose con ellas. De pronto surgió la ciudad entera; velos azules, amarillos y blancos se agitaban sobre las murallas, a la luz rojiza del atardecer. Eran las sacerdotisas de Tanit, que acudían a recibir a los bárbaros. Estaban alineadas a lo largo del baluarte, batiendo sus tamboriles, pulsando las liras, castañeteando sus crótalos, y los rayos del sol poniente, por las montañas de Numidia, pasaban por entre las cuerdas de las arpas, acariciadas por los brazos desnudos de las vírgenes. A intervalos, cesaba la música, bruscamente, y estallaba un grito estridente, vivo, furioso y continuado, especie de ladrido que lanzaban las jóvenes azotando con la lengua los dos ángulos de la boca. Otras permanecían acodadas, con la barbilla apoyada en las palmas de las manos, y más inmóviles que esfinges, asaetaban con sus grandes ojos negros al ejército que se iba acercando.

      Aunque Sicca era una ciudad sagrada, no podía contener a toda aquella multitud; sólo el templo con sus dependencias ocupaba la mitad del recinto urbano. Los bárbaros acamparon en la llanura para más comodidad; unos disciplinados como tropas regulares, otros por naciones o según su capricho.

      Los griegos plantaron en filas paralelas sus tiendas de pieles; los iberos dispusieron en círculo sus pabellones de tela; los galos construyeron barracones de madera; los libios, cabañas de piedra sin argamasa, y los negros cavaron con sus uñas fosos en la arena para dormir. Muchos, no sabiendo dónde meterse, erraban por entre los bagajes y llegada la noche se acostaban en el suelo envueltos en sus mantos agujereados.

      * * *

      La llanura se extendía a su alrededor, bordeada de montañas. Aquí y allá se cimbreaba una palmera sobre una colina de arena; abetos y encinas sombreaban los flancos de los precipicios. A veces, la lluvia de una tormenta, como un largo chal, pendía del cielo, en tanto que en el resto de la campiña el firmamento seguía azul y sereno; después, un viento tibio levantaba torbellinos de polvo... y un arroyuelo bajaba en cascadas desde las alturas de Sicca, donde se alzaba, con su techumbre de oro sobre columnas de cobre, el templo de la Venus cartaginesa, dominadora de la comarca. El espíritu de la diosa parecía infundir su alma a aquel paisaje. Por los contrastes del terreno, los cambios de temperatura y los juegos de luz, la diosa manifestaba la extravagancia de su fuerza junto con la belleza de su eterna sonrisa. Las cimas de las montañas tenían la forma de una media luna; otras parecían turgentes senos de mujer, y los bárbaros sentían pesar sobre sus fatigas una postración llena de delicias.

      Spendius, con el dinero de su dromedario, se había comprado un esclavo. Durante todo el día dormía tumbado delante de la tienda de Matho. A menudo se despertaba sobresaltado, creyendo, en su sueño, oír silbar las correas; entonces, sonriéndose, se pasaba las manos por las cicatrices de sus piernas en el sitio donde había llevado tanto tiempo los grilletes, y luego volvía a dormirse.

      Matho aceptaba su compañía. Cuando salía, Spendius, con una larga espada a la cintura, lo escoltaba como un lictor, o bien, Matho apoyaba negligentemente el brazo sobre su espalda, pues Spendius era de baja estatura.

      Una noche que atravesaban juntos las calles del campamento vieron a unos hombres cubiertos con mantos blancos; entre ellos se encontraba Narr-Havas, el príncipe de los númidas. Matho se estremeció.

      —¡Dame tu espada! —exclamó—. ¡Quiero matarlo!

      —Aún no —respondió Spendius, deteniéndolo, pues ya Narr-Havas venía a su encuentro.

      Le besó el númida sus dos pulgares en señal de alianza, achacando a la embriaguez el acto de cólera que había tenido en el festín; luego habló extensamente contra Cartago, pero no dijo lo que le había traído entre los bárbaros.

      «¿Era para traicionarlo o para servir a la república?», se preguntaba Spendius; mas como su intención era aprovecharse de todos los desórdenes, agradecía por anticipado a Narr-Havas todas las perfidias de que lo creía capaz.

      El jefe de los númidas se quedó con los mercenarios. Parecía querer intimar con Matho. Le enviaba cabras cebadas, polvo de oro y plumas de avestruz. El libio, conmovido con tantos halagos, no sabía si corresponder a ellos o exasperarse. Pero Spendius lo apaciguaba y Matho se dejaba llevar por el esclavo, pues era irresoluto y lo dominaba siempre una invencible pereza, como quien ha bebido un brebaje del que ha de morir.

      Una mañana que salieron los tres a cazar un león, Narr-Havas ocultó un puñal en su manto. Spendius caminó constantemente detrás de él, pero volvieron sin que el númida hubiera sacado el arma.

      En otra ocasión, Narr-Havas los llevó muy lejos, hasta las fronteras de su reino. Llegaron a un desfiladero; Narr-Havas sonrió al decirles que había perdido la ruta; Spendius la volvió a encontrar.

      Pero lo más frecuente era que Matho, melancólico como un augur, saliera, en cuanto despuntaba el sol, a vagabundear por la campiña. Se echaba en la arena y permanecía allí inmóvil hasta que llegaba la noche.

      Consultó, uno tras otro, a todos los adivinos del ejército, a los que observaban el rastrear de las serpientes, a los que leen en las estrellas, a los que soplan en las cenizas de los muertos. Ingirió galbanum, seseli y veneno de víbora, que hiela el corazón; unas mujeres negras, cantando al claro de luna canciones bárbaras, le pincharon en la frente con estiletes de oro; se cargaba de collares y amuletos, y por turno fue invocando a Baal-Kamón, a Moloch, a los siete cabiros, a Tanit y a la Venus de los griegos. Grabó su nombre en una placa de cobre y la enterró en la arena, en el umbral de su tienda. Spendius lo oía gemir y hablar a solas.

      Una noche entró.

      Matho, desnudo como un cadáver, estaba acostado boca abajo sobre una piel de león, con la cara entre las manos. Una lámpara suspendida del techo alumbraba sus armas, colgadas sobre su cabeza en el mástil de la tienda.

      —¿Sufres? —le preguntó el esclavo—. ¿Qué necesitas? Dímelo —y le sacudió por el hombro, llamándolo repetidas veces—: ¡Amo! ¡Amo! Al fin, Matho lo miró con sus grandes ojos velados.

      —¡Escucha! —le dijo en voz baja, llevándose un dedo a los labios—. ¡Es la ira de los dioses! ¡Me persigue la hija de Amílcar! ¡Tengo miedo, Spendius! —y se apretaba contra su pecho como un niño asustado por un fantasma—. ¡Háblame, estoy enfermo! ¡Quiero curarme! Lo he intentado todo. Dime: ¿sabes tú acaso de dioses más fuertes o de cualquier invocación irresistible?

      —¿Para


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