No lo sé, no recuerdo, no me consta. Alfonso Pérez Medina

No lo sé, no recuerdo, no me consta - Alfonso Pérez Medina


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Cristina, absuelta no obstante a base de repetir en el juicio expresiones como «No lo sé», «No recuerdo», «No me consta». Su hermana Elena, sin pretenderlo, lo resumió mucho mejor a principios de este año: «Se nos ofreció y accedimos». Esa frase explica mucho de lo ocurrido en este país en los últimos treinta años.

      PRIMERA PARTE

      LOS AÑOS LOCOS

      «Cuando fuimos los mejores el dinero se gastaba, se podía comprar todo, incluso vuestras almas»

      JOSÉ MARÍA SANZ, LOQUILLO,

      «Cuando fuimos los mejores»

      CAPÍTULO 1

      EL DÍA QUE SE JODIÓ MADRID

      Nunca he sido demasiado bueno haciendo pronósticos, así que el día que se jodió Madrid, aquel inolvidable 10 de junio de 2003, le dije a mi jefe de sección en Europa Press, la agencia de noticias en la que trabajaba, que podía apañármelas solo para cubrir la sesión constitutiva de la Asamblea autonómica. No esperaba nada distinto a lo de siempre: unos saludos protocolarios, especialmente sonrientes en la bancada izquierda, ya que el PSOE e Izquierda Unida diseccionaban en aquel momento el Gobierno de la Comunidad para repartírselo. También, quizá, unas aburridas votaciones para elegir los órganos parlamentarios y, como mucho, alguna declaración a los medios de usar y tirar.

      El Parlamento regional, que los políticos madrileños construyeron en el barrio de Entrevías para que nadie les pudiera decir que nunca pisaban los barrios humildes del sur, tiene una particularidad que lo diferencia de cualquier otro: su hemiciclo se sitúa en un lateral, con un pasillo central que lo atraviesa y que desemboca en el verdadero lugar de encuentro de todos los diputados: el bar. Aquel día que se jodió Madrid, de camino al centro neurálgico de la política regional —insistiré, el bar—, me crucé con Eduardo Tamayo Barrena. Al verle, recordé la pésima impresión que me había producido unas semanas antes, durante un acto electoral, cuando había adulado hasta la náusea al candidato socialista Rafael Simancas mientras explicaba las carencias que arrastraban los juzgados de plaza de Castilla. Los mismos juzgados en los que Tamayo nunca llegó a declarar por lo que, justo ese día, se disponía a hacer.

      La historia es conocida: el adulador se tornó traicionero. El 10 de junio, Tamayo enfiló el mencionado pasillo, se llevó a su compañera María Teresa Sáez de la mano y ambos salieron por la puerta del Parlamento situada frente al supermercado Eroski —el mismo supermercado donde, años después, unos guardias de seguridad trincaron a la presidenta Cristina Cifuentes intentando mangar dos botes de crema cosmética—. Con su ausencia repentina, Tamayo y Sáez, diputados electos, se saltaron la disciplina de voto sin habérselo comunicado a sus compañeros de partido, se negaron a participar en las votaciones para elegir los órganos de gobierno de la Asamblea de Madrid y alteraron la mayoría elegida en las urnas, que pasó, de repente, a caer del lado de la candidata del PP, Esperanza Aguirre. Aquellas elecciones en la Comunidad habían abierto, por primera vez en doce años, la posibilidad de que se configurara un Gobierno de izquierdas presidido por Rafael Simancas, secretario general de los socialistas madrileños. Aguirre, exministra de Educación y expresidenta del Senado, y especialmente famosa por sus continuas apariciones en el programa de televisión Caiga quien caiga, había ganado los comicios de forma ajustada, por apenas 200.000 votos. Un margen insuficiente, sin embargo, frente a la suma de diputados de PSOE e IU, que dejó al PP a un escaño de la mayoría absoluta. Con la jugada de Tamayo y Sáez, sin embargo, se dio la vuelta a la tortilla.

      Ese 2003 era el penúltimo año de Gobierno de José María Aznar, quien había desalojado a Felipe González de La Moncloa y acuñado el lema «España va bien» para resumir el «milagro económico» atribuido a su vicepresidente Rodrigo Rato. Desde 1996, cuando Aznar llegó al poder, la tasa de paro se había reducido en ocho puntos, con crecimientos del producto interior bruto (PIB) superiores al 3 %. La bonanza económica, no obstante, no consiguió frenar el desgaste político que habían sufrido los populares por las protestas educativas, por la catástrofe ecológica del Prestige y por la guerra de Irak. Y por algún asunto más. Porque si Madrid se jodió el día del «Tamayazo», es probable que España se hubiera jodido unos meses antes —no muy lejos de la Asamblea— en la faraónica boda de Ana Aznar Botella. La hija del presidente se casó con Alejandro Agag en el monasterio de El Escorial por todo lo alto, con una celebración que parecía un acontecimiento de Estado y que fue organizada, en parte, por la red de corrupción Gürtel. Al enlace, oficiado por el cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, asistieron los reyes de España, mandatarios extranjeros como Silvio Berlusconi o Tony Blair, y una pléyade de políticos, banqueros y empresarios que, años después, protagonizaron algunos de los episodios más bochornosos de la historia de España. En la boda, esos invitados desfilaban estirados, sonrientes, orgullosos de haberse conocido a sí mismos; la viva imagen del triunfo, la fotografía de una época. De Miguel Blesa a Rodrigo Rato, de Francisco Correa a Luis Bárcenas, de Francisco Camps a Jaume Matas. Todos, manchados por la corrupción. Aunque ninguno de sus tejemanejes era todavía público.

      Bodas aparte, la primera cita importante con las urnas de la legislatura 2000-2004 se centró en lo que se denominó «La batalla por Madrid». Aznar quiso proteger la Alcaldía de la capital, por la que pugnaban Alberto Ruiz-Gallardón, que llevaba ocho años presidiendo la Comunidad, y Trinidad Jiménez, quien mostraba el cambio de imagen del nuevo PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero. La dirección federal socialista se volcó con su candidata, presentándola en chupa de cuero y con un aluvión de actos denominado «Trinimaratón». Pero Ruiz-Gallardón la derrotó con claridad, haciendo buena la apuesta de Aznar. Sin embargo, el presidente desguarneció la contienda autonómica, en la que Aguirre obtuvo una victoria pírrica frente a la alianza de Simancas con IU. Todo un triunfo para el hijo de un matrimonio emigrado a Alemania y retornado en la década de los setenta a Leganés, que se había convertido en concejal de Cultura de Madrid y cuya habilidad para gestionar los equilibrios y las traiciones internas en la Federación Socialista Madrileña (FSM) le permitió convertirse en el líder regional del partido. Desde esa atalaya, concurrió como candidato a la Comunidad tras el nombramiento de Jiménez para la Alcaldía. A pesar de que muchos madrileños no le conocían, el nuevo mirlo blanco del PSOE, una vez acabado el escrutinio, estaba a un paso de dirigir una administración con un presupuesto total de 14.000 millones de euros; de gestionar la sanidad o la educación de uno de los motores del país.

      Las elecciones habían estado marcadas por las multitudinarias movilizaciones contra el entusiasta apoyo de Aznar a la invasión de Irak, ejecutada por una coalición encabezada por tropas de Estados Unidos y Reino Unido. El «No a la guerra» era tan generalizado que en las riadas que recorrieron Madrid aquellos días te podías encontrar —doy fe— a personas que trabajaban para el propio PP. Aguirre hizo una buena campaña y consiguió remontar posiciones, pero se quedó a 30.000 votos de la mayoría absoluta. El recuento de los comicios autonómicos se retrasó por problemas técnicos, por lo que la mayoría de los madrileños se fueron a la cama sin saber que el Gobierno de la Comunidad había cambiado de signo hacia la izquierda. En la habitual imagen de celebración en la sede del PP, Ruiz-Gallardón exhibía una amplia sonrisa, mientras que Aguirre, mucho más seria, comenzaba a encajar la derrota. Estuve aquella noche en el Círculo de Bellas Artes, cuartel general de los socialistas, y recuerdo a Simancas salir del edificio a las seis de la mañana mascullando: «¡Qué trabajito nos ha costado!». Se veía presidente y empezó a actuar como tal. Craso error: un runrún comenzó de inmediato a extenderse entre las élites políticas y empresariales de la sociedad madrileña, rechazando un Gobierno en el que IU pudiera asumir tres consejerías y manejar la política de vivienda. Los periódicos de la derecha alertaban de los riesgos de una alianza «socialcomunista» —tal y como lo hacen hoy, veinte años después, sobre los peligros del Gobierno nacional de coalición puesto en marcha por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias.

      Y entonces apareció Tamayo. O más bien, desapareció. El fugado, al que los periodistas no teníamos muy claro si definir como «díscolo», «traidor», «tránsfuga» o incluso «felón» —calificativos que se iban sucediendo en cascada


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