No lo sé, no recuerdo, no me consta. Alfonso Pérez Medina
felicitación, se rio y espetó: «¡Pero, hombre, yo decía lavandera de lavar!». Hasta el belén de la Puerta del Sol controlaba Aguirre.
CAPÍTULO 3
EL LEGADO DE AGUIRRE:
LA LEZO Y LA PÚNICA
Al principio de los años dos mil, la burbuja inmobiliaria seguía creciendo en Madrid. Lo sabemos bien quienes nos independizamos de casa de nuestros padres en esa época y, alentados por las desgravaciones fiscales y la trampa de las cuentas de ahorro para la vivienda, cometimos el error de comprar un piso en la capital, que en mi caso estaré pagando hasta el simpático año 2032 —si la cosa no se tuerce, y las series de ficción que anuncian el colapso del sistema y el apocalipsis planetario no se hacen realidad—. «¿Qué puede salir mal adquiriendo una hipoteca joven que viene avalada por la Comunidad de Madrid?». «Esto de la cláusula suelo es muy difícil que pase, ¿no?». Ambas eran preguntas que cualquier joven pareja lanzaba al amable director de la sucursal del barrio. El director contestaba —siempre con una amplia sonrisa— con el mismo mensaje de seguridad y confianza en el futuro que minutos más tarde trasladaba a la anciana a la que convencía para que metiera los ahorros de toda su vida en un nuevo producto financiero que ofrecía más rentabilidad que los depósitos: «Se llaman preferentes». Por alguna razón, cuando la crisis empezó a asomar, aquel director de banco, con el que había que reprimirse para no abrazarle de agradecimiento, pidió el cambio de sucursal y se dio el piro. Y si te he visto, no me acuerdo.
En 2004, los atentados del 11M sacudieron la capital. Las mentiras con las que el Gobierno de Aznar intentó atribuir la matanza yihadista a la banda terrorista ETA llevaron al candidato socialista José Luis Rodríguez Zapatero a La Moncloa tras derrotar a Mariano Rajoy, el elegido por el dedazo de Aznar para pilotar su sucesión. Lejos de incomodarse con la nueva situación, Esperanza Aguirre vio una oportunidad para afianzar su poder y proyectarse como la líder nacional que la derecha necesitaba para «liberar» a España del socialismo. Era la nueva «lideresa», como ya se empezaba a decir. Y la Margaret Thatcher castiza estaba lanzada. Ese año consiguió el control total del PP madrileño tras vapulear en el congreso del partido a Manuel Cobo, mano derecha de Alberto Ruiz-Gallardón, al que nunca perdonó sus gestos con el PSOE con motivo del «Tamayazo». Aunque investido alcalde, Gallardón continuaba siendo presidente regional en funciones cuando Tamayo tomó la palabra en la investidura frustrada de Simancas1, momento en el que el del PP abandonó el hemiciclo de la Asamblea junto a los diputados de la izquierda. Aguirre se cobró la venganza en el congreso de 2004: Granados fue nombrado secretario general del PP y González, responsable del Comité Electoral. El «aguirrismo» tomaba el poder. Así se inició una alocada carrera entre la presidenta y el alcalde, haciéndose mutuamente la puñeta, con la vista en la posible caída del derrotado Rajoy, competición en la que involucraron a las dos administraciones encargadas de gestionar los asuntos más importantes de los madrileños. La tensión se mantuvo hasta 2011, cuando Gallardón fue propuesto para el Ministerio de Justicia —el último cargo que ocupó antes de desaparecer del mapa político—, y dejó la Alcaldía en manos de Ana Botella, esposa de Aznar.
Durante su gobierno, Aguirre despachaba a Simancas en la Asamblea de Madrid sin prestarle demasiada atención y centraba su verdadera labor política en hacer de oposición al Gobierno socialista de la nación, repitiendo machaconamente una idea que empezó a dominar todos los discursos, entrevistas y notas de prensa de la Administración autonómica: «Zapatero asfixia a Madrid». Cualquier carencia que sufría la región se debía a la falta de inversión del Gobierno central, que marginaba a los madrileños para beneficiar a otras regiones, especialmente a Cataluña. «Cero Zapatero para Madrid», reiteraban los dirigentes del PP. Si algún colegio no tenía calefacción, la culpa era de Zapatero. Si había peajes en las carreteras, los permitía el Ministerio de Fomento. Había nacido el nacionalismo madrileño liberal, del que Isabel Díaz Ayuso, quince años después, es digna heredera.
Por contra, el PP, en su funcionamiento interno, era una balsa de aceite que Aguirre controlaba con rotundidad. En 2005 se encontró con un pequeño problema en Majadahonda, motivado por un conflicto con la adjudicación de unas parcelas, que la presidenta solucionó con el relevo del alcalde, Guillermo Ortega, y con la expulsión de dos desconocidos concejales, Juan José Moreno y José Luis Peñas. Según el relato de Peñas, el presidente de Dico, una constructora con importantes intereses en Madrid, llamó al alcalde Ortega el mismo día en el que la Jefa del Gobierno regional iniciaba un viaje a China en compañía de la prensa, y le dijo: «Te tienes que ir. El candidato oficial de la presidenta de la Comunidad y de Génova es Narciso de Foxá. Vete mirando qué puesto quieres en la Comunidad». La expulsión de los dos concejales, marionetas en manos de un empresario con excelentes contactos con el PP llamado Francisco Correa, permitió a Aguirre presumir en la Asamblea de Madrid de no haber cedido a su chantaje con una frase que le persiguió durante años: «Yo destapé la trama Gürtel»2. Nadie lo sabía entonces, pero esa decisión puso la semilla para que dos años más tarde estallara el citado caso cuando Peñas decidió grabar subrepticiamente a su protector. Porque, mientras se solventaban los problemillas internos y se denunciaban las agresiones del malvado Gobierno central, la corrupción iba incrementando el poder y el patrimonio de los dos delfines de Aguirre: González y Granados. Vicepresidente regional y responsable electoral el primero, y consejero de Obras Públicas y secretario general del PP madrileño el otro. Pero entonces, su presunto enriquecimiento ilícito solo se intuía.
Casi todas las adjudicaciones pasaban por sus manos. Las siete piezas que componen el sumario del caso Lezo ponen de relieve los manejos de Ignacio González, el lugarteniente más cercano a Aguirre, que se quedó al frente de la Comunidad en septiembre de 2012 cuando aquella dimitió por «razones personales». La expresidenta definió a González como la persona «con más experiencia y mejor dotada» con la que había trabajado, un colaborador «enormemente trabajador» y «con un gran conocimiento de la Administración»3. Cinco años más tarde, tras comparecer como testigo del caso Gürtel en la Audiencia Nacional, los periodistas de tribunales contemplamos con estupefacción cómo Aguirre llegaba prácticamente a las lágrimas al hablar de su delfín, quien había sido detenido unos días antes. «Si es culpable, para mí, que he puesto mi confianza en él durante tantos años, es un palo verdaderamente muy, muy relevante. Y si no lo es, yo también estoy conmocionada por el calvario que está pasando y que le queda por pasar, porque la Justicia en España es muy lenta», dijo. Acto seguido, salió de la Audiencia, esquivó como pudo los gritos que le lanzaban una veintena de «preferentistas» de Caja Madrid que protestaban a la puerta, y se montó en un coche que escapó derrapando. La guinda del colosal follón la pusieron cuatro figurantes disfrazados de ranas que bailaban al son de la canción «Comerranas» de Seguridad Social, enviados por el programa de televisión El Intermedio4.
En el caso Lezo, la pieza principal se centra en la compra de la sociedad brasileña Emissao por parte del Canal de Isabel II —el cortijo en el que hacía y deshacía González—. La operación se desarrolló entre 2012 y 2014, y tuvo un presupuesto de 27 millones de euros. La investigación destapó un supuesto sobrecoste de entre 6,4 y 9,6 millones, y un reparto de comisiones de 5,4 millones del que, además del político madrileño, se habrían beneficiado presuntamente su amigo y testaferro, Edmundo Rodríguez Sobrino, y el exdelegado del Gobierno en Ceuta Luis Vicente Moro. En otra pieza, en la que llegó a estar imputado el exministro Alberto Ruiz-Gallardón, se investigó la adquisición de la empresa colombiana Inassa, aunque el juez acabó archivando las actuaciones contra González al no encontrar indicios de delito.
El juez Manuel García-Castellón abrió otra causa para saber si González cobró 1,4 millones de euros a través de una cuenta en Suiza a cambio de la adjudicación a la constructora OHL del tren que iba a unir Móstoles con Navalcarnero, obra que nunca se llegó a realizar. E igualmente resultó sospechosa la modificación del proyecto del Tercer Depósito del Canal en Chamberí, que reconvirtió unos terrenos que se iban a destinar inicialmente a un parque en un campo de golf urbano. El cambio de uso benefició presuntamente a un hermano