No lo sé, no recuerdo, no me consta. Alfonso Pérez Medina
cena en un restaurante oriental a la que asistieron varios informadores. No estuve en ese encuentro, pero no por un don para detectar a políticos relacionados con asuntos turbios, sino porque estaba fuera de Madrid de vacaciones.
En las elecciones repetidas en octubre de 2003, que se desarrollaron en un clima de apatía y desmovilización de la izquierda, con casi siete puntos menos de participación, Aguirre recuperó la mayoría absoluta por 28.000 votos y le arrebató al PSOE los dos escaños que necesitaba para gobernar en solitario. IU subió en porcentaje de voto casi un punto, pero el crecimiento no bastó para aumentar sus nueve diputados. Nuevo Socialismo, el partido que lideró Tamayo para «centrar» a los descolgados del PSOE madrileño, consiguió 6.176 votos, un 0,22 % del electorado. Durante la campaña, visité su sede en una pequeña oficina de uno de los edificios más cochambrosos de la plaza de Castilla. Al cabo de unos meses, no quedaba ni rastro de ella.
El sábado 22 de noviembre de 2003, en la Real Casa de Correos, Esperanza Aguirre tomó posesión de su cargo con un mensaje a los madrileños: podían estar «tranquilos» porque tenía «el mejor equipo» de gestión de la «historia del Estado autonómico de España». Eran nueve hombres y dos mujeres, y a dos de ellos se les veía especialmente radiantes: Ignacio González, quien, tras su paso por el Ministerio del Interior, fue nombrado vicepresidente regional y consejero de Presidencia con amplios poderes; y Francisco Granados, al que Aguirre le entregó la Consejería de Obras Públicas, desde la cual iba a acometer la mayor ampliación del Metro de Madrid de su historia.
El acto de aquella toma de posesión de los cargos públicos no lo organizó la trama Gürtel, a la que la Comunidad de Madrid adjudicó a dedo más de seis millones de euros de contratos durante los años siguientes1, no organizó el acto de aquella toma de posesión, pero sí muchos de los que vinieron después, como el homenaje a las víctimas del 11M, que se troceó en más de diez facturas diferentes para que ninguna superara el límite de 12.000 euros que obligaba a publicitar el concurso. En aquel momento, nada auguraba algo así, pero la «doble G» del Gobierno de Aguirre, Granados y González, los enemigos íntimos que ordenaban espiarse y que se cruzaban dosieres sobre sus negocios, acabaron su trayectoria política sentados en el banquillo de los acusados por gravísimos delitos de corrupción. Los dos, señalados como presuntos líderes de sendas organizaciones criminales cuyos entramados desentrañaron las investigaciones judiciales de las operaciones Púnica —Granados— y Lezo —González—. El juez de la Audiencia Nacional Eloy Velasco abrió dos macrosumarios en 2014 y 2016, respectivamente, que investigaron decenas de amaños de contratos públicos a cambio de mordidas, así como el saqueo de instituciones públicas como el Canal de Isabel II o la empresa Áreas de Promoción Empresarial con Gestión Industrial Organizada, S. A. (Arpegio). El «Gobierno de los mejores» acabó siendo el de los mejores abogados de Madrid, que asumieron la defensa en los tribunales de los políticos implicados a cambio de elevadas minutas.
Durante aquellos años de contratos insólitos, el sospechoso enriquecimiento personal de Ignacio González se convirtió en un secreto a voces en Madrid. Hasta el punto de que, durante una de las cenas de Navidad que el Gobierno regional organizaba en su sede —a todo trapo—, Esperanza Aguirre, siempre socarrona, llegó a pasearse de mesa en mesa preguntando a los periodistas si su número dos era «tan corrupto como se decía». Atónitos, mis compañeros y yo nos limitábamos a sonreír, cuando lo que deberíamos haber hecho es dedicar más tiempo a investigarle. Algunos diputados incluso nos recomendaban tomar fotografías de los valiosos relojes que González exhibía cada semana en las ruedas de prensa posteriores a los consejos de gobierno, porque, según insistían, «algún día serán noticia». Tan notorios eran los desmanes que al gerente del Canal de Isabel II, Ildefonso de Miguel, se le conocía jocosamente como el Egipcio por su manera —decían— de colocar la mano para cobrar comisiones. Al cabo de los años, el juez abrió una investigación para determinar si la construcción de los Teatros del Canal, que acumuló más de veinticinco millones de euros en sobrecostes, incluyó mordidas.
Tras aquellas multitudinarias cenas de Navidad con la prensa, los invitados a la Real Casa de Correos cruzaban al edificio de enfrente, hasta la Consejería de Presidencia, que dirigía el siempre divertido Granados, para disfrutar de la barra libre que organizaba su amigo Pepe, «el inventor de la discoteca móvil». Pepe era José Luis Huertas, dueño de Waiter Music, otra de las empresas investigadas en la operación Púnica por hinchar contratos a cambio de favores personales al político de Valdemoro. ¿Qué periodista no se tomó en aquella época un cubata con Granados, entre risas y chascarrillos? ¿Quién podía sospechar que era un presunto corrupto? No seré yo quien levante la mano. En aquella primera legislatura de Aguirre, los viajes de prensa empezaron a multiplicarse, la mayoría sin sentido. Cubrí uno de cinco días en Israel, con visitas a Tel Aviv, Jerusalén y los Santos Lugares, cuyo único interés informativo consistió en una reunión de los técnicos del Canal con expertos israelíes en gestión del agua. Forzando las naderías que nos habían contado, titulé el teletipo que envié a la agencia apuntando que el Gobierno de Madrid estudiaba «bombardear las nubes con yoduro de plata para incrementar las lluvias en el embalse de El Atazar»2. Algo que, por supuesto, nunca sucedió.
La Comunidad de Madrid vivía entonces un furor de hormigón: siete nuevos hospitales, la ampliación del Metro y hasta tres actos al día de Aguirre con la prensa. «Nos llevaba con la lengua fuera», cuenta el cámara de televisión Carlos Matarranz, quien cubría la información de la Comunidad. Recuerdo la inauguración del Metro a Villaverde, con conciertos de Isabel Pantoja y Medina Azahara sufragados por la constructora FCC3. Populismo puro y duro antes de que los ahora llamados populistas entraran en la escena política. Aguirre era la estrella de aquellas fiestas y los vecinos la aplaudían: «¡Sois los mejores, Esperanza presidenta!», gritaban. Y Aguirre, sin parar de dar besos, repetía: «De todas las inauguraciones de Metro que vamos a hacer, esta es la que más me llega al corazón». El control con el que manejaba el partido, el Gobierno y la comunicación durante aquella primera legislatura era absoluto, a pesar de sus reiteradas negativas en los tribunales a reconocer la financiación irregular del PP de Madrid. La presidenta era la primera que se beneficiaba de aquellos actos de propaganda y exaltación de su persona. Su frase preferida, como le recordó Granados en una carta desde prisión, era: «Todo se puede delegar, menos la supervisión».
Varios ejemplos demuestran que en los años locos del «aguirrismo» que siguieron al «Tamayazo» nada se hacía sin el visto bueno de la Jefa, como la llamaban sus colaboradores. Romero de Tejada, el secretario general al que se vinculó con la deserción de Tamayo, se enteró de que no iba a seguir en su puesto por un titular de prensa que fue portada del diario El Mundo y que probablemente es uno de los más antológicos que he leído en toda mi carrera: «Romero de Tejada va a dimitir tras el 26-O, pero aún no lo sabe»4. Enterarse por la prensa de un nombramiento o una destitución es un clásico de la política, esa entrañable disciplina en la que existen «adversarios, enemigos y compañeros de partido», según la cita que —con pequeñas modificaciones y matices— se suele atribuir a Giulio Andreotti, Konrad Adenauer y, cómo no, a Winston Churchill.
«Aguirre lo controlaba todo, si había una rotonda que no le gustaba, nos decía que la cambiáramos», asegura el exalcade de Boadilla del Monte Arturo González Panero, quien ha aportado a la operación Púnica un valioso testimonio sobre la omnipresencia de la política madrileña en sus años de mandato. El periodista de La Sexta Rubén Regalado también da fe de esa realidad: «Una vez fui a visitar un colegio público recién estrenado y dijo que no le gustaba el color de las puertas. Al día siguiente las habían pintado todas de otro color». El control absoluto de Aguirre —que después negó ante los tribunales alegando que solo dos cargos públicos, Francisco Granados y Alberto López Viejo, le salieron «rana»— lo ejemplifica otra anécdota que me trasladaron los compañeros que la seguían a diario: en una ocasión, a la presidenta le disgustó el belén que habían instalado en la sede de la Comunidad con motivo de las fiestas navideñas porque no tenía «lavandera». En aquella época, el entonces líder de Esquerra Republicana de Catalunya, Josep-Lluís Carod-Rovira, era considerado como el enemigo público número uno en Chamberí. Así que, tras escuchar la observación de Aguirre, uno de sus colaboradores