Lo que nos trajo el Covid-19. Mª Gema González
siquiera hemos podido salir a escuchar los aplausos de las 20 horas, esos aplausos que nos animan a seguir un día más, esos aplausos que esperamos que cuando acabe todo esto salgan a la calle con nosotros a pedir que se nos valore, que no se nos hagan contratos basura de semanas, incluso horas. Contratos durante los cuales no nos da tiempo a conocer el servicio para el que trabajamos, poniendo en riesgo al paciente. Que salgan para que se nos escuche a la hora de crear protocolos, para que se implemente la labor del personal sanitario en las escuelas para prevenir, para que se dote de medios a los hospitales, para que no se tenga que tener a los pacientes en los halls de algunos hospitales, para que no se privatice, para que no tengamos plantas enteras de hospitales cerradas.
Sólo porque la concesionaria a la que pertenece el hospital pide un precio elevadísimo por abrirla, todo por ese invento de crear hospitales concertados o público privados que se sacaron hace unos años de la manga. Queremos que el aplauso no sea una excusa para tener algo que hacer a las 20h., que siga vivo cuando esto termine, que nunca más un sanitario tenga que oír de un paciente: “para eso te pago” o “es que llevo dos horas esperando” cuando estamos desbordados.
Cuando todo esto acabe, debemos ser conscientes de que las urgencias se deben usar para casos graves, en los cuales la vida corre realmente peligro y la atención debe ser inmediata. No son para saltarnos la lista de espera de una radiografía que nos han mandado en atención primaria, ni para hacernos una analítica de la cual hemos perdido la cita, ni para un catarro, ni para no ir a trabajar.
Cuando todo pase, necesitamos que ese aplauso se mantenga, que ese reconocimiento que día a día nos transmiten ahora los pacientes siga vivo. Necesitamos que se sepa que realmente nuestro trabajo es este, en época de COVID19, antes y después, que siempre hemos estado ahí y siempre lo estaremos, que la vocación se lleva por dentro, que un hospital, un centro de salud o una residencia, la construimos entre todos, entre los que trabajamos dentro, los que la defendemos fuera, los que hacemos un uso responsable de ella, los familiares que ayudan, etc.
Por fin llego a casa, un día más para olvidar. Me espera esa ducha calentita ya lista, con el pijama preparado, ese abrazo después de la ducha de una de las personas que siempre ha estado a mi lado, recordándome que esto pasará pronto, que lo estamos haciendo bien, aunque ni hoy ni ayer yo lo crea. Repitiéndome que trabajo en lo que me gusta, que gracias a eso los pacientes reciben una sonrisa y un poco de esperanza, que nos necesitan. Me prepara un entrenamiento para desconectar, para reponer energía, para libera la mente.
Una llamada a los abuelos y abuelas que tanto se echa de menos por no poder ver desde hace un mes. Todo por el maldito miedo al contagio, ese miedo que nos persigue día tras día. Esa llamada nos conecta con ellos, nos recuerda que están bien, que solo quieren que nosotros también lo estemos, y nos recarga las pilas para volver al día siguiente, para luchar, para luchar como sociedad, como equipo.
Seas reponedor o reponedora en un supermercado, limpiadora o limpiador, administrativo o administrativa, médico o médica, enfermero o enfermera, auxiliar de enfermería, personal de mantenimiento, celador o celadora, técnico o técnica de rayos, transportista, voluntario o voluntaria que, desinteresadamente, han hecho mascarillas, pantallas protectoras, gorros o todo aquello que hemos ido pidiendo para intentar fabricar medios que no teníamos.
Que hacen esos vídeos para que los niños y niñas que aguantan como campeones en casa estén un poquito más entretenidos y descubran cosas nuevas, esas organizaciones y asociaciones que han salido de la nada para que las personas más vulnerables no estén solas y no se pongan en riesgo mientras tienen cubiertas todas sus necesidades.
Esas video llamadas, esos WhatsApp preocupándose, interesándose por cómo estamos y un largo sinfín de personas que formamos esta sociedad y que hacemos que día a día esta batalla esté a nuestro favor, sin necesidad de que nadie nos diga cómo, sólo con nuestro esfuerzo, y nuestras ganas de que todo salga bien.
Capítulo 4
UN DÍA EN LA UCI
Suena el despertador, suena tarde, anoche tampoco dormí bien. Lo normal desde que comenzó esta pesadilla.
Me tomo el café con desgana, y algo de comer, ducha rápida y al hospital. Hay que salir antes de casa, el metro va lento y tardo mucho más en llegar, la parada del Hospital del Henares sigue cerrada y hay que coger un autobús. Siempre te encuentras a alguien del hospital, puedes hablar, incluso hacer alguna broma y reír. Algún privilegio teníamos que tener al trabajar todos los días, me consta que es lo que más echan de menos los que no pueden salir de sus casas.
Se ve el Hospital de lejos, y ya empiezo a temblar, tengo una mezcla de miedo y cabreo, pero generalizado. Una vez dentro me calmo, intento pensar que es un día normal, con pacientes normales, me concentro en mi trabajo, pero es difícil.
Al entrar en la UCI hay mucha gente, somos más del doble de lo habitual. Nuestra UCI cuenta habitualmente con 8 camas, en invierno hay 10, ahora tenemos 16. Se dice pronto, pero hemos doblado nuestra capacidad en un tiempo record, se ha contratado a mucha gente, gente estupenda que le está poniendo muchas ganas. No quiero ni pensar qué hubiera sido de mí si tengo que empezar a trabajar en una UCI en estas circunstancias. Llevo aquí 4 años y aún me quedan cosas por aprender. El problema es que estamos todos aprendiendo sobre la marcha.
La UCI es un servicio súper especializado, manejamos mucho aparataje y medicación que sólo usamos aquí. No son sólo respiradores, que también, cada paciente tiene su respirador, su monitor, capnógrafo, BIS, sistema de aspiración cerrado, entre 4 y 6 bombas de perfusión, con drogas y aminas, catéter central, catéter arterial, sonda vesical, sonda naso-gástrica, sistema de nutrición enteral, a veces shaldom y hemofiltro. Todo esto en dos pacientes por enfermera.
Nuestro trabajo habitual en tiempos de coronavirus es una mala tarde de antes. A veces pienso que me conformo con que en mi turno no les pase nada, sólo sobrevivir al turno.
Hoy ha habido mala suerte, ha fallecido un paciente, así que tenemos una cama libre, eso significa que tendremos un ingreso. En principio viene un paciente de la CMA, eso significa que traerá todo hecho (intubado, con vía central y arteria ya puestas), pero al final hay una emergencia en urgencias, sube un paciente para intubar. Cambio de planes. Hay que buscar mascarillas para intubar, ffp3, son de las que menos hay, monta corriendo las gafas nasales de alto flujo, hay que preoxigenar. Viene muy malito, tiene miedo, cojo su mano: “no te preocupes, te vamos a dormir y todo va a salir bien”. Está asustado, y yo también. No siempre van bien, pero hay que intentar que su último pensamiento no sea de pánico, tiene que confiar en nosotros, a pesar de que apenas nos ve los ojos tras el casco y la gafas, la boca tapada con la mascarilla y esa bata tan larga, parecemos extraterrestres.
Nos cuesta intubarle, pero al final el intensivista lo consigue, no remonta, lo habitual, cuesta mucho ventilarles, apenas les queda pulmón para meterles aire. Está muy malito, mientras el intensivista le canaliza la vía central yo me centro en canalizar un catéter arterial, casi no tiene tensión, cuesta, pero no sé ni cómo lo consigo, otra compañera le pone la sonda vesical, la naso-gástrica nos cuesta más. Los compañeros de rayos le hacen un portátil, para comprobar el tubo y los catéteres, todo está bien, nos cuesta, pero le conseguimos estabilizar. En total unas 3 horas dentro del box. Sales sudando, jadeando, apenas se respira con esa puñetera mascarilla. Hoy ha habido suerte.
Mis compañeras me están esperando con un vaso de agua fría para recobrar el aliento, pero aún me queda otro paciente por ver.
Así mis 7 horas de turno de tarde, entre medias los mejores momentos cuando estamos fuera, risas y bromas que nos permiten mantener la cordura dentro de esta sinrazón. Nos sirven para evadirnos y desahogarnos.
Las cartas que les leemos a los pacientes. Mensajes de voz de sus familias. No sé cómo pero nos encuentran, y claro que se los hacemos llegar, aunque a veces no sepamos si los escuchan, hay que hacerles llegar las buenas vibraciones de sus familias y de anónimos que quieren levantarles el ánimo.
Son las 20h,