En viaje a Way Point. Jorge Bericat

En viaje a Way Point - Jorge Bericat


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de recorrer aquellos cinco kilómetros en la selva cerrada el tren salió a otro claro, al costado del río, donde viven los marginados, generalmente buscados por la justicia de algún lugar lejano.

      Después, desde allí, el viaje se hacía normal. Ya no era tan cerrada la vegetación.

      De vez en cuando aparecía alguna rama que no molestaba demasiado.

      Aquella tarde, el tren ya salía del túnel y seguía tomando velocidad. La locomotora era una de las grandes con dos motores MW 3412.

      La potencia tremenda se sentía y hacía que la locomotora se comportara liviana como una pluma. El maquinista de turno la sofrenaba para reducir la velocidad y no sobrepasar la velocidad crucero de 140 Kph

      Cada vez que la frenaba suavemente, miraba los instrumentos mientras succionaba la bombilla del mate hasta hacerla vibrar entre sus labios gruesos.

      Su socio, Caraciolo Caro, puede pensar durante el largo viaje. Le ceba otro mate, su mente discurre mientras mira caer el agua caliente sobre la yerba; circuitos le cierran en conclusiones abstractas viajando subjetivamente entre mate y mate.

      El maquinista Mario Escuredo está a cargo y no puede darse el lujo de la distracción, debe tener la mente en las paralelas brillantes de luna, la vía, el carril. Por sobre todo, debe mantenerse en el carril, ergo, dentro de espacios y tiempos reales.

      Las palabras de Mario son sencillas mientras conduce, asuntos ya sabidos, verdades de perogrullo, palabras que llamen a la sonrisa.

      En cambio, en La Fraternidad, se puede profundizar, pensar fuerte entre los viejos colegas maquinistas cuando se reúnen a tomar algún café.

      Si se encuentran en el bar Unión, que queda a unas pocas cuadras por El Bajo desde la Estación Retiro, frente al Viejo Almacén y frente al río, allí las palabras vuelan aún más lejos, despreocupadas, a veces regadas de buenos vinos que ellos mismos traen de las provincias. El malbec de Mendoza, el torrontés de La Rioja, el pinot noir de San Juan, el vino fresco y seco de Río Negro, a veces una bordelesa chica de cien litros que ha quedado en el vagón de carga gentileza de sus amigos de estación Carmensa que siempre están generando ese excedente.

      Les espera por delante un viaje de más de treinta horas.

      La pared verde oscura de la selva parece estática. Solo el ruido de los potentes motores y algún movimiento axial cada tanto, sugieren que el tren se mueve hacia delante, hacia Buenos Aires.

      Los padres de Ezequiel están sentados frente a él, callados. Su madre, Liliana Ghizzoni, necesita tratarse en un hospital de la gran ciudad y piensan quedarse allí todo el tiempo que sea necesario para recuperar su buena salud.

      El monte va quedando atrás mientras el tren continúa su carrera. Se comienzan a ver rutas, cemento, automóviles, personas.

      La civilización comienza a aparecer, los rodea. Llegan a Santa Fe y es la primera parada, le agregan algunos vagones de pasajeros y continúan viaje hasta Rosario, allí además de vagones, agregan a la formación otra locomotora.

      En la estación de San Nicolás hubo que agregar más vagones otra vez, para satisfacer la demanda de pasajeros.

      Ya no habrá más paradas hasta Estación Retiro.

      La puntualidad es uno de los mayores logros de la empresa Ferrocarriles y es un orgullo para todos sus empleados.

      Una pitada larga se dejó escuchar a las cuatro de la tarde, y entre las dos máquinas arrastraban sin mucho esfuerzo a los diecinueve vagones.

      A la izquierda el Río de la Plata, a la derecha el estadio de los Miyos, El Monumental, del emblemático Club Atlético River Plate.

      En el otro extremo de la ciudad, el barrio de La Boca con su mágica Bombonera.

      Cruzando el Riachuelo: La Academia, El Racing Club de Avellaneda, alguna vez campeón del mundo con aquel golazo del Chango Cárdenas.

      Mientras duró la pitada, el convoy dejó atrás la frontera divisoria entre la provincia y la ciudad de Buenos Aires. Faltaban veinte minutos más para que el tren llegara a la estación terminal.

      Mario disminuyó la velocidad y a las cuatro y veinte detuvo definitivamente la formación en Estación Retiro, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

      Alejandro se había levantado temprano esa mañana, salió con tiempo de sobra de su casa, tomó el colectivo 93, que hace el recorrido Munro – Avellaneda, descendió en la Avenida Leandro N. Alem, desde allí siguió a pie hasta la calle Florida, entró a El Reloj a tomar un café, a hacer tiempo; leyó las páginas deportivas del diario, hojeó sin mucha atención las de espectáculos, luego fue caminando hasta Estación Retiro y se sentó en uno de los bancos del andén seis. Eran las cuatro de la tarde y el tren no había llegado. Faltaban veinte minutos, según el horario.

      Habían quedado de acuerdo, cuando hablaron por radio, que Ezequiel y sus padres esperarían hasta que bajaran todos los pasajeros para que de esa manera no se perdieran en el hormiguero humano del andén.

      Así fue, cuando quedó despejado casi totalmente el sector, los tres pasajeros bajaron cautelosamente del tren y pisaron el suelo de Buenos Aires.

      Eran las cuatro y treinta y cinco según el reloj en la torre de la plaza de los ingleses. Pisaban el suelo de Buenos Aires, ciudad cosmopolita, una de las más grandes ciudades del mundo.

      A Ezequiel le dio un escalofrío y se le erizó la piel.

      Alejandro los reconoció y acudió en su ayuda.

      Se repartieron besos, saludos, abrazos, comentarios, risas, preguntas.

      Liliana sugirió que tomaran un taxi, se sentía bien.

      Cuando llegaron a la casa, Alejandro abrió la puerta de calle y los invitó a pasar, sus padres no estaban.

      Era una casa de familia de clase media, típica del Buenos Aires de principios del siglo XX, de aquellas que aún se ven en los barrios. Había sido reciclada en los setenta con esmero y con el buen gusto de no cambiar nada del original. Tenía sus balcones floridos con macetas bien cuidadas, escalones de mármol limpio y en la puerta cancel cortinas blancas bordadas al croché. La entrada principal, de hierro forjado, pintada en negro mate, daba a la Avenida Álvarez Thomas, casi esquina Plaza. Álvarez Thomas 1795.

      Alejandro y Ezequiel compartían un dormitorio con un amplio balcón que daba a la calle Plaza y Allí, en el fresco balcón, se sentaban a la noche, luego de cenar, a charlar de diversos temas.

      A esa hora ya no circulaban autos ni colectivos, de vez en cuando pasaba algún transeúnte solitario o alguna pareja y ellos ponían la música despacio, solo un poco más que un susurro en la noche silenciosa del barrio porteño.

      En algún momento, sin darse cuenta, Ezequiel y Alejandro se quedaron dormidos y cuando despertaron con el sol de la mañana, seguían en los sillones de mimbre del balcón.

      Alejandro entró al dormitorio, miró la hora en la radio que tenía sobre su mesa de luz. Ya había que comenzar el nuevo día.

      Recogió los elementos para el colegio, revisó su agenda para corroborar el horario de materias de la mañana, tomó sus cosas y salió.

      Bajó casi corriendo por la escalera que lleva a la planta baja y se encontró con don Ángel, que estaba leyendo el periódico mientras desayunaba.

      Se sirvió un café y tomó unas galletitas, mientras comía algunas guardaba otras en el bolsillo de su saco.

      Enjuagó el pocillo ya vacío, le dio un beso a su padre a modo de saludo y salió hacia la puerta.

      -Te llevo, si quieres.

      -Bueno, y conversamos un rato –contestó Alejandro con una sonrisa.

      El colegio quedaba a quince cuadras, estaría solo esos minutos en el auto con su padre, y Alejandro no dejaría pasar esta oportunidad para hablar de las vacaciones que tenía planeadas.

      Quería


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