En viaje a Way Point. Jorge Bericat

En viaje a Way Point - Jorge Bericat


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era muy hermosa, despierta e inteligente. Alejandro también tenía lo suyo. Normalmente deberían sentirse atraídos, pero algo no funcionaba. En realidad, las presentaciones, te presento a tal o cual, no dan buenos resultados.

      -¿Qué te preocupa? –le preguntó Alejandro al verla distante.

      -No, nada; es que nos usaron para quedarse a solas –contestó Natalia Glasinovich, distraídamente.

      -A mí me parece bien.

      -Está todo bien –dijo Natalia.

      -Me alegro, pensé que estabas preocupada.

      -En realidad si lo estoy –le dijo ella.

      Ahora y no antes, en ese momento, quien sabe los motivos, recordó haberla visto en otra oportunidad; fue cuando ella salía del colegio Normal, durante una tarde de lluvia. Habían ido a guarecerse al hall espacioso de la estación Lacroce; ahora la recordaba bien, pero no se lo dijo.

      -No te rías, pero me gusta un chico y me agradaría encontrarlo –le dijo Natalia.

      -¿Por qué habría de reírme?

      -Hagamos una cosa –le propuso Natalia. Busquémoslo. Si no lo encontramos, prometo olvidarme de él.

      -¿Para siempre? –le preguntó Alejandro, sonriendo.

      -Solo por hoy –Natalia Glasinovich sonrió, mientras mostraba una dentadura perfecta.

      Salieron a buscarlo entre los grupos bulliciosos. Anduvieron dando vueltas sin resultados hasta que por fin Natalia le dijo que ya no gustaba de ningún chico.

      Él la miró detenidamente, le dio un beso en la mejilla y ella lo tomó de la mano.

      -Ven, vamos con mis compañeros –le dijo Alejandro.

      Fueron al grupo con sus compañeros que estaban sentados, riendo y contando chistes. Natalia trajo a sus amigas y todos pasaron una tarde maravillosa.

      El día del estudiante finalizó bien. Regresaron a la noche y cada cual fue dejado en la puerta misma de su casa. Quedaron en ir a la cancha y de hecho fueron.

      Se abrazaban afónicos con Segovia, mientras gritaban desde la popular y se iba la tarde del domingo.

      Llegó el lunes y todo continuó, la rutina.

      El profesor Sholten era titular de la cátedra de física en el colegio al que concurría Alejandro pero, además, también un especialista en parapsicología y habían entablado una relación de camaradería y amistad.

      A veces lo acompañaba a la universidad y le hacía de ayudante, acarreaba los elementos propios que el profesor trasladaba siempre de un lugar a otro. Una vez fueron a La Chacarita para sacarle fotos a un supuesto espíritu perdido.

      Sholten llegó excitadísimo, venía por Paseo Colón y no había posibilidades de estacionar. Alejandro lo estaban esperando sobre Brasil, justo en la esquina. Abrió la puerta del auto y lo apuró a que subiera, casi sin detenerse.

      -¿Dónde está la chica? ¡Vamos! ¡No perdamos tiempo! –dijo Sholten.

      -¿Qué chica? –preguntó Alejandro.

      -La chica del picnic.

      -Ni idea –dijo Alejandro, no la vi más.

      -Tenemos que encontrarla. Veremos si la mente no me engaña –dijo el profesor, y comenzó un trayecto sinuoso por las calles de Barracas hasta que dio con un antiguo edificio de departamentos.

      Lo guiaron entre pasillos hasta la habitación de Natalia Glasinovich.

      -Hola –dijo Alejandro, mientras entraba sigilosamente y cerraba la puerta, y agregó: él es el profesor Sholten.

      -¿Es médico? –preguntó Natalia.

      -No. Es parapsicólogo, antropólogo, matemático, físico.

      Sholten la saludó con un beso en la mejilla, apoyó la palma de su mano derecha sobre la frente afiebrada. A continuación pasaron unos minutos en silencio.

      -Trata de visualizar. Con la percepción está la cura ¿Qué ves? –insistió el profesor.

      -Nada. No veo nada –dijo Natalia.

      -Tienes que concentrarte. Trata de verla –le indicó el profesor.

      -La tengo –le dijo Natalia luego de unos minutos. La veo perfectamente.

      -¿En qué lugar está?

      -En Aguas, en el pueblo Aguas.

      -¿Qué ves?

      -Mi cuerpo, de frente, caminando por el pueblo –dijo Natalia.

      El profesor maniobró despacio por los vericuetos ajustados del viejo barrio siempre atiborrado, hasta que logró desembocar en la avenida Almirante Brown.

      Alejandro estaba asustado y pálido de una blancura extrema.

      El profesor Sholten lo dejó en la puerta de casa y se marchó.

      Alejandro, aunque había quedado intrigadísimo, no volvió a ver al profesor en mucho tiempo, ya que finalizaron las clases y pudo cumplir su deseo de pasar las vacaciones en la casa de Agustín.

      Felina no quiso acompañarlos hasta la estación, prefirió despedir a su hijo desde el balcón; ya lo había abrazado varias veces esa misma mañana.

      Tomaron Forest hasta Corrientes, don Ángel conducía despacio porque ese día tenía ganas de conversar. Pararon un largo rato en la barrera de Dorrego, siguieron por la misma Corrientes hasta el bajo y desde allí por Alem hasta la estación.

      Cuando llegaron a Retiro intentaron estacionar cerca del andén, de acercarse lo más posible para evitar el acarreo de las valijas repletas.

      Además de la bicicleta desarmada, llevaban muchos bultos y pequeños bolsos de mano.

      Por fin pudieron entrar al sector de cargas con auto y todo.

      Al instante vinieron los changarines. Uno de ellos quería mandarle la bici y otras cosas en el próximo tren, por carga, pero Alejandro quería tenerlas consigo. Don Ángel no participaba en la disputa y disfrutaba el momento observándolos discutir.

      Después de un corto debate y un billete de veinte pesos, llevaron el bagaje en unos carros grandes y exagerados tirados a mano, y le hicieron espacio en un vagón destinado para encomiendas en el propio tren; y entonces cuando el muchacho vio despachadas todas las cajas, valijas y bolsos por fin se quedó tranquilo.

      Faltaban cuarenta minutos para la partida.

      Se encaminaron hacia el bar de la estación y se sentaron cerca de un gran ventanal que daba a la plaza. A través del vidrio podían observar los enmarañados movimientos de Buenos Aires, con su tránsito de locos entre colectivos, autos y camiones entretejidos en verdaderos nudos en las cercanías del puerto.

      -Al final te saliste con la tuya –le dijo Don Ángel.

      -Sí, por suerte.

      Se escuchó la pitada del tren y esta los llevó nuevamente a la realidad del momento que estaban viviendo.

      Se retiraron del bar para acercarse al andén y comenzaron su andar hacia la despedida caminando despacio hasta el vagón que le correspondía.

      Mientras cruzaban las plataformas de embarque, el sol se filtraba a rayos, como cortando en pedazos a la estación, al tren y a las personas que corrían.

      En los sectores de arribos locales había un gran amontonamiento de obreros que llegaban desde los alrededores.

      Arribó un tren local y antes que se detuviera completamente, algunos saltaron al andén y comenzaron a correr. Su desesperación y apuro contrastaba con la tranquilidad de las personas que llegaban en los trenes del interior, de Corrientes, Tucumán, Salta, Santiago. Alejandro imaginó, cuando pasó la turba, otros condicionamientos y apuros, otros tiempos.

      Toda aquella corrida lo llevó a


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