Los Ungidos. Elena G. de White

Los Ungidos - Elena G. de White


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para llevármelos a casa y hacer una comida para mi hijo y para mí. ¡Será nuestra última comida antes de morirnos de hambre!”. Elías le contestó: “No temas. Vuelve a casa y haz lo que pensabas hacer. Pero antes prepárame un panecillo con lo que tienes, y tráemelo; luego haz algo para ti y para tu hijo. Porque así dice el Señor, Dios de Israel: ‘No se agotará la harina de la tinaja ni se acabará el aceite del jarro, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la Tierra’ ”.

      No podría habérsele exigido mayor prueba de fe. Sin tener en cuenta los sufrimientos que pudiesen resultar para ella y para su hijo, y confiando en que el Dios de Israel supliría todas sus necesidades, dio esta prueba suprema de hospitalidad haciendo “lo que le había dicho Elías”.

      Dios recompensó admirablemente su fe y generosidad. “De modo que cada día hubo comida para ella y su hijo, como también para Elías. Y tal como la palabra del Señor lo había anunciado por medio de Elías, no se agotó la harina de la tinaja ni se acabó el aceite del jarro.

      “Poco después se enfermó el hijo de aquella viuda, y tan grave se puso que finalmente expiró. Entonces ella le reclamó a Elías: ‘¿Por qué te entrometes, hombre de Dios? ¡Viniste a recordarme mi pecado y a matar a mi hijo!’

      “Dame a tu hijo –contestó Elías–. Y quitándoselo del regazo, Elías lo llevó al cuarto de arriba, donde estaba alojado, y lo acostó en su propia cama. [...] Luego se tendió tres veces sobre el muchacho y clamó [...] El Señor oyó el clamor de Elías, y el muchacho volvió a la vida.

      “Elías tomó al muchacho y lo llevó de su cuarto a la planta baja. Se lo entregó a su madre y le dijo: ‘¡Tu hijo vive! ¡Aquí lo tienes!’ Entonces la mujer le dijo a Elías: ‘Ahora sé que eres un hombre de Dios, y que lo que sale de tu boca es realmente la palabra del Señor’ ”.

      La viuda de Sarepta compartió su poco alimento con Elías; y en pago, fue preservada su vida y la de su hijo. Y a todos los que en tiempo de prueba y escasez ofrecen simpatía y ayuda a otros más necesitados, Dios ha prometido una gran bendición. Su poder no es menor hoy que en los días de Elías. “Cualquiera que recibe a un profeta por tratarse de un profeta recibirá recompensa de profeta” (Mat. 10:41).

      “No se olviden de practicar la hospitalidad, pues gracias a ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles” (Heb. 13:2). Nuestro Padre celestial continúa poniendo en la senda de sus hijos oportunidades que son bendiciones disfrazadas; y aquellos que aprovechan esas oportunidades encuentran mucho gozo. “Si te dedicas a ayudar a los hambrientos y a saciar la necesidad del desvalido [...] Serás como jardín bien regado, como manantial cuyas aguas no se agotan” (Isa. 58:10, 11).

      Hoy dice Cristo: “Quien los recibe a ustedes me recibe a mí”. Ningún acto de bondad realizado en su nombre dejará de ser reconocido y recompensado. En el mismo tierno reconocimiento incluye Cristo hasta a los más humildes y débiles miembros de la familia de Dios. Dice él: “Y quien dé siquiera un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños –a los que son como niños en su fe y conocimiento de Cristo–, por tratarse de uno de mis discípulos, les aseguro que no perderá su recompensa” (Mat. 10:40, 42).

      Durante los largos años de hambre, Elías rogó fervientemente mientras la mano del Señor caía pesadamente sobre la tierra castigada. Mientras veía sufrimiento y escasez por todos lados, su corazón se agobiaba de pena y suspiraba por el poder de provocar una presta reforma. Pero Dios estaba cumpliendo su plan, y todo lo que su siervo podía hacer era seguir orando con fe y aguardar el momento de una acción decidida.

      La apostasía que prevalecía en el tiempo de Acab era el resultado de muchos años de mal proceder. Poco a poco, Israel se había estado apartando del buen camino, y al fin la gran mayoría se había entregado a la dirección de las potestades de las tinieblas.

      Había transcurrido más o menos un siglo desde que, bajo el gobierno del rey David, Israel había unido gozosamente sus voces para elevar himnos de alabanza al Altísimo, en reconocimiento de la forma absoluta en que dependía de Dios por sus mercedes diarias. Podemos escuchar sus palabras de adoración mientras cantaban:

      “Tú, oh Dios y Salvador nuestro,

      tú inspiras canciones de alegría.

      Con tus cuidados fecundas la tierra,

      y la colmas de abundancia.

      Los arroyos de Dios se llenan de agua,

      para asegurarle trigo al pueblo.

      ¡Así preparas el campo! [...]

      Tú coronas el año con tus bondades,

      y tus carretas se desbordan de abundancia” (Sal. 65:5, 8-13).

      “Desde tus altos aposentos riegas las montañas [...],

      Haces que crezca la hierba para el ganado,

      y las plantas que la gente cultiva. [...]

      ¡Oh Señor, cuán numerosas son tus obras!

      ¡Todas ellas las hiciste con sabiduría!

      ¡Rebosa la Tierra con todas tus criaturas!” (Sal. 104:10-15, 24-28).

      La tierra a la cual el Señor había llevado a Israel fluía leche y miel, un país donde nunca necesitaría sufrir por falta de lluvia. Esto era lo que le había dicho: “Esa tierra, de la que van a tomar posesión, no es como la de Egipto, de donde salieron; allá ustedes plantaban sus semillas y tenían que regarlas como se riega un huerto. En cambio, la tierra que van a poseer es tierra de montañas y de valles, regada por la lluvia del cielo. El Señor su Dios es quien la cuida”.

      La promesa de una abundancia de lluvia les había sido dada a condición de que obedeciesen. El Señor había declarado: “Si ustedes obedecen fielmente los Mandamientos que hoy les doy, y si aman al Señor su Dios y le sirven con todo el corazón y con toda el alma, Entonces él enviará la lluvia oportuna sobre su tierra, en otoño [la temprana] y en primavera [la tardía].

      “¡Cuidado! No se dejen seducir. No se descarríen ni adoren a otros dioses, ni se inclinen ante ellos, porque entonces se encenderá la ira del Señor contra ustedes, y cerrará los cielos para que no llueva; el suelo no dará sus frutos, y pronto ustedes desaparecerán de la buena tierra que les da el Señor” (Deut. 11:10-17).

      “Si no obedeces al Señor tu Dios ni cumples fielmente todos sus Mandamientos y preceptos [...] sobre tu cabeza, el cielo será como bronce; bajo tus pies, la tierra será como hierro. En lugar de lluvia, el Señor enviará sobre tus campos polvo y arena; del cielo lloverá ceniza” (28:15, 23, 24).

      Estas órdenes eran claras; sin embargo, con el transcurso de los siglos, mientras una generación tras otra olvidaba las medidas tomadas para su bienestar espiritual, las influencias ruinosas de la apostasía amenazaban con arrasar toda barrera de la gracia divina. Ahora la predicción de Elías recibía un cumplimiento terrible. Durante tres años, el mensajero que había anunciado la desgracia fue buscado. Muchos gobernantes habían jurado por su honor que no podían encontrar en sus dominios al extraño profeta. Jezabel y los profetas de Baal aborrecían a Elías y no escatimaban esfuerzo para apoderarse de él. Y mientras tanto, no llovía.

      Al fin, “después de un largo tiempo“, esta palabra del Señor fue dirigida a Elías: “Ve y preséntate ante Acab, que voy a enviar lluvia sobre la tierra”. Obedeciendo a la orden, “Elías se puso en camino para presentarse ante Acab”.

      Más o menos en esa época, Acab había propuesto a Abdías, gobernador de su casa, hacer una cuidadosa búsqueda de los manantiales y los arroyos, con la esperanza de hallar pasto para sus rebaños hambrientos. Aun en la corte real se hacía sentir


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