Los Ungidos. Elena G. de White

Los Ungidos - Elena G. de White


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seguros de que se acercaba una terrible crisis. Los dioses en quienes habían confiado no habían podido demostrar que Elías fuera un profeta falso. Esos objetos de su culto habían sido extrañamente indiferentes a sus gritos frenéticos, sus oraciones, sus lágrimas, su humillación, sus ceremonias repugnantes, sus sacrificios costosos.

      Frente al rey Acab y a los falsos profetas, y rodeado por las huestes congregadas de Israel, Elías estaba de pie, el único que se había presentado para vindicar el honor de Jehová. Aquel a quien todo el reino culpaba de su desgracia se encontraba ahora delante de ellos, aparentemente indefenso en presencia del monarca de Israel, los profetas de Baal, los hombres de guerra y los millares que lo rodeaban. Pero en derredor de él estaban las huestes del cielo que lo protegían, ángeles excelsos en fortaleza.

      Sin avergonzarse ni aterrorizarse, el profeta permanecía en pie delante de la multitud, reconociendo plenamente el mandato que había recibido de ejecutar la orden divina. Con ansiosa expectación el pueblo aguardaba su palabra. Mirando primero al altar de Jehová, que estaba derribado, y luego a la multitud, Elías clamó en los tonos claros de una trompeta: “¿Hasta cuándo van a seguir indecisos? Si el Dios verdadero es el Señor, deben seguirlo; pero, si es Baal, síganlo a él”.

      El pueblo no le contestó una palabra. En toda esa vasta asamblea, nadie se atrevió a revelarse leal a Jehová. El engaño y la ceguera se habían extendido sobre Israel, no de repente sino gradualmente. Cada desviación del recto proceder, cada negativa a arrepentirse, había intensificado su culpa, y los había alejado aun más del cielo. Y ahora, en esta crisis, seguían rehusando decidirse por Dios.

      El Señor aborrece la indiferencia y la deslealtad en tiempo de crisis en su obra. Todo el universo contempla con interés indecible las escenas finales de la gran controversia entre el bien y el mal. ¿Qué podría resultar de más importancia para los hijos de Dios que el ser leales al Dios del cielo? A través de los siglos, Dios ha tenido héroes morales; y los tiene ahora en quienes, como José, Elías y Daniel, no se avergüenzan de ser conocidos como parte de su pueblo. La bendición especial de Dios acompaña las labores de los hombres de acción que no se dejan desviar de la línea recta ni del deber, sino que con energía divina preguntan: “¿Quién está por Jehová?” (Éxo. 32:26). Son hombres que piden a quienes decidan identificarse con el pueblo de Dios que se adelanten y revelen inequívocamente su fidelidad al Rey de reyes y Señor de señores. Tales hombres no consideran preciosa su vida. Su lema es ser fieles a Dios.

      En el Carmelo, mientras Israel dudaba, la voz de Elías rompió de nuevo el silencio: “Yo soy el único que ha quedado de los profetas del Señor; en cambio, Baal cuenta con cuatrocientos cincuenta profetas. Tráigannos dos bueyes. Que escojan ellos uno, lo descuarticen y pongan los pedazos sobre la leña, pero sin prenderle fuego. Yo prepararé el otro buey y lo pondré sobre la leña, pero tampoco le prenderé fuego. Entonces invocarán ellos el nombre de su dios, y yo invocaré el nombre del Señor. ¡El que responda con fuego, ese es el Dios verdadero!”.

      La propuesta de Elías era tan razonable que el pueblo “estuvo de acuerdo”. Los profetas de Baal no se atrevieron a disentir. Elías les indicó: “Ya que ustedes son tantos, escojan uno de los bueyes y prepárenlo primero”.

      Con terror en su corazón culpable, los falsos sacerdotes prepararon su altar, pusieron sobre él la leña y a la víctima; y luego iniciaron sus encantamientos. Sus agudos clamores repercutían por los bosques y las alturas cercanas: “¡Baal, respóndenos!” Con saltos, contorsiones y gritos, arrancándose el cabello y lacerándose la carne, suplicaban a su dios que los ayudase. Transcurrió la mañana, llegó el mediodía, y todavía no se notaba que Baal oyera los clamores de sus seducidos adeptos. El sacrificio no era consumido.

      Mientras continuaban sus frenéticas devociones, los astutos sacerdotes procuraban de continuo idear algún modo de encender un fuego sobre el altar y de inducir al pueblo a creer que ese fuego provenía directamente de Baal. Pero Elías vigilaba cada uno de sus movimientos; y los sacerdotes, esperando en vano que se les presentase alguna oportunidad de engañar a la gente, continuaban ejecutando sus ceremonias sin sentido.

      “Al mediodía Elías comenzó a burlarse de ellos: ‘¡Griten más fuerte!’ les decía. ‘Seguro que es un dios, pero tal vez esté meditando, o esté ocupado o de viaje. ¡A lo mejor se ha quedado dormido y hay que despertarlo!’ Comenzaron entonces a gritar más fuerte y, como era su costumbre, se cortaron con cuchillos y dagas hasta quedar bañados en sangre. [...] Pero no se escuchó nada, pues nadie respondió ni prestó atención”.

      Gustosamente habría acudido Satanás en auxilio de aquellos a quienes había engañado, y que se consagraban a su servicio. Gustosamente habría mandado un relámpago para encender su sacrificio. Pero Jehová había puesto límites y restricciones a su poder, y ni aun todas las artimañas del enemigo podían hacer llegar una chispa al altar de Baal.

      Por fin, enronquecidos por sus gritos, los sacerdotes cayeron presa de la desesperación. Perseverando en su frenesí, empezaron a mezclar con sus súplicas terribles maldiciones de su dios, el sol, mientras Elías continuaba velando atentamente; porque sabía que si mediante cualquier ardid los sacerdotes hubiesen logrado encender fuego sobre su altar, lo habrían despedazado a él inmediatamente.

      La tarde seguía avanzando. Los sacerdotes de Baal ya estaban cansados y confusos. Uno sugería una cosa y otro sugería otra, hasta que finalmente, desesperados, se retiraron de la contienda.

      Durante todo el día el pueblo había presenciado las demostraciones de los sacerdotes frustrados. Había contemplado cómo saltaban desenfrenadamente en derredor del altar, como si quisieran asir los rayos ardientes del sol con el fin de cumplir su propósito. Había mirado con horror las espantosas mutilaciones que se infligían, y había tenido oportunidad de reflexionar sobre las insensateces del culto a los ídolos. Muchos estaban cansados de las manifestaciones demoníacas, y aguardaban ahora con el más profundo interés lo que iría a hacer Elías.

      A la hora del sacrificio de la tarde, Elías invitó así al pueblo: “¡Acérquense!” Se puso a reparar el altar frente al cual hubo una vez hombres que adoraban al Dios del cielo. Para él, este montón de ruinas era más precioso que todos los magníficos altares del paganismo.

      En la reconstrucción del viejo altar, Elías reveló su respeto por el pacto que el Señor había hecho con Israel cuando cruzó el Jordán para entrar en la Tierra Prometida. Elías “luego recogió doce piedras, una por cada tribu descendiente de Jacob [...]. Con las piedras construyó un altar en honor del Señor”.

      Los desilusionados sacerdotes de Baal, agotados por sus vanos esfuerzos, aguardaban para ver lo que haría Elías. Sentían odio hacia el profeta por haber propuesto una prueba que había expuesto a sus dioses; pero al mismo tiempo temían su poder. El pueblo, con el aliento en suspenso por la expectación, observaba. La calma del profeta resaltaba en agudo contraste con el frenético fanatismo de los partidarios de Baal.

      Una vez reparado el altar, el profeta cavó una trinchera en derredor de él, y habiendo puesto la leña en orden y preparado el novillo, puso esa víctima sobre el altar. “ ‘Llenen de agua cuatro cántaros, y vacíenlos sobre el holocausto y la leña’. Luego dijo: ‘Vuelvan a hacerlo’. Y así lo hicieron. ‘¡Háganlo una vez más!’, les ordenó. Y por tercera vez vaciaron los cántaros. El agua corría alrededor del altar hasta llenar la zanja”.

      Recordando al pueblo la larga apostasía, Elías lo invitó a humillar su corazón y a retornar al Dios de sus padres, con el fin de que pudiese borrarse la maldición que descansaba sobre la tierra. Luego, postrándose reverentemente delante del Dios invisible, elevó las manos hacia el cielo y pronunció una sencilla oración. Desde temprano por la mañana hasta el atardecer, los sacerdotes de Baal habían lanzado gritos y espumarajos mientras daban saltos; pero mientras Elías oraba, no repercutieron gritos sobre las alturas del Carmelo. Elías rogó con sencillez y fervor a Dios que manifestase


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