Los Ungidos. Elena G. de White

Los Ungidos - Elena G. de White


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la otra. Abdías iba por su camino cuando Elías le salió al encuentro. Al reconocerlo, Abdías se postró rostro en tierra y le preguntó: ‘Mi señor Elías, ¿de veras es usted?’ ”

      Durante la apostasía de Israel, Abdías había permanecido fiel. El rey no había podido apartarlo de su fidelidad al Dios viviente. Ahora fue honrado por la comisión que le dio Elías: “Ve a decirle a tu amo que aquí estoy”.

      Aterrorizado, Abdías exclamó: “¿Qué mal ha hecho este servidor suyo, para que usted me entregue a Acab y él me mate?” Esto era buscar una muerte segura. Explicó al profeta: “Tan cierto como que vive el Señor su Dios, que no hay nación ni reino adonde mi amo no haya mandado a buscarlo. Y a quienes afirmaban que usted no estaba allí, él los hacía jurar que no lo habían encontrado. ¿Y ahora usted me ordena que vaya a mi amo y le diga que usted está aquí? ¡Qué sé yo a dónde lo va a llevar el Espíritu del Señor cuando nos separemos! Si voy y le digo a Acab que usted está aquí, y luego él no lo encuentra, ¡me matará!”.

      Con solemne juramento Elías prometió a Abdías que su diligencia no sería en vano. “Tan cierto como que vive el Señor Todopoderoso, a quien sirvo, te aseguro que hoy me presentaré ante Acab”. Con esta seguridad, “Abdías fue a buscar a Acab y le informó de lo sucedido”.

      Con asombro mezclado de terror, el rey oyó el mensaje enviado por el hombre a quien temía y aborrecía, a quien había buscado tan incansablemente. ¿Sería posible que el profeta estuviese por proclamar otra desgracia contra Israel? El corazón del rey se sobrecogió de espanto. Recordó cómo se había desecado el brazo de Jeroboán. Acab no podía dejar de obedecer a la orden, ni se atrevía a alzar la mano contra el mensajero de Dios. De manera que, acompañado por una guardia de soldados, el tembloroso monarca se fue al encuentro del profeta.

      El rey y el profeta están frente a frente. En la presencia de Elías, Acab parece acobardado y sin poder. En las primeras palabras que alcanza a balbucear: “¿Eres tú el que le está creando problemas a Israel?”, reveló inconscientemente los sentimientos más íntimos de su corazón y procuró culpar al profeta de los gravosos castigos que apremiaban la tierra.

      Es natural que el que obra mal tenga a los mensajeros de Dios por responsables de las calamidades que son el seguro resultado que produce el desviarse del camino de la justicia. Cuando se los confronta con el espejo de la verdad, los que se colocan bajo el poder de Satanás se indignan al pensar que son reprendidos. Cegados por el pecado, consideran que los siervos de Dios se han vuelto contra ellos, y que merecen la censura más severa.

      De pie, y consciente de su inocencia, Elías no intenta disculparse ni halagar al rey. Tampoco procura eludir la ira del rey dándole la buena noticia de que la sequía casi terminó. Lleno de indignación y del ardiente anhelo de ver honrar a Dios, le declaró intrépidamente al rey que eran sus pecados y los de sus padres lo que atrajo sobre Israel la terrible calamidad. “No soy yo quien le está creando problemas a Israel –asevera audazmente Elías–. Quienes se los crean son tú y tu familia, porque han abandonado los Mandamientos del Señor y se han ido tras los baales”.

      Hoy también es necesario que se eleve una reprensión severa; porque graves pecados han separado al pueblo de su Dios. La incredulidad se está poniendo de moda. Miles declaran: “No queremos a este por rey” (Luc. 19:14). Los suaves sermones que se predican con tanta frecuencia no hacen impresión duradera; la trompeta no deja oír un sonido certero. El corazón de los hombres no es conmovido por las claras y agudas verdades de la Palabra de Dios.

      Muchos dicen: ¿Qué necesidad hay de hablar con tanta claridad? Podrían preguntar también: ¿Qué necesidad tenía Juan el Bautista de que provocase la ira de Herodías diciendo a Herodes que era ilícito de su parte vivir con la esposa de su hermano? El precursor de Cristo perdió la vida por hablar con claridad.

      Así han argumentado hombres que debieran haberse destacado como fieles guardianes de la Ley de Dios, hasta que la política de conveniencia reemplazó la fidelidad, y se dejó sin reprensión al pecado. ¿Cuándo volverá a oírse en la iglesia la voz de las reprensiones fieles?

      “¡Tú eres ese hombre!” (2 Sam. 12:7). Es muy raro que se oigan en los púlpitos modernos, o que se lean en la prensa pública, palabras tan inequívocas y claras como las dirigidas por Natán a David. Los mensajeros del Señor no deben quejarse de que sus esfuerzos permanecen sin fruto, si ellos mismos no se arrepienten de su amor por la aprobación, de su deseo de agradar a los hombres, lo cual los induce a suprimir la verdad.

      No es el amor a su prójimo lo que induce a los ministros a suavizar el mensaje que se les ha confiado, sino el hecho de que procuran complacerse a sí mismos y aman su comodidad. El verdadero amor se esfuerza en primer lugar por honrar a Dios y salvar las almas. Los que tengan este amor no eludirán la verdad, para ahorrarse los resultados desagradables que pueda tener el hablar claro. Cuando las almas están en peligro, los ministros de Dios no se tendrán en cuenta a sí mismos, sino que pronunciarán las palabras que se les ordenó pronunciar, y se negarán a excusar el mal.

      ¡Ojalá que cada ministro revelase el mismo valor que manifestó Elías! A los ministros se les ordena: “Corrige, reprende y anima con mucha paciencia, sin dejar de enseñar”(2 Tim. 4:2). Deben trabajar en lugar de Cristo animando al obediente y amonestando al desobediente. Las políticas del mundo no deben tener peso para ellos. Deben ir adelante con fe, recordando que los rodea una nube de testigos. No les toca pronunciar sus propias palabras, sino que su mensaje debe ser: “Así dice el Señor”. Dios llama a hombres como Elías, Natán y Juan el Bautista; hombres que darán su mensaje con fidelidad, indiferentes a las consecuencias; hombres que dirán la verdad con valor, aun cuando ello exija el sacrificio de todo lo que tienen.

      Dios llama a hombres que pelearán fielmente contra lo malo, contra principados y potestades, contra los gobernantes de las tinieblas de este mundo, contra la impiedad espiritual en las altas esferas. A los tales dirigirá las palabras: “¡Hiciste bien, siervo bueno y fiel! [...] ¡Ven a compartir la felicidad de tu señor!” (Mat. 25:23).

      Capítulo 11

      Dios es reivindicado en el Monte Carmelo

      Este capítulo está basado en 1 Reyes 18:19-40.

      Estando delante de Acab, Elías ordenó: “Ahora convoca de todas partes al pueblo de Israel, para que se reúna conmigo en el monte Carmelo con los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal y los cuatrocientos profetas de la diosa Aserá que se sientan a la mesa de Jezabel”.

      Acab obedeció enseguida, como si el profeta fuese el monarca y el rey, un súbdito. Mandó veloces mensajeros con la orden. En toda ciudad y aldea, el pueblo se preparó para congregarse a la hora señalada. Mientras viajaban hacia el lugar designado, en el corazón de muchos había presentimientos extraños. ¿Por qué se los convocaría en el Carmelo? ¿Qué nueva calamidad iba a caer sobre el pueblo y la tierra?

      El Monte Carmelo había sido un lugar hermoso, cuyos arroyos eran alimentados por manantiales inagotables, y cuyas vertientes fértiles estaban cubiertas de hermosas flores y lozanos vergeles. Pero ahora su belleza languidecía bajo la maldición. Los altares erigidos para el culto de Baal y Astarté se destacaban ahora en bosquecillos deshojados. En la cumbre de una de las sierras más altas, se veía el derruido altar de Jehová.

      Las alturas del Carmelo eran visibles desde muchos lugares del reino. Al pie de la montaña había sitios ventajosos desde los cuales se podía ver mucho de lo que sucedía en las alturas. Elías eligió esta elevación como el lugar más adecuado para que se manifestase el poder de Dios y se vindicase el honor de su nombre.

      Temprano por la mañana del día señalado, las huestes de Israel se reunieron cerca de la cumbre. Los profetas de Jezabel desfilaron en un despliegue imponente. Con toda la pompa real, el monarca apareció y ocupó


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